G~P o-o^ CAPITAN DE PATRICIOS POK EL DOCTOR D. JUAN MARIA GUTIERREZ. _ t Publicado kn el Currko dki, Domingo BUENOS AIRES IJITUfüfTA DEL SIGLO, CALLE VICTORIA 153. 1864EL CAPITAN DE PATRICIOS. (POR DON JUAN MARIA GUTIERREZ) ADVERTEim A " Hallándose el autor en una casa de campo, si- " tuada en un valle de los Alpes piamonteses, hí- " zole el honor una señora de presentarle su álbum, " pidiéndole que dejase en él rastros de su tránsito " por aquellos lugares. Aquel libro estaba hermo- 11 seado con acuarelas de famosos artistas, y con " versos llenos del injenio y del sentimiento que " distingue á las obras de Pellico, de Romani y de " Brofferio. Hubiera sido torpeza el ensuciar se- " mejantes pájinas con los tiznes de un lápiz edu- " cado por Mr. Rousseau y por D. José (Juth; y— 2 — M atrevimiento sin disculpa el rimar en espaiíol- " porteño al lado de las estrofas italianas de aque- " líos notables poetas. " Eh tal conflicto, vínole la idea de trazar en " prosa un cuadro que participase de la poesía y " del paisaje (tal cual los comprendía el autor) re- " sultán do el presente cuento, especie de idilio " con lágrimas, cuyos personajes figuran en las " mas pintorescas inmediaciones de Buenos Aires. " Esta composición si no vale mucho, como lo " sospecha el autor, es una de las mejor encua- " dernadas que existen en el mundo, porque el " álbum que la encierra orijinal, tiene por cubierta " la que fué de un libro de devoción de una de " las antiguas condesas de Saboya: de manera, " que "El Capitán de Patricios", á falta de otro " mérito, puede recomendarse á los lectores, por " el mérito de las tapas." EL CAPITAN DE PATRICIOS. Ven, que quiero llevarte A las llanas 7 fértiles orillas Del Paraná famoso; Alli donde se espiara voluptuoso En la alfombra sutil de las ^ramillas; Donde yo fui feliz, donde he dejado, En mil cortezas virjencs (Trabado El dulce nombre de mi amor primero, Y la pisada love De mi tostado potro parejero, Sobre el arena que el pampero mueve. Mientras vivió desconocióla el mundo, Yo que la conocí quedé á llorarla. Petrarca. A la primera luz de undiadel verano de 1811, atravesaba, saludado por el centinela del piquete, el abierto espacio de terreno que hoy se llama plaza del 25 de mayo, un ginete jóven, condecorado con las insignias de Capitán de Patricios. Montaba un caballo oscuro criollo de los Montes grandes, cir- cunstancia que nos ahorra el pintarle tal cual era, grande, descarnado, largo de cuello, delgado de manos, generoso y ligerísimo en la carrera. Era el ginete un gallardo porteño, algo moreno de rostro, y de tan espresiva fisonomía, que aun cuando cerraba los labios, hablaba con elocuencia irresistible á los corazones por medio de dos ojos renegridos como la noche. Caminaba al tranco de su montura; y en el instante en que descendía labarranca por las inmediaciones de dos colosales ombues, mas hacia el Norte del antiguo muelle de piedra, por su actitud melancólica y por el abandono con que dejaba fluctuar las bridas sobre las crines de su oscuro, con nadie habría podido comparársele con mayor exactitud que con el Hi- pólito de Hacine, cuando condenado á la muerte por el Destino salia gobernando sus corceles por las puertas de la ciudad de Tresena. Levantábase el sol sobre las aguas del Plata cor- tejado por densas nubes azules, cargadas de la hu- medad de la noche, como tributo á la ardiente vo- racidad del soberano del espacio. Algunas cabe- lleras, á manera de incrustaciones de ébano sobre la superficie del nácar, sobrenadaban voluptuosas al capricho de las olas y traicionaban la afición al baño matutino y al aire libre, de las hermosas jó- venes, cuyos leves vestidos blanqueaban sobre el verde del bajo. Pues bien, ni el