i i t LEAL EN LA VIDA Y EN LA MUERTE » DISCURSO PREDICADO EN EL FUNERAL DEL CORONEL JUAN FRANCISCO VAUGHAN Y DE MARIA CARLOTA, SU ESPOSA EN COURTFIELD, EL 11 DE ENERO DE 1881 POR EL ILMO. SEÑOR Dor D. JUAN CUTHBERT HEDLET, 0. S. B. ---- wl Obispo de Newport y MenejU^. BUENOS AIRES IMPRENTA DE PABLO E. CONI, ESPECIAL PARA OBRAS 60 — CALLE ALSINA — 60 1881I LOS FUNDADORES 7 COOPERADORES DE OBRA DE EXPIACION Y Á TODOS MIS AMIGOS en re l 111 o r» e¡ Xj a. p i, a r A permitidme os dedique, antes de separarme de vosotros, estas breves páginas que encierran los principales rasgos de la vida de mi inolvidable J^adre, como prenda de amistad y reconocimiento. ^lunquc solo las propias acciones justifican al fiombre, abrigo la grata esperanza de que las virtudes del padre fia- rán olvidar cualquiera falta del fiijo en el cumplimiento de la misión de fé y caridad a que Ija consagrado su vida- LA Keselm Vaughan.€tal en la ftiira g en la íttutrle Sé fiel hasta la muerte, y yo te daré la corona de la vida. (Apocalipsis, cap. II, vers. 10). Estando en la solemne presencia de la muerte, amigos mios, nuestro consuelo es poder hablar de una vida que está fuera de su imperio. En ver- dad es solemnísima la muerte y aun muy for- midable. Hombre alguno, sean cuales fueren sus esperanzas, ó por completa que sea su in- credulidad, puede dejar de conmoverse cuando se acerca á los restos mortales de un hermano cuya palabra y movimiento se han paralizado por siempre, y cuyo semblante se halla cubierto con el velo que apénas nos atrevemos á pedir se levante. La esperanza alimentada por la fé puede sostener la ciudadela del corazón y arros- trar la apatía y la desesperación; pero hay tétri- cas fantasmas en los pórticos exteriores, tristes— G — anuncios de tempestad y terror que suspiran alrededor de los baluartes y las puertas. El es- cepticismo, la indiferencia, la dureza del corazón pueden haber morado en el abandonado castillo del alma y contrarestar el pensamiento de una existencia futura; pero el instinto sobrevive allí donde el principio está muerto, y el hombre de este mundo, por mas impío que sea, esperimenta y siente como si una borrasca oscureciese el firmamento sobre su propia cabeza, cuando ve no muy distante la muerte. La muerte es un he- raldo, un predicador, un apóstol. Ella puede despertar en un pecho humano écos que nin- guna otra voz puede alcanzar. Ninguna resolu- ción, ninguna filosofía, ninguna razón puede evitar que se conmuevan las mas íntimas fibras del ser, cuando el tañido de su campana hiere el oido, ó cuando pasa rozando su manto sombrío. Pero el corazón cristiano, al paso que confiesa el polvo y cenizas de su mortalidad y admite su pavor á la muerte, se levanta en un instante y se dirige á la presencia de Aquel que triunfó de la muerte. Estando cerca de él, el cristiano pron- tamente divisa la luz que penetra en medio de la tiniebla, y viene á escuchar el sonido de otras campanas que en lontananza alborozan desde las torres de los palacios en la tierra de promi- sión de Dios. El anuncio de nuestra santa fé es que el que muere vivirá — aquel que fuere fiel hasta la muerte será coronado de vida para siempre. A los deudos y á los amigos íntimos de estos dos cuyos restos, aguardando la resurrección, están aquí presentes, yo no ofrezco este pensamiento como un consuelo. Es este un pensamiento ó mas bien una fé viva que es la suya, antes y mas allá de cualesquiera palabras que puedan expre- sar mis labios. Empero mi intención es dirigir- me hoy á un círculo mas vasto. Los ritos fúne- bres de la Iglesia Católica, el oficio de difuntos y la misa de réquiem, son oraciones destinadas á librar á las almas de las llamas penales y puri- ficantes del Purgatorio. Mas ellas sirven tam- bién de lección ñ los vivos. No podemos pene- trar los juicios de Dios; pero tenemos derecho de señalar aquello que podemos ver. Dios es el único Juez. Pero la vida de cada hombre es un ejemplo para el bien ó para el mal, y la muerte de cada nombre es una advertencia, y la carrera de cada hombre es una lección. Una buena lec- ción, un ejemplo conmovedor, una patética en- señanza hallaremos en la memoria de Juan Francisco Vaughan, de Courtfield, y de María Carlota, su esposa. Juan Francisco Vaughan, de Courtfield en He- refordshire, magistrado de los condados de Here- ford, Monmouth y Gloucester, y sostituto para Monmouth-Shire, algún tiempo Coronel de In- genieros de la Milicia Real de Monmouth, nació en Courtfield el 2 de Julio de 1808, y tenia por con- siguiente cuando murió la edad de 73 años. Pasó su mas temprana juventud en esta casa, en me- dio de los bosques que sombrean el rio Wye, y en las orillas de ese raudal familiar que circunda la heredad solariega de su familia. Aquí aprendió el nombre de Dios; aquí aprendió la historia de su raza. Aquí empezó á temer á Dios; y aquí fué, cuando niño de siete años, en la oscuridad de las— -8 — noches, en medio de estos verjeles y alamedas, mostró primero que era tan fino el temple