).ppp.pp-ppp.P'p.pj£P^£-PjP_p^-£^ipj£PPP-pp.pp-pppp-p Pj£-Pj£g£C£ DISCURSO DICHO POR MAMUEJL GOMEZ PEBRADA, PRESIDENTE DE LA REPUBLICA MEXICANA, EN LA INSTALACION DEL CONGRESO GENERAL, EL 29 DE MARZO DE 1833. i ►6 MÉXICO.* 1833. IMPRENTA DEL AGUILA, dirigida por José Ximeno, calle de Medirías núm. 6.CIUDADANOS REPRESENTANTES: Constantemente pedí al cielo, cuando en 829 temé la espontánea resolución de desterrarme por salvar á mi patria de los horrores de la guerra civil, que si alguna vez anteponía mis intereses á la salud pública, sufriese para siem- pre aquel castig-o á que me habia sometido libremente; pero que si mi con- ducta habia sido consagrada al bien de la Nación, ella misma se acordase de mi, y me volviese á su sociedad inestimable. De hecho, los estados so- beranos, el ejército libertador, y una numerosa mayoría de pueblos procla- maron mi regreso, y de la abyecta clase de proscripto fui levantado á la honrosa categoría de supremo Gefe de la república. En ese suceso singu- lar no intervinieron resortes privado», ni intereses de familia; tampoco hubo reclamaciones fuertes de los parientes, súplicas tiernas de una esposa, plega- rias dolorosas de los hijos, ni empeño* repetidos de un hermano que iden- tificó su suerte con la mia. Talos mediadores consiguieron el regreso á Ro- ma de Popí lio,- Mario y Cicerón: mas yi fui llamado á Ja patria por un grito espóntstaep del ejército y por decretos libres de los congreso* so- beranos. Aquellos célebres ciudadanos de Roma fueron restituidos del des- tierro con la muerte de sus enemigos, y yo lo he sido teniendo la fuerza y el poder los que me obligaron á desterrarme, y siendo ellos mismos los que mas han cooperado á volverme al seno de la patria: ¿qué hombre ha merecido mas que yo de la generosiJaJ del pueblo? Todo lo debo á los mexicanos, y la nobleza de los que fueron mis enemigos me ha colmado de honor y de satisfacción. A mi arribo á Veracruz, los partidos estiban empeñados en Un com- bate á muerte, Lis cámaras desechando las medidas conciliatorias cierran las puertas á todo acomodamiento. Los liberales que nada debian esperar del po- der público, libraban en su3 espadas su suerte futura y la de la patria. La guerra se encendía por todas partes, y la vista mis perspicaz no alcanza- ba á ver el término de la lucha sangrienta. Tal era la posición del Estado cuando pisé las playas de la república. Las fuerzas beligerantes concentrándose, se aproximaban éntre sí; las del general Bastamente acudían de los Estados del interior hacia la capital de la federación. Las del general Santa Anna, abandonaron el sitio de Méx'cd para.marchar al encuentro de las otras. Todo anunciaba en fin una nueva Far* «alia decisiva de la suerte de la Nación, como lo fué aquella batalla del des- tino de Roma y del universo.En tales circunstancias me dirijo á la ciudad de Puebla. Los exércitos se acercan á aquella capital. La sangre de los mexicanos se derrama á tor- rentes, y lo* campos de Posadas sembrados de cadáveres reclaman un ar* bitrage augusto. La naturaleza del negocio lo demandaba en el momento. Una tregua mientras se recababa el importante consentimiento de los estados pa- ra cualquier tratado, no era fácil obtenerla en el calor de las pasiones enar- decidas que jamas dan espera. Muchas legislaturas cuyas opiniones eran co- nocidas, se hubieran negado á una conciliación cual era necesaria; y por úl- timo, la tregua hubiera producido únicamente el efecto funesto que dejaron otras de dar tiempo á los partidos para reparar sus quiebras, y á las pasio- nes mas vuelo y osadía. Eitas consideraciones poderosas, los clamores de la humanidad afligida, y los deberes sacrosantos que me imponía mi regreso á la patria, me decidie- ron á aprovechar el momento feliz de hacer la paz. El carácter suave y ge- neroso de los mexicanos, y la filosofía de los generales y gefes de los dos exércitos, me inspiraron la idea