espectáculo siempre nuevo del nacimiento del sol, ni el hallazgo de aquellas Nin- fas que eran de realidad y de sonrosadas carnes, no fantásticas como las de los antiguos poétas, fueron bastante poderosos para hacer que el Ca- pitán volviese la vista á su derecha para mirar, arriba, el astro de nuestro escudo de armas, abajo, una porción casi desnuda del mejor tesoro que entre sus opulencias naturales cuenta Buenos Aires. ¡Tan grande era la preocupación de su espíritu! Veamos, consultando los antecedentes, cuál pu- diera ser la causa de aquella absorción mental dentro de sí mismo, de aquella indiferencia por los objetos esteriores mas atractivos que padecía en aquel momento el simpático jinete del caballo oscuro. » A la edad de veinticinco años largos, que era lo que contaba aquel jóven, habia esperimentado ya, dos de las mas nobles emociones que pueden sacu- dir el alma humana. Discípulo de Fernandez en el colejio de San Cárlos y asiduo concurrente á la Celda del Platón del cláustro porteño, Frai Cayeta- no Rodríguez, habia tenido la fortuna de saborear en los idiomas mas hermosos las creaciones de Vir- gilio y las de los líricos y dramáticos castellanos de los buenos tiempos del reinado de los Felipes. Habíanle entrado al corazón entre torrentes de ar- monía, los conceptos mas elevados, la pintura de los afectos mas puros, las aspiraciones mas jenero- sas, los sueños mas poéticos, los mas hermosos con- sejos de abnegación y de desden por las ruidosas pequeneces del mundo; en fin, el mar entero de grandes é ideales cosas que abrazan y divinizan las musas: habia contemplado lo bello. Por otra parte, sorprendido por las invasiones inglesas en edad ya de manejar las armas, habia si- do de los primeros en enrolarse bajo la bandera de Saavedra en el Rejimiento de Patricios al lado de muchos de sus condiscípulos y amigos. De los pri- meros en las fatigas, de los primeros en el peligro, se señaló en toda ocasión por su disciplina y bra- vura; pero especialmente en las calles de Buenos Aires, saliendo á recibir, arrojado y destemido la marcha de frente que trajeron hasta Santo Do- mingo las tropas aguerridas do Whitelocke. Su corazón habia latido á los nombres de Patria y de honor; el silbo de las balas habia acrisolado *ucarácter varonil, y con estas cualidades se presen- taba entre los campeones de los nuevos , tiempos abiertos por la revolución de Mayo. Aquella mente y aquel corazón tan colmados, se ahogaban sin ambargo, en un inmenso vacio. La gloria, los libros, la perspectiva de los grandes su- cesos que se acercaban para ennoblecer nuestra historia, las emociones de los peligros en la lucha que comenzaba, nada de esto era bastante para dar firmeza á la vaga inquietud que atormentaba al al- ma del Capitán, devorada por una melancolía pro- funda. Un ambicioso deseo le llevaba hacia hori- zontes sin término, á que nunca tocaba y que le huian como esos lagos fantásticos que las combina- ciones de la luz finjen en nuestras llanuras, allí don- de la aridez del terreno es mas grande. Suspiraba por abrazar una impalpable nube que se deshacía en sus ojos como una* neblina, tan pronto como su imaginación la dotaba de una forma y de un nom- bre propio. Andaba su alma constantemente en busca de un pedazo de ella misma, desprendido sin duda, con- tra su voluntad, en algún ensueño de una noche lu- minosa de Estío; y su existencia aparentemente em- bellecida con todos los halagos de la juventud, del talento y de la buena fama, no era en la realidad sino un martirio causado por invisibles verdugos. Sonaba la campana de la torre de la Recoleta, llamando á coro á los moradores de sus silenciosos cláustros, cuando, inclinando hácia adelante su ai- roso cuerpo el Capitán, hizo