de su ánimo que nunca supo lo que era temor de otra cosa alguna, sinó de Dios. Alguien sorprendió mas bien que oyó como palabra suya, que no podia comprender como un católico pudiese abrigar ningún otro temor; y Pió IXcomprendió toda su vida cuando una vez escribió en una hoja de su libro de oraciones: Initium sapientice timor Domini. A la edad de once años fué en- viado á Stonyhurst para ser educado bajo el cuidado de esa sociedad en que uno de sus her- manos y uno de sus hijos habian de enrolarse después. En Stonyhurst fué alumno del Padre Jacobo Brownbill (S. J.) hácia quien concibió una estimación y un profundo afecto que él ha conservado hasta el último momento. Acostum- braba decir á sus hijos que nunca habia conocido un hombre mas dedicado á su deber, mas lleno del espíritu de sacrificio ó mas ejercitado en el dominio de sí mismo. Los que conocen sus gran- des talentos, estarán dispuestos á creer que él fué siempre el primero en su clase. Pero él echó en Stonyhurst el cimiento de hábitos mas im- portantes aunque los del estudio. Se hizo miem- bro de la cofradía de Nuestra Señora, lo cual implica de que se afiliaba al lado de aquellos que profesaban temor á Dios y desdeñar las vanidades del mundo. Y la costumbre de recitar el pequeño oficio de la Bienaventurada Virgen, que em- pezó en la escuela, nunca fué abandonada por él hasta el fin de su vida. Cuando salió de Stony- hurst, fué enviado á completar su educación fuera de Inglaterra. Los hijos de buenas familias — 9 — inglesas esperimentaban entonces como ahora la falta de una universidad católica. La fé es mas preciosa que el saber ó el favor en la socie- dad, y no es de maravillarse que los padres se esquivasen entonces como ahora de enviar á sus hijos donde el menor daño que puede aconte- cerles será sufrir la mengua de ese espíritu y sentimiento católico que es timbre de su raza haber mantenido tan entero. El coronel Vaughan fué enviado á la célebre escuela de Jesuítas de Saint-Acheul en Amiens. Tuvo después la ven- taja de pasar dos años en Paris, estudiando filo- sofía y literatura en el aula del entonces renom- brado Mr. Bailly. La casa del « Padre Bailly » era en ese tiempo el centro del renacimiento católico en Francia. En su casa se fundaron el « Avenir» y la Sociedad de San Vicente de Paul. Allí el coronel Vaughan conoció y oyó á Lamennais, Lacordaire, Gratry, Ozanam y otros corifeos ca- tólicos. Era el comienzo de aquel grandioso mo- vimiento católico que ha hecho tanto en pro de los católicos ingleses, cuanto de los franceses,, mostrándonos como les mostró á ellos el poder de la palabra, el poder de la pluma y el poder de la cultura intelectual. Las aguas de aquel movimiento se precipitaron después en canales turbios y revueltos; pero su raudal fué una onda brillante de esperanza y denuedo. El «Avenir», aun no se habia fundado cuando el coronel Vau- ghan abandonó el círculo que se congregaba en torno del Padre Bailly; pero él y aquellos otros jóvenes católicos ingleses que le acompañaban, algunos de los cuales existen todavía, vieron lo bastante para estimular su inteligencia y llenar— 10 — sus corazones de entusiasmo. Era un tiempo de altos pensamientos y de ardientes inspiraciones, un tiempo que dejó sobre el corazón de un joven, su forma y su sello profundo. A la influencia de esos dos años debemos atribuir esa amplitud de vistas, esa elevación de motivos, esa apreciación de los sucesos digna de un estadista, y ese espí- ritu caballeresco y generoso que resplandecieron en el coronel Vaughan. Volvió á Inglaterra en 1830, y al año siguiente se casó con Isabel María Rolls, hija del finado Juan Rolls del Hendre, formando así alianza con una de las mas honorables familias del con- dado de Monmouth. De esta, su primera esposa, la madre de esos hijos de los cuales tantos viven para bendecirla cuando recorren firmemente la carrera en que ellos solos y apenas ellos saben cuanto deben á su madre, de ella no hay opor- tunidad de hablar aquí. Inclinamos nuestras frentes á su santa memoria, y pasamos adelante. El coronel Vaughan y su joven consorte vinie- ron á vivir en Courtfield en 1833. La vida de un caballero campesino no suele presentar vicisi- tudes estraordinarias. Y nosotros no estamos haciendo una biografía, sino únicamente empe- ñándonos en dar á.un hombre de bien el recuerdo debido y aprender una lección para nosotros mismos. No he encontrado mejor palabra para espresar la esencia de su carácter que aquella que es la primera en el testo escogido. Es á la «fidelidad» ó «lealtad» que el espíritu en la Revelación de San Juan promete la corona de la vida. Nadie que haya conocido al coronel Vaughan vacilaría en llamarle un «leal caba- — 11 — llero», en la vieja y ámplia acepción de ese término. Lealtad significa mas que exactitud, ú observancia, ó atención al deber. Es aquella generosa é intrépida energía para el cumpli- miento de la obligación que recuerda el tiempo en que en un estado mas nuevo de la sociedad, hombres de