de iniciar una reconciliación fraternal; pero como las opiniones políticas eran diversas y los ¡nlereses individuales opues- tos, fué preciso apelar á un principio seguro, reconocido é incontrovertible, y ese principio es la soberanía nacional fuente y origen del poder público, ¿qué otro principio sino este, podía en una sociedad agitada uniformar las opinio- nes diversa*, avenir los intereses opuestos, y combinar las miras contradic- torias? Movida y disputé da con 'as armas una cuestión que comprendía to- do lo que constituye la existencia civil de los ciudadanos, ¿cual «m el tri- bunal augusto que pudiera resolverla? sin duda no había otro que el Pueblo, pues en él solo reside aquella suma inmensa de poder necesario para dirimir contiendas de tal naturaleza. La historia de las repúblicas antiguas, y aun la de las monarquías comprueban esa verdad. Los reyes mas déspotas en las cri- sis políticas, han echido mano como tabla de salvamento, de convocar es- tados generales, congresos estraordinarios, dietas y otros cuerpos representa- tivos que bajo diversas denominaciones no han tenido otro objeto que consul- tar la voluntad del Pueblo y acatarla. En el Pueblo están todos los hombres, en él se hallan fundidos los intereses particulares, y los partidos y las pasio- nes' de*aparecen 6 se neutralizan en la masa común, siendo en consecuen- cia sus deliberaciones imparciales y acertadas. Tales fueron los principios directores de mi conducta en diciembre anterior. Conmovida la sociedad hasta en sus fundamentos, destruida la confianza pública, violada la constitución, despreciadas las leyes, el Estado sufría una espantosa crisis. Las personas que ocupaban los puestos supremos pugna- ban con la mayoría de la Nación, y en vez de dirigir con tino y pruden- ciado* grandes acontecimientos, por un capricho inesplicable se obstinaron en resistir al voto público. Para entenderse en aquel desconcierto general era pre- ciso hacer callar el estruendo de las armas, y escuchar después la voluntad suprema de la Nación. El armisticio celebrado en 9 de diciembre llenó el primer objeto, y el convenio de Zavaleta ha desempeñado el segundo.Si fuera propio de este lugar, yo describiría la memorable entrevista ha* bida «n aquella hacienda entre los generales, gefes y oficiales de las fuer- zas contendientes. Bajo el techo polvoso de un edificio rústico y sin nombre, se discutieron libremente las cuestiones mas importantes al bien estar de la Nación: allí resplandecieron la buena fe, la libertad republicana y el patrio- tismo puro: allí las pasiones individuales quedaron deprimidas por la sana ra- zón; y allí en fin, los militares dieron una nueva prueba de honor y de c¡- vismo, cediendo generosamente de sus empeños y acatando la voluntad supre- ma del Pueblo. La reunión de la hacienda de Zavaleta ofreció un cuadro do interés ai filósofo observador; en ella brillaba un no se qué de noble y de augusto: los hombres que la componían, aquellos mismos hombres que dos semanas antes entre el humo y el estallido del canon se buscaban para exter- minarse, presentaban en su semblantes y en su compostura el grandioso es- pectáculo de una asamblea patriarcal. Jamas la insolente aristocracia en sus orgías ha ofrecido al mundo una reunión de ciudadanos mas desinteresados en sus miras, ni mas nobles en su conducta. Este es ciudadanos representares el ligero bosquejo de lo que pasó en la hacienda que ha dado nombre al convenio de pacificación; convenio aplau- dido en aquellos dias por los mismos que hoy lo invectivan, y sancionado des- pués por la Nación misma. Ese plan obra de la filosofía y del buen juicio, mal que pese á los enemigos de la democracia, será para nosotros un monumento de honor, y una lección instructiva para nuestra posteridad, porque él recordará siempre á los mexicanos, que en el Pueblo y solo en el Pueblo reside la suma de poder bastante á sarvarlos da los grandes