crujir los bastos de su apero y tomar el gran galope á su caballo por so- bre la verdura silvestre y húmeda de la márjen del — 7 — Rio. El brioso animal devolvía ardientes por sus anchas narices las auras perfumadas, y moviendo las coscojas del freno, entonaba, á su modo, el him- no de orgullo que el caballo de todo valiente de- dica á su señor en agradecimiento á la parte que le concede en la victoria. Mas era llevado por su instinto que por la dirección de la rienda; pero como en aquella misma hora había recorrido repe tidas veces el mismo camino, conocía los senderos mas llanos y salvaba con hábiles rodeos los panta- nos y arroyos formados por la marea. Sin em- bargo en esta ocasión faltóle á pocas leguas el ins- tinto y tuvo que detenerse de pronto ante un cer- cado tupido, formado de ramosos árboles de mem- brillo y de espinosos rosales cargados de las flores que no tienen igual en fragancia. El distraído ginete volvió en sí delante de aquel obstáculo repentino á su desesperada carrera, y examinando con una mirada el sitio y sus alrede- dores, descubrió la puerta de una habitación desde la cual le saludaba un anciano de rostro apacible y de cuerpo vigoroso, haciéndole señas que le invi- taban á aceptar la hospitalidad de aquel vasto te- cho sombreado por un ombú secular y por un bos- que en que se mezclaban los naranjos, los sauces llorones, las palmeras y las variadas especies de los afamados duraznos de las islas. El Capitán contestó urbanamente á las demostra- ciones del anciano, y bajando del caballo que con- dujo de la rienda hasta el umbral, estrechó la ma- no del dueño de casa, y ámbos se sentaron en se- guida en el estenso tronco del ombú, capaz y agra- idable canapé para un coro entero de bien nutridos canónigos. Un negrillo muchacho, se presentó casi al mismo tiempo trayendo la dulce y fragante preparación de yerba paraguaya, contenida en un poro rene- grido, rodeado de una ancha salvilla de plata, co- mo era de usanza entre la jente rica de aquellos tiempos. La comunidad del uso de la bombilla estableció su acostumbrada familiaridad entre aquellas dos personas que se veian por primera vez; y anudaron una sabrosa y cordial conversación so- bre la fertilidad de aquellos terrenos, y sobre las noticias mas recientes que corrían en la ciudad. —Feliz vd., decíale el anciano, que ha de llegar á ver «1 desenlace de la lucha en que nos hemos comprometido con la España; y mas feliz todavía si participa de los peligros que ya desafian nues- tros valientes paisanos en el interior. El cielo les proteja!! En este mismo lugar en que estamos, he dado mi último adiós á Chiclana cuando pasaba al frente de algunas compañías de Patricios ahora po- cos meses. ¡Qué* hombre tan ardiente y tan lleno de fe"! "El pueblo argentino, me dijo al levantarse y tomando ya su caballo de la brida, mostrará que todo es grande y nunca visto en el nuevo-mundo, que sus hijos mas que hombres son héroes, y que saben estimarla libertad en su justo valor, pues han de conquistarla a costa de torrentes de sangre: la mia hierve por derramarse en aras de la Patria." Mi contestación, fué darle un abrazo contra el cora- zón; y al sentir latir el suyo comprendí que aquel patriota tiene una alma tan grande como prócer es su estatura. _ 9 — — Le conozco, señor, dijo ásu turno el capitán: he militado á sus órdenes; es un valiente lleno de serenidad y austero como un espartano. Le he oido arengar á sus soldados, y pocos como e'l po- seen el don de comunicar el entusiasmo. Ama á su pais mas que á sí mismo, y deseo vivamente que me destinen mis superiores al ejercito para acercarme de nuevo é imitar á ese hombre recto y ríjido como su pluma y su espada. —Por fortuna, continuó el anciano, no es