fuerte brazo y valiente corazón ro- deaban á un gefe predilecto que era mas prudente y mas firme y mas valeroso que ninguno de ellos. En Juan Francisco Vaughan todos podían con- templar este espíritu esteriormente revelado en las palabras que pronunciaba y en las empresas á que daba cima; y á sus íntimos amigos era dado penetrar hasta ese manantial que nacía de su corazón. Era en primer lugar hombre de ins- trucción y de pulido entendimiento y algo mas. Leía constantemente; sentía un vivo placer en la lectura; y en las últimas horas en Biarritz era una de sus tocantes confidencias dar gracias á Dios por la complacencia que durante toda su vida le habia permitido sentir con la apacible sociedad de los libros. Hablaba bien, con des- pejo, con claridad y aun con brillo. Pero su espí- ritu y su ingenio campeaban mas altamente en sus arengas públicas. Seria apenas ir muy lejos al asegurar que habia nacido orador; porque no solo tenia á su disposición la materia, sinó el poder de la forma epigramática, la presencia de ánimo y las prendas físicas que distinguen al orador del individuo capaz de hacer un discurso. Algunos de los presentes pueden todavía recor- darle en sus primeros tiempos. Pueden reme- morar la gallarda figura, el agradable semblante, la noble cabeza con sus ensortijados cabellos,— 12 — la resonante y estendida voz y la elocución im- ponente de sus dias juveniles, cuando se presen- taba en las asambleas, ó defendía su fé ó tomaba la parte del orden en las borrascosas y tumul- tuarias escenas que perturbaron el país cuarenta años ha. Sus maestros jesuítas en Francia ha- bían cultivado su innato don de la palabra. La constante práctica de la «declamación» que es una tradición en las mas antiguas escuelas ca- tólicas le habia dado confianza, facilidad y gracia, y enriquecido su memoria con mil memorables pasajes y útiles formas en mas de una lengua. Y aconteció que, en una ocasión al menos, tuvo necesidad de todos los recursos que puede ma- nejar un orador. Los católicos ingleses no han hecho todavía suficiente justicia probablemente á esos gentiles hombres de campo que, durante los ardorosos dias del furor de la « agresión papal, » se lanzaban a las asambleas populares y hablaban en favor de la Iglesia y del Pontífice. Sus pudres no ejecutaron mas bizarra hazaña cuando arrollaban á los sarracenos ó peleaban contra los españoles. Hay que recordar cuan enorme es el poder y la presión de la influencia política y de las relaciones sociales; cuán mez- quina es la posición de un caballero, si sus veci- nos de condado le niegan su apoyo, para estimar en su verdadero mérito la acción de aquellos hombres que arriesgaban todo lo mas caro por confesar su fé y protestar contra el frenesí rei- nante en aquellos momentos. El coronel Vaughan asistió á la reunión de condado en Monmouth- shire celebrada en Usk el 18 de Diciembre de 1850 bajo la presidencia del Principal Sheriff. — 13 — Se ha conservado su arenga. Aunque ella fuese menos brillante de lo que es, debería guardarse para siempre en nuestros archivos, siquiera como pintura de aquella estraña y curiosa escena en que se desplegó la pasión religiosa con tem- pestuoso y desenfrenado furor. Puedo única- mente citar las dos sentencias con que se inició. Juan Francisco Vaughan, dice el relato impreso, se levantó y dijo con grande énfasis; « Señor She- « riff y caballeros, yo apoyo esta enmienda. Me « felicito y me enorgullezco de colocarme hoy al « lado de mi amigo M. HerbertdeLlanarth. Perte- « necemos á dos de las pocas familias católicas « romanas en este distrito, que han sobrevivido á « trescientos años de persecución ». Entónces empezó el tumulto y todas las demás palabras fueron acogidas con voces destempladas y con- fusas. Pero el orador mantuvo su puesto y llegó hasta el fin de un discurso cuyo poder y audacia amedrentaron á veces al Protestantismo enfu- recido. La necesidad de tales arengas desapare- ció á medida que el país recobraba rápidamente su sensatez, y el coronel Vaughan rara vez tuvo que repetir los esfuerzos que hizo con su pluma y con su voz durante el memorable invierno de 1850 á 1851. Como magistrado participó de las cargas y de los honores de muchos distinguidos colegas. Como oficial de la milicia Real del condado de Monmouth, de cuyo regimiento fué coronel por tantos años, era un soldado modelo, diestro, animoso y de altas prendas; un padre para sus subalternos y un dechado para sus jóvenes ofi- ciales. Decia en Biarritz á uno de sus familiares,¡i — 14 — que esperimentaba un consuelo particular, al aproximarse su fin, sabiendo que, durante todo el tiempo que mandó el regimiento, nunca ni en la mesa, ni en la antecámara habia oido conver- sación alguna impropia de un caballero cristiano. Sus oficiales estaban apercibidos de que tal con- versación le seria desagrable, y aún se consideró de mal tono introducirla. Como voluntario en Cri- mea desempeñó su servicio en las trincheras du- rante todo el terrible invierno de 1854 