peligros. Cuando nadie se acuerde de los subversivos panfletos que hoy se esparcen profusamente ni del nombre de sus autores, el plan de pacificación objeto de su encono, ocupará un lu- gar distinguido en la historia. Pero al paso que aquel documento ratifica el importarte dogma polí- tico de la soberanía popular, ha sido el escándalo del partido aristocrático, porque en el consideran los hombres de los privilegios un antemural á sus ulteriores pretensiones: nada estraño es que ataquen con encarnizamien- to un plan que les ha arrebatado para siempre el poder de que han abu- sado ferozmente. Encargado en 26 de diciembre del gobierno supremo, procuré en cuan- to es dado á la humana naturaleza hacerme superior á las pasiones ruines, y á las afecciones de los partidos^me propuse ser justo en mi conducta, im- parcial en m¡9 juicios y tolerante con todos. Las dificultades que be tenido que vencer no son esplicables. No sé si he acertado en la administración, ni es fácil que yo mismo me juzgue: si pude obrar mejor no alcancé á hacer- lo, y la Nación que tantos favores me ha dispensado, sabrá por último di- simular mis errores. A mi arribo al poder encontré al erario exhausto y empeñado en una deuda inmensa, atrasos enormes en los pagos, y las viudas huérfanos y pen-sionistas aherrojados en la miseria. Por el respectivo ministerio transigí con el comercio, de manera que cubriéndose este el erario ha tenido ingresos pora satisfacer sus principales obligaciones mas allá de lo que podia espe- rarse. Grandes ahorros se han hecho, y el crédito nacional y la confianza pública se han restablecido. Si se continúa el mismo sistema de economía, si las aduanas marítimas se administran mejor, y sise establece el importan- te banco de crédito público, el erario se aumentará, cubrirá los gastos de la administración, y la inmensa deuda que sobre él gravita. El secretario de ha- cienda hará muy luego las iniciativas correspondientes, cuyo buen despacha recomiendo muy mucho á los legisladores, pues que de éVdepende nuestra exis- tencia política. No es de menos interés el arreglo de la administración de justicia. Penetrado profundamente mi corazón de los males de la pátria y animado de los mas vivos deseos de remediarlos, en el mismo día que ocupé el go- bierno federal dediqué mi atención á examinar el estado en que se hallaba la administacion de justicia. Convencido deque de ella dependen esencialmen- te los bienes que la constitución y las leyes aseguran á los ciudadanos bajo el nombre de derechos ó garantías individuales, cuyo cumplimiento produce la moral pública y privada y la sólida felicidad de los hombres, hice de luego á luego dictar cuantas providencias estaban en mis atribuciones para vigo- rizar este ramo importante enervado por las circunstancias. Yo recomiendo del modo mas eficaz, el pronto despacho de las reformas que presentará opor- tunamente al congreso de la unión el secretario del ramo. El de guerra y marina hará también á su tiempo las iniciativas á que me comprometí en el plan de Zavaleta, y las demás que conduzcan al in- dispensable arreglo del exércilo permanente y activo. Ese exército, objeto de la maledicencia de los ingratos, ha resuelto succesivamente los dos importan- tes problemas de la independencia y de la libertad; y si bien ha caido en la desorganización consiguiente á las revoluciones, llegado es el tiempo de reor- ganizarlo déla manera conveniente á nuestra República. Los elementos deque se compone, se prestan muy bien para una reforma útil. Los generales y g-efes i^ue lo mandan, desean ver restablecida la disciplina. Al congreso ge- neral toca dictar leyes orgánicas adecuadas al objeto. En el desenlace de la revolución pasada, se reunieron en la capital mas de catorce mil hombres de todas armas, y de los puntos mas remotos de la república. Las tropas de nacionales se retiraron y están ya en sus res- pectivos estados. Las de