él el único entre los patriotas que posea esas virtudes. La revolución ha estallado en su madurez, digan lo que quieran los timoratos y nuestros eternos tutores. Tendrá á su servicio tribunos elocuentes, publicistas acertados, y tantos hombres de guerra como varones cuenta la población del Vireinato.... Estas últimas palabras salieron de la boca del anciano al mismo tiempo que por la décima vez entraba por ella la bombilla de un nuevo mate servido por el negrillo, quien dijo á su amo, mos- trando su dentura blanca por entre una sonrisa llena de satisfacción: "ahí viene la niña." El Capitán distraído como de costumbre, tenia fijos los ojos en el agua de un estanque en el cual nadaban algunas aves caseras, entre cuyas plumas vió reflejarse de pronto la imájen vaga de una mujer; especie de aparición en sus sueños menta- les, que le forzó á ponerse súbitamente en pié co- mo movido por un resorte. Con el sombrero en la mano é inclinado respetuosamente quedó cual una estátua delante de la reci** n llegada, mientras que esta, contestando lijeramente con la cabeza al salu- do del Capitán, acariciaba al dueño de casa 2— 10- dííndole con tiernas y sencillas fórmulas los bue- nos dias. El jó ven distraido, pudo decir que en poco es- pacio de tiempo había visto nacer dos veces la aurora en aquel dia; la del cielo con indiferencia, y esta de la tierra con toda la atención que una alma impresionada comunica á los sentidos que la sirven. Maria, á quien el anciano presento á su huésped como á su hija única y como al ánjel de su consuelo, era, sin exajeraoion una de esas cria- turas en quienes la naturaleza se complace en der- ramar todas las perfecciones, asi como ha querido dotar al colibrí con todos los colores del Iris. Aquel hemistiquio de Virjilio que pudiera tra- ducirse así: con solo caminar muestra que es Diosa, cuadrábale á las mil maravillas, y Dios sabe, si el aventajado discípulo de D Pedro Fernandez no lo repitió entre dientes tan pronto como se levantó del asiento del ombú fascinado por el reflejo del estanque. Alta de estatura, harmoniosa. y digna en los mo- vimientos, sobre un busto superior en bellas pro- porciones á cuanto idearon los escultores griegos, admirábase una fisonomía compuesta de facciones perfectas revestidas con un cutis no igualado por la firme suavidad de las frutas ni por el rosa ana- carado de las flores. Si el alma se manifiesta en los ojos, la discreción en la boca, y los rasgos principales del carácter de una persona en la for- ma de su nariz, puede decirse de Maria que sus afectos debían ser puros y blandos como el peda- zo de cielo azul, que dividido en dos, formaba sus pupilas sombreadas por largas hebras de seda ne- gra: que sus lábios no eran capaces de pronunciar sino palabras veraces, sentidas y consoladoras, así como el fruto de la granada no puede destilar si- no el sumo grato al paladar que mitiga el ardor de la sangre y nos recuerda la Arabia de los aro- mas, de la imajinacion y del injenio: que su nariz fina, transparente, bien proporcionada y flexible, al dilatarse y al contraerse, según los movimientos del seno, era la espresion de una voluntad jene- rosa, y de una constancia digna de la criatura destinada á hacer feliz al esposo y buenos ciuda- danos á los hijos. Como marco de este retrato hecho con cariño por la Naturaleza, que es la maestra de los gran- des pintores, circulaban en torno del óvalo jeomé- trico del rostro de Maria los caudalosos rizos de su cabello negro y ondeado. El mejor adorno de una mujer hermosa es su propia hermosura, desnuda de todo afeite y atavio. Maria seguía esta máxima de buena toilette; pero por amor á las flores y por refinado aseo, llevaba entre el ébano de su cabellera varios jazmines