a 1855. El verdadero amor de la patria y su espíritu digno de un soldado, le impelieron contra los deseos de muchos de sus amigos á arriesgar su vida en aquella hora de prueba para su país. El dijo a un amigo: « Yo he sido el hijo de mi país antes de « ser el padre de mis hijos ». No era sin embargo un ocioso prurito de aventuras; pues observó y señaló muchas cosas, j en el verano de 1855, después de su regreso, publicó el resultado de sus observaciones en un volumen de «Indica- ciones para armar y disciplinar la infantería ligera». (1) La recreación de su vida en el suelo natal, era la agricultura, y pocos hacendados mejores habia en el condado de Monmouth. En esta calidad, y como especulador, director de ferro-carriles y soldado, su consejo era procurado con ahinco. Individuos de toda creencia y profesión acudían úél en sus dificultades. Muchos socerdotes tienen que agradecer al Coronel Vaughan palabras mas preciosas que el socorro material. El era mara- villosamente espansivo y simpático con los que 1 « The soldier in peace and war ». — 15 — sufrian, y hacia cuanto estaba á su alcance por palabra y obra á fin de aliviarlos. Fué muy ce- loso en no hablar nunca contra los demás; y las escusas que ofrecía en favor de aquellos que se comportaban injustamente para con él, eran fre- cuentemente tan bellas como ingeniosas. Grande era su parsimonia en pensar mal, no dando nunca oido á la intriga. Así vivió entre sus vecinos, sosteniendo ideales elevados y fiel á honrosas tradiciones. Un gentil hombre inglés de campo pertenece á una clase única, según se ha observado con frecuencia. Es probablemente hombre de buen linaje, esto es, tiene tras de sí la tradición mas ó menos larga de antecesores que han hecho algo ele honorable y alcanzado una sonrisa de la for- tuna : tradición que debe siempre gravitar como un peso del lado de la energía y déla honra,y granjear legítimamente el respeto de todos á escepcion del de aquellos descarriados de esta vía. El es además poseedor de tierra y heredad en algún condado inglés; es un hombre que ha echado sus raíces en el valle, á la márgen del rio, ó bajo la colina; cuya faja de territorio ó cuya lucida morada forma tan verdaderamente un rasgo característico en su condado como losrios, los bosques y las mismas eternas colinas. Es probablemente también un magistrado, y quizás algo mas; y si la índole de su ser moral no es muy inferior, se hace circunspecto en razón de su responsabilidad, acrecienta su reverencia á la justicia por su participación en la administra- ción de la justicia, y aspira á existencia mas alta á medida que reconoce su propio influjo para el— 16 — bien y para el mal. Numerosas influencias tien- den á hacer de la lealtad ó fidelidad, el timbre especial del caballero-campesino inglés. Dada la base de los buenos principios, su vida y circuns- tancias, preservan íntegros esosprincipios,como la herencia de sus hijos. La vida de familia puede no ser ahora lo que ha sido, y los rápidos viajes y la veloz comunicación, pueden diariamente y cada vez mas, hacer de todo el mundo una solo ciudad de la raza humana. Pero el caballero campesino ha tenido su padre y tiene sus hijos, y poseen una casa que es mas que una casa en una série de edificios ó que un palacio sobre una avenida. Su casa es un verdadero hogar, y un hogar significa estabilidad, reverencia y verda- dera cultura, como cosas opuestas á la mudanza insensata, á la licencia del pensamiento y de las acciones y á la vanidad que usurpa en el mundo el rango de principio. En el campo el padre está bajo el influjo mágico de sus penates y de sus antiguas tradiciones, y ellos le protegen al pasar su vida con sus hijos, sus vecinos, sus depen- dientes y sus servidores. En el campo la ma- dre tiene sus horas de solaz; puede pensar en sus hijos y reunirlos en torno suyo; y como estos se multiplican bajo su techo, su vista la mueve á buscar en los sentimientos mas profundos de su corazón, las lecciones que debe imprimirles; y entónces las antiguas verdades del destino del hombre y del amor de Dios, descienden como el suave rocío de Abril sobre unanueva generación. Entónces los niños, á medida que crecen, sienten el estímulo de las tradiciones de lo bueno. Se enorgullecen de su casa, y encuentran en su — 17 — estabilidad y su decoro, las verdaderas condicio- nes para aprender á pasar una vida tranquila y honrada. Resuenan voces á su alrededor, para recordarles lo que deben á la nobleza del pasado, la casa con sus retratos, el parque con sus re- cuerdos, los viejos nombres, la inalterable cor- riente del antiguo rio, los aspectos délas colinas inmutables. Con tal raza la bondad debe ser hereditaria y acrecentar su fuerza en las gene- raciones sucesivas, persentándose á su vez ante el mundo, cada vastago de aquel tronco con todas las virtudes paternas y aun enriquecido con mas dones que la magnanimidad del padre. Ese oriundo de los campos no necesita poseer es- tendidos territorios ó ser el señor de una