la milicia activa han marchado á sus correspondien- tes demarcaciones, y siendo el instituto de estos útiles cuerpos formados da ciudadanos industriosos, separarse del servicio activo cuando cesa el motivo porque se Ies llama se ha retirado la mayor parte de ellos, resultando anualmente á la hacienda pública un ahorro de tres millones setecientos y tantos mil pesos. Respecto á nuestras relaciones esteriores, ellas se conservan en un es- tado favorable, y solo ha ocurrido de nuevo la noticia aunque no oficial de un cambio político en España. El gobierno no ha descuidado los interesesde la Nación á este respecto, sin olvidar las leyes relativas. Tengo motivos para creer que el gobierno de Washington aprecia nuestra regeneración poli» tica, y que breve nos dará pruebas de ello. El pueblo culto de los Estados Unidos del Norte desea nuestra felicidad social, y aplaude los triunfos de la libertad. Aquí termina la ligerísima reseña del estado de la Nación. Testigos presenciales de los sucesos, no necesitan los mexicanos de pormenores para juzgar del estado de la república. El mundo civilizado que nos observa, desea imponerse mas á fondo de nuestra situación: nosotros estamos en obligación de satisfacer su deseo, y el quedará cumplido con las memorias que I09 cua- tro secretarios de estado presentarán dentro de breves dias á esta augusta asamblea y que se imprimirán acompañadas de un pequeño manifiesto. Esos documentos escritos con sinceridad republicana relataran nuestras disenciones y nuestros errores; pero liaran ver al mismo tiempo que si el Pueblo me- xicano tiene defectos y vicios como toda Nicion, está también dotado de tac- to para huir del precipicio, y de energía para reclamar sus derechos ofendi- dos y hacer respetar su soberanía. Concluida la parte histórica de nuestros sucesos, seame lícito decir algo sobre la conducta política de mi administración. Ella ha sido noble, franca y liberal; y sean cuales fueren los sarcásm ta del partido de oposición, es evidente que desde el 26 de diciembre en que tomé las riendas del gobier- no no se ha disparado un fusil, no ha corrido una lágrima, nadie ha sido preso, ninguno nerseguído; en resumen la acción del gobierno ha sido enérgica, constante pero insensible, ¿quien podrá argüir contra los hechos? Legisladores, ¡quiera el Dios omnipotente que los mexicanos disfruten por siempre de la paz y de la libertad, quedes proporcionó el plan de Zavaleta! Solo algunos genérale» y pocos oficiales del exército, por error ó por capricho incidieron en la pena de privación de empleo que imponía el ar- tículo 1L de dicho plan á los que no se adhirieren á el. Yo como supre- mo magistrado y como garante del convenio me vi en la triste necesidad de declararlos comprendidos en la mencionada pena hasta la resolución del con- greso general. Protesto solemnemente que en aquella disposición tuve que ha- cer un esfuerzo para sobreponerme á los sentimientos de mi corazón. Jamas me ha ocurrido la ¡dea de abusar del poder; pero como hombre público de- bí cumplir una penosa obligación: ella queda desempeñada, mas hoy que rin- do cuenta de mi proceder a los representantes de la Nación, hoy que es la víspera de retirarme para siempre al olvido, seame permitido esponer mis sú- plicas como un simóle particular á cada uno de los nvembros de esta asam- blea respetable en favor de aquellos ciudadanos. Los representantes de un pue- blo generoso deben ser magnánimos y pios. Yo me lisongeo de que mis rue- go» van á ser escuchados, y ya presiento el dulce placer de que aquellos ge- nerales, gefes y oficiales sean repuestos en su honor, en sus era déos y en la plenitud de sus goces. Justo es que al terminar mi carrera públi- ca, recomiende la concordia que invoqué cuando llegué á Veracruz á hacer cum- plir ha órdenes del Pueblo soberano.Si 'le compara Wüestro estado pofítico" actual co-i el muy lamentable de la' ;r^púfelic'ai)1e#''l-rt