re- cien abiertos, y un vestido blanco, ceñido con una cinta de igual color al de los vivos del uniforme del Capitán. Esta coincidencia habria hecho de Maria la se- ñora de sus pensamientos, en un torneo de caba- lleros antiguos; pero el candor y los hechizos de esta criatura habían avasallado de veras y para siempre el pecho del valiente patricio, abriendo-— 12 — selo repentinamente á esperanzas y alegrías ínti- mas que jamas habia esperimentado. Por lo común, las primeras impresiones de la pasión amorosa son amargas, y proyectan, como el sol al comenzar su carrera, largas y densas som- bras. Pero en el caso presente falló la regla je- neral, y la fisonomía melancólica del Capitán se volvió alegre, agolpáronsele las palabras á la len- gua, y con esa espontanidad que tanto realza al talento natural y á la elegancia no aprendida, tra- bó conversación con la maga que habia tenido el poder de transformarlo con solo el abrir y cerrar de sus ojos azules. —Señorita, la dijo, aquí no puedo considerarme como un estraño, ni lejos de mi puesto. L03 co- lores del vestido de vd. son los de mi bandera, y por consiguiente mi honor y mi deber están en este momento bajo su sombra. Me pongo á los pies de vd. como el mas rendido de sus subal- ternos. —Mil gracias, señor Capitán, le contestó son- riendo con agrado la castellana de aquel castillo sin almenas: han hecho bien los patriotas en tomar esos colores por símbolo de sus aspiraciones. Co- mienzan la redención de un sepulcro, y en defec- to del signo de los antiguos cruzados, nada es mas santo que la imájen del cielo. —Ahí tiene vd. Capitán á Maria, tal cual es, bachillera y patriota bajo la dirección de mi her- mano el clérigo, que se ha propuesto convertirla en el Emebio de Montengon, con faldas; dijo el anciano con un tono equívoco, entre severo y be- névolo. Yo soy un estanciero lego, continuó, y — 13 — también me estoy ilustrando á la vejez, por la fuerza, como aceptaría las viruelas. Creerá vd. Ca- pitán que en esta casa no se puede dormir la siesta? Media hora después de comer ya tiene vd. al tio y á la sobrina, revolviendo libros y leyendo en al- ta voz los Mártires de Chateaubriand y las poesías de un tal Melendez, que según ellos son mas dul- ces que los caramelos del Café de Márcos. Mi hija no toma la aguja para nada: si vd. le examinara los dedos, hallaría en ellos rastros de la pluma; pero no del hilo de la costura. Amigo, no hay duda que los tiempos han cambiado, y que los ta- les ingleses, nos han dejado no sé qué, que ancla en el aire y penetra con él por todas partes. Al escuchar estas palabras tan características en su padre, soltó Maria una risa harmoniosa como la flauta de un órgano, y sacando de entre los plie- gues de su delantal su mano derecha que parecía un ramito de flores del aire, acarició con ella las mejillas del anciano, dándole al mismo tiempo un beso sonoro en la frente. Movió en seguida los de- dos en el aire, y dirijiéndose al Capitán, le dijo: Señor, mi padre es hijo de andaluz y todo lo exa- jera con su estremada viveza. Aquí está el cuerpo del delito, y me parece que no hay en él nada que se parezca á tinta. El Capitán enajenado y absorto de tanta discre- ción y gracia, se adelantó, tomó la mano de Maria, sin darla lugar á que impidiese esta acción, y es- tampó en ella sus labios con una veneración supre- ma. El seno de Maria se levantó visiblemente co- mo una onda del mar, sonrojósele el rostro hasta la raiz del cabello y miró al atrevido diciéndole— 14 — con los ojos: es vd. un audaz.... á quien es pre- ciso perdonar porque no está en su juicio. El Capitán era demasiado discreto y urbano pa- ra no poner término á aquella visita al aire libre, cuyo recuerdo seria en él indeleble