pro- vincia, pero debe ser caballero genuino y leal, cristiano y cortés. Debe ser tan firme como el roble de su propio parque que, creciendo al tra- véz de pacíficas décadas, ha absorbido de tal modo la savia de la tieFra y bebido los rocíos del cielo que, aunque venga el hecha ó la tempestad, aunque su destino sea yacer derribado, despojado y seco sobre el verde césped donde floreció, sin embargo nadie puede nunca deci r que es otra que lo que verdaderamente es, — roble, hasta el co- razón. Pero los miembros del cuerpo católico en este país tienen y han tenido siempre muchas obliga- ciones, y debo también agregar muchos honores que no corresponden ó no están reservados al simple gentilhombre de un condado. Y aquel que exhaló su último suspiro en la semana ántes de Navidad en la playa de un lejano mar vivió en su propio condado, no solamente como un verda-dero patriota, sino como un verdadero católico. Entre los buenos principios y las buenas tradi- ciones la fé religiosa de un hombre debe, no solo ser el primero, sinó el supremo moderador de de todos los demás. No es hombre aquel que no reconoce á Dios como su origen y como su destino. Ha renuncia- do á su único fin, y es un náufrago y un desam- parado. Un hombre bien nacido deserta de la verdadera gentileza y del honor, ai mantenerse alejado voluntariamente de aquel Dios y Majes- tad, de cuya esencia y atributos todo honorcreado y toda verdad, bondad y fortaleza son únicamen- te similitudes dimanadas. El hombre á quien lloramos habia aprendido esto bien. Casi pienso que puedo oirle decir otro tanto. Lo habia apren- dido muy joven; — habia crecido con él y vivió para mostrarlo á cuantos le miraron. Siendo católico, tuvo un patrimonio que solo tienen los católicos: tuvo la gloria de pertenecer á una raza que habia padecido por su religión. Su familia tiene muchas cosas que le sirven de prez, pero nada podia infundirle mas noble altivez que la memoria de los sufrimientos en los años de per- secución. Como católico tenia que entregar este precioso legado sin mancha y sin mengua á sus hijos. El pensamiento de la constancia con que sus antepasados, desde los dias del Conquistador hasta ahora, habian sostenido la fé, era para él mas que un consuelo, era una inspiración. Algu- nos habian sufrido y muerto, como aquella María Vaughan que fué martirizada en Gloucester; mu- chos mas habian sufrido la pérdida de sus bie- nes mundanos. Frecuentemente retrocedía á la buena tradición de su raza; pero no echaba de menos nada de lo que habia sido arrebatado. (1) Paseando un dia en compañía de uno de sus hi- jos, señalaba algunos de los dilatados terrenos de que en pasados tiempos se habia apoderado la Corona; y entónces inmediatamente dió gra- cias á Dios de que, en remuneración de su lealtad, hubiese dado tantas « vocaciones » á su familia. Pero el sentimiento de la gloria del pasado no era un vano y falaz sueño. Era eminentemente un católico práctico. Profesaba su religión en público y en privado, no por afectada austeridad ó por estrecho esclusivismo; no haciendo pro- clamas en la plaza pública; sinó por su método de vida patente á todos los demás. Probablemen- te el coronel Vaughan nunca perdió un amigo ó debilitó la afección de un amigo por su profesión religiosa. Y sin embargo, ninguno ha soñado en decir que él esquivó jamás por un instante nin- guna de sus consecuencias. Aquí sobre todos y mas allá de todos fué leal — leal como solamente puede serlo un hombre que reúne la fuerza de ánimo y el buen sentido. Fué uno de los que no se avergüenzan de orar. ¿Qué digo? Fué uno que hizo predominaren toda su vida la oración. La oración es la comunicación del alma humana con su único Señor y Amigo. Estos muros y nuestros propios ojos son testigos de cuán constante era su oración; temprano por la mañana, cuando se preparaba para la comunión; al mediodía ó en la tarde, cuando visitaba el Santo Sacramento; (1) En tiempo de la Reforma confiscaron á la familia Vaughan gran parte de sus bienes.I — 20 — — larga y fervientemente en las altas horas de la noche. Gustaba de pasear con sus hijos en las tardes de verano entre sus alamedas, recitando el rosario con ellos. Nunca los llevaba á una escursion algo distante sin invitarlos á todos á unirse con él en el rosario; y en Courtfleld el ca- mino de Monmouthshire se llamaba «camino del rosario,» pues la entrada en él era la señal de empezar este rezo. En Crimea, cuando oficiales de diferentes rangos se reunían en su tienda por la noche para disfrutar de su excelente conver- sación, nunca tuvo la mas leve dificultad en des- pedirse cuando era la hora que destinaba á sus preces. Muchos apénas podían entender esto, pero todos admiraban la franqueza de su piedad. Tenia amor especial al Santísimo Sacramento. Solía decir que el dia mas triste de todo el año era el Viérnes Santo, pues no habia visita del Sacramento. Tenía la costumbre de recibir la Santa Comunión tres ó cuatro veces por semana; y durante la última enfermedad la recibía diaria- mente. Oía misa todos los dias, y dos veces al dia cuando podía; y se supo que andaba ocho millas un dia de la semana para no perder la asistencia al Santo Sacrificio: — ejemplos de una devoción que fué recompensada en su última en- fermedad con que se le dijesen dos misas cada dia en su aposento. Su espíritu de oración se ali- mentaba de candorosos y sencillos pensamien- tos. Sus libros favoritos eran dos : el Nuevo Testamento y la Imitación de Cristo. El ayudaba á la unión de su corazón con Dios por medio de una abnegación prácticamente cristiana. En las cosas pequeñas y en las grandes — en la esme— — 21 — rada observancia de los grandes preceptos, ó en la mortificación habitual en cuanto al alimento, vino y vestido, tenia un objeto en vista, la puri- ficación de su corazón para Dios. Era un dicho suyo, que nunca « se haría esclavo» de ninguna cosa, por leve que fuese. Criaba á sus hijos con la idea de que era buena suficientemente cual- quier cosa que permitiese al cuerpo vivir y tra- bajar. «Soy todo tuyo, Dios mió, en la vida y en la muerte, * tal era el secreto de su severo y es- tricto tratamiento de sí mismo. Su consagración á la propagación del reino terrenal de Dios es bien conocida, pero no tanto por la generalidad cuanto por unos pocos. Digo deliberadamente y no con espíritu de pane- gírico, que él trabajó, proyectó y economizó para las necesidades temporales de la dió- cesis y de la Iglesia en general durante cada año de su vida hasta su fin. El sosten del clero y de las mujeres relijiosas, la educación de los estudiantes destinados á la Iglesia, los pobres y jos hijos de los pobres eran todos recordados cada año y fueron atendidos cuan- do falleció. Acostumbraba decir á sus hijos que gustaba hacer su limosna por la mano de los obispos y de los superiores, tanto porque estaba seguro de que seria bien administrada, cuanto porque la ocultación de su nombre quita- ría toda ocasión de vanidad. Pero estaba tan pronto á servir con su tiempo, su influencia y su palabra, cuanto con su contribución mas sus- tancial. No hace tanto tiempo que él pronunció el admirable discurso en la Sala de Saint James, que muchos de nosotros recordamos, en favorde los católicos perseguidos de Alemania; y ya se ha hecho alusión al testimonio que dió en época anterior. Pero él siempre podia decir « Todo para Dios »; y no sufría que ninguna con- sideración personal arrebatase algo á la pureza é integridad de su ofrenda. Honraba á los sacer- dotes é hizo muchos sacrificios en su favor. Veia en ellos á los ministros de aquel Dios á quien servia y de aquella religión por la cual susten- taba la vida. Y durante el curso del último ve- rano, cuando estaba enfermo y débil en Court- field, y cuando aconteció que un número de los sacerdotes y monjes del monasterio de San Mi- guel cerca de Hereford vinieron á verle por al- gunas horas, su semblante mostró el júbilo que senlia al recibirles bajo su techo; espresó cuanto le consolaba ver al hijo é hija que habían de vi- vir después de él en la antigua morada acoger- les y servirles con solicitud cariñosa y digna del espíritu católico; y contemplandoa sus pequeños nietos que corrían en medio de ellos, agradeció con emoción á Dios la promesa patente ante sus «jos de que por dilatados años los sacerdotes del Señor jamas serian estraños para su raza ó á la sombra del árbol doméstico. Hará como veinte años que el coronel Vaughan tomó por su segunda esposa á María Carlota, hija del finado José Weld, de Lulworth. Los res- tos de ella yacen ahora al lado de los del esposo, cubiertos con el mismo sudario. Así como en la vida, no están divididos en la muerte. Durante esos veinte años ha surgido una ge- neración que apénas ha conocido el coronel Vaughan lo bastante para hacerle justicia. Quizá — 23 — fué en parte porque él se retiró mas y mas cada año de todo aquello que tuviese atingencia con la vida pública. Todos sus hijos se habían au- sentado de su casa, y le parecía que debia inte- resarse mas y mas en lo que tuviese relación con su propia alma. El habia sido leal y sincero para con sus hijos. Esteriormente parecía frío y aun á veces áspero. Pero de él puede decirse lo que debiera poder decirse de todos los padres, que procuró afanosamente educarles en el mas alto sentido de la palabra educación. No intervenía en la tarea del maestro de escuela ó del profesor, pero les enseñaba orar, á pensar, á hablar y á obrar. No se retraía de reunirles en torno de sus rodillas y de esplicarles el Evangelio del Domingo. No disimulaba sus faltas. Les ense- ñaba el modo de presentarse en los actos públicos de la Iglesia y del Estado. Se esforzaba en ha- cerlos completos. Esperimentaba el mayor an- helo de que la ofrenda de su madre fuese acep- tada, y que cada uno de ellos insinuase á lo menos el deseo de entrar en el estado religioso; pero frecuentemente declaró que preferiría que sus hijos no fuesen sinó honrados y vulgares á que fueran sacerdotes poco generosos y de vo- luntad