y ocupación de todos los momentos de su existencia en adelan- te. Tomó su sombrero, y alargando la diestra al noble anciano, á quien amaba ya como á un pa- dre, le pidió permiso para retirarse y para tener otra vez la ocasión de visitarle á horas mas opor- tunas. —Capitán, le contestó el padre de María, el lúnes próximo estará aquí mi hermano á quien ha de tener vd. gusto en tratar; hágame vd. el honor de venir ese dia á tomar la sopa con nosotros, y ce- lebraremos con una copa de vino añejo mendoci- no la amistad que desde luego le ofrezco á vd. con llaneza. Hasta el lúnes, pues. El jóven patricio recibió las riendas de su ca- ballo, de manos del negrillo cebador de mates, y montando con gracia y destreza sobre su oscuro, hizo una profunda reverencia á María, derramando sobre ella tal corriente del imán de sus ojos ne- gros, que quedó como magnetizada sobre el tron- co del ombú, en cuyas ramas se posaron en el mismo instante dos tórtolas silvestres que comen- zaron á arrullar sus amores. María prestó á aquel canto lúgubre y apasionado mayor atención que la que hasta entonces le habia concedido, aun cuando las mismas palomitas se acariciaban en el umbral de su ventana; y permaneció pensativa por muchos minutos. El padre, al volver, después de asegurada la tranquera por sus propias manos, la dijo: hija mia, qué te ha parecido nuestro huésped? —Tiene todo el aire de un valiente y de un caballero; pero es preciso dar tiempo al tiempo antes de decidir sobre si merece ó nó nuestra amis- tad. Mi tio dice que á los hombres y á los libros no se debe juzgar por el forro: hojearemos el lúnes las pájinas del Capitán, á quien sin duda, la naturaleza ha encuadernado con esmero. María trataba de" disimular á su padre, con es- tas formas lijeras de lenguaje, la profunda impre sion y los sentimientos nuevos producidos en ella por la persona y la conversación del gallardo jóven. El oscuro no regresó al pueblo tan dueño de su voluntad como habia ido hasta San Isidro. Las impacientes espuelas del Capitán se dejaron sentir mas abajo de la carona, y el largo cuello del crio- llo de los Montes-grandes fué mas de una vez he- rido con la lonja de un rebenque manejado por mano poderosa. El ginete quería marchar tan veloz como eran rápidos en su cabeza los pensa- mientos que le asaltaban. Habia clavado con la imajinacion la imájen de María en el azul radioso de la parte sur del horizonte hácia donde marcha- ba, y nombrándola un millón de veces en alta voz, la alababa, la adoraba con las espresiones mas ardientes y los conceptos mas poéticos. Todo su ser era como un golfo de contentamiento sobre el cual sobrenadaba su corazón alijerado de su pasada pesadumbre. El porvenir se le presentaba teñido con esos divinos colores que no deshace ningún prisma, que ninguna sombra empaña, y— 16 — tifien hermosamente el alma de los que aman á un mismo tiempo á la patria y á una mujer. María! María!! ángel, lucero de mi nueva alba, quién eres? Díme, quién te guardaba escondida entre susurro de árboles y canto de aves para sa- nar mi tristeza? Quién te ha hecho tan hermosa, pedazo de cielo, garza de lago tranquilo sombrea- do por sauces que lloran de placer? Sí, tu eres mia. Ay! de quien se atreviera á disputarme tu posesión. Cruz de mi espada, protéjela!.... Y tú, mi fiel amigo, mi pobre oscuro bañado de espuma por el cansancio, ¿asi te pago mi dicha? Tú co- noces el nido de mis amores—el lunes me llevarás de nuevo á él. Estas eran las letanías de amor que entonaba el devoto de la vírjen de San Isidro, mientras galo- paba por la alfombra verde que média entre el agua y las barrancas del magnífico Rio. Apenas el Capitán sacudió el polvo de sus botas y de su vestido, y evacuó los quehaceres del