tibia. Su reserva para con sus hijos sin embargo era solo una parte de aquella reserva general y de aquel retiro que le era congenial y que, como hemos dicho, se iba condensando so- bre él. Pero habia de llegar un tiempo en que sus hijos verían espandirse el corazón paterno, patentizándoles su amor unido al amor del Dios para quien siempre se esforzó en formarles. Durante los últimos dos años sus amigos quele vieron en Londres ó en Courtfleld, advertían que se acercaba el término de su vida mortal. Pasó el último verano en Courtfleld en medio de sufrimientos y en ejercicios religiosos, cerca del Santísimo Sacramento, acompañado y vigi- lado por su abnegada esposa y por su hijo é hija. Tuvo el consuelo de decir una última palabra consagrada á Dios, cuando una vez el niño mayor del hijo que habia de sucederle en Courtfleld preguntó, en una de esas inspira- ciones con que los ángeles custodios iluminan la mente de los niños, ¿porqué nos hizo Dios? Tomó al niño, y le habló de un modo apacible y reverente, como habla un hombre que vé cercana la eternidad, y siente la formidable gravedad de entenderse con una alma que Jesús ha redimido. Pensaba que nunca abandonaría nuevamente los umbrales de la pequeña igle- sia que amaba. Pero debía acontecer de otra manera, y estaba destinado á morir en tierra lejana. El y su esposa fueron por Setiembre á Biarritz á pasar el invierno, cuyo término no les seria dado alcanzar. Su esposa cayó la primera. Era una mujer de singular piedad, digna de su nombre y linaje; que habia recha- zado casi todo lo que el mundo tenia que ofre- cer, para atender primeramente á su madre, y después servir al enfermo y al desamparado; una hermana de caridad en el mundo; una á quien muchas pobres moradas de Lóndres y muchas cabañas de las orillas del Wye recor- darán y llorarán con gratitud. El lecho mor- tuorio estaba dispuesto para ambos; pero ella partió adelante. Su trance postrero fué — 25 — para él el toque del suyo propio. El habia conocido que cualquier choque repentino seria fatal y estaba pronto aguardando. Ambos se albergaban en la posada de una ciudad estran- jera—lejos de su hogar ó de su patria. Pero no estaban abandonados. Parecía que Dios hubiese esparcido una gran calma alrededor para que pudiesen morir serenamente en su presencia. La buena gente de la casa eran sus servidores solícitos; los sacerdotes estaban prontos á su llamado en cualquier momento del dia ó de la noche; Hermanas enfermeras velaban su lecho; sus numerosos amigos rogaban por ellos en las iglesias, pero no les molestaban; y aun la población general de la ciudad suspendía sus negocios ó sus re- creos en señal de respeto á aquellos que aguar- daban la muerte. Durante esos postrimeros días, sus hijos, que acudían de países distantes á su lado, empezaron realmente á conocer al coronel Vaughan. Sorprendieron su secreto y el secreto de su vida de «lealtad» Se reducía á ser un simple y directo amor personal y de- voción á aquel Dios á quien él conocía como su Hacedor y su Objeto, su Padre y su Amigo.— Su reserva en este punto solamente se rompió á la vista de la tumba. Una vez ántes, durante el último verano, cuando uno de sus hijos iba á tener la ventura de celebrar en su presencia la primera Misa y le pidió que indicase la inten- ción con que debiera ofrecerse, contestó : «nun- ca he tenido sino un objeto ó intención en mi vida, y es pertenecer entera y completamente á mi Dios». Cuando al fln se acercaba rápidamente— 2G — la muerte, parecía como si hubiese soltado su lengua para hablar sobre este único asunto con una espansion y calor que asombraban aun á los que mejor le conocían. El amor de Dios, la voluntad de Dios, la bondad de Dios, la terrible majestad de Dios, eran los asuntos sobre los cuales principalmente hablaba. — Se complacía en rememorar su juventud, y aun su niñez, revelando secretos de su corazón hasta entónces no sospechados; secretos de ora- ción, de intención, de abnegación por amor de Dios. Era un señalado rasgo en la devoción de sus últimos dias dar gracias áDios por todas sus bondades hácia él en su juventud y en su edad madura. También convertía su atención á sus hijos y á su carrera, dejando entender á sus oyentes cuán profundamente había sentido aque- llas largas ó completas separaciones á que ántes habia parecido un tanto indiferente. Su enfermedad fué muy penosa y cansada. Por tres meses enteros nunca se acostó ni durmió mas de pocos minutos á la vez. Sentado en su sillón y reclinada su blanca cabeza sobre su bas- tón, pasaba los dias y las noches orando en su martirio. Su conocida disposición jovialnunca le abando- nó; su paciencia nunca cedió, apareciendo siem- pre su inclinación festiva y fina en su causticidad. Pero no pedia ni una hora de diminución en sus padecimientos. A veces el fervor de su invocación á nuestro Padre Celestial prorumpía en demos- traciones tocantes. « Dejadme arrodillar » escla- maba; « colocadme una vez mas sobre mis rodi- v « lias, para que pueda nuevamente dar gracias á — 27 — « Dios é implorar su.misericordia por todos mis «pecados». Pero no se lo permitían. Entónces suplicaba le dejaran prosternar su rostro, para que pudiera adorar á Dios ántes de comparecer en el tribunal del juicio. Pero tenia que perma- necer sentado y doblada su cabeza, apurando la copa de sus dolores del modo que Dios ordenaba. Alguno le sugirió que todos sus sufrimientos terrenales eran muy leves en comparación con « el peso eterno de gloria » que le sería revelada. « Es ese un sagrado motivo », se esforzó en decir, « muchos encuentran su alivio y consuelo « en él; bástame á mi saber que estoy en las « manos de mi Dios y cumpliendo su voluntad ». Se ha indicado ya que se decian dos misas por dos de sus afectuosos hijos, cada mañana en su cuarto, y que comulgaba diariamente. Estas comuniones eran su fruición anticipada de la paz celestial. El ánsia por el Pan de la Vida pro- dujo en él señalados efectos físicos, como aquel que clama por agua en una fiebre ardiente. La noche ántes empezaba á contar las horas ; el alba de la mañana asomaba con demasiada pe- reza para su ardoroso deseo; y al punto que el solícito sacerdote se presentaba para empezar el santo sacrificio, él estaba pronto y aguardando. Entónces, cuando habia recibido á su Señor, se iluminaba su semblante y olvidábase de sí mismo en su comunión con su Dios. No tenia en aparien- cia ninguna zozobra ó tentación, y esperimenta- ba muy poco temor. El había temido las tentacio- nes del lecho de muerte; pero, en vez de ellas, tenia participación en la cruz de nuestro Salva- dor. No esperimentaba congoja al dejar un mundo— 28 — que habia renunciado largo tiempo ántes. La separación de aquellos de sus hijos que le asis- tían durante su enfermedad, producía sin duda alguna agravación de sus padecimientos. Uno de ellos tuvo que partir ántes que él muriese. Se presentó en el aposento de su padre y se arro- dilló delante de su silla, pidiéndole su bendición. El anciano tomó su bastón, y apoyado en él, pro- nunció una bella exhortación, principalmente invocándolas palabras de la Santa Escritura. Le recordó sus deberes en todas las relaciones de su vida; y después levantando sus brazos, rogó al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, que le bendi- jesen; y posando su mano sobre su cabeza, se despidió de él, diciendo: « Cuando me veas otra vez, estaremos en el seno de Dios ». Todos los presentes derramaban lágrimas; él estaba per- fectamente tranquilo y sereno, y prosiguió con esas plegarias fervorosas con que se preparaba á morir. Al fin llegó el momento de cesar su paciente congoja y de recibir la recompensa de su ardiente anhelo, cumpliéndose la providencia de Dios. En la mañana del Lunes 20 de Diciembre, dijo á los que estaban cerca de él: « Entre seis y siete de esta tarde, mi Dios vendrá á tomarme». Sucedió como lo anunció, y á las seis y cuarto exhaló suave y apaciblemente su postrer aliento. Una buena muerte es siempre una lección de consuelo y esperanza. Una buena muerte, des- pués de una vida larga de abnegación y de temor á Dios, es una exhortación grande y ejemplar. La hora de la muerte es frecuentemente mucho mas que la última hora de la vida. Un hombre que ha pasado su vida purificando su corazón y formándose buenos y fuertes hábitos, es un hombre que ha preparado una agua bonancible para su entrada al puerto. La firme labor de la vida ha destruido las bestias dañinas y recha- zado los enemigos que se agolpan naturalmente alrededor del lecho mortuorio; y el alma queda en calma y serena con el gran propósito domi- nante de su vida— su fiel amor de Dios ardiendo claro y brillante. Esto nos parece leer en la muerte de Juan Francisco Vaughan. Leemos en esa muerte verdaderamente cristiana lo que im- porta tener una sencilla percepción de Dios, y tener la verdadera comprehension del sufri- miento; hallamos la mansedumbre, la contri- ción, la obediencia del fiel siervo de Dios. Le vemos fiel hasta el última momento, aspirando á la visión de Dios, pero firme en observar y celoso en cumplir todos los títulos de la divina voluntad. ¡ Felices aquellos que empiezan en medio de su fuerza y de su salud á practicar la manera de morir con la muerte del justo ! ¡ Di- chosos los amigos, los hijos de este siervo de su Señor, si toman cordialmente el noble ejemplo de su vida y la persuasiva exhortación de su muerte! Y ahora la Iglesia reasume su solemne fun- ción. Su poderosa plegaría en presencia de Cristo, en medio de sus hijos congregados, pro- ducirá una nueva intercesión para que la luz y el refrigerio de Dios no se demoren ya. Unámonos en la oración por estos dos fieles y puros cora-— 30 — zones. Yo sé que pasará mucho tiempo antes que los presentes aquí cesen de recordarlos, ó de rogar por ellos al Señor. tieotibUca á rae ni ¡na Pro^Mitado ante el Honorable (Ymgruso Na- cional por doña María, Hargain, viuda do Pordelaune y do Barrió. imprenta de Juan E. Barra, Rivadlvía »73 y I7f>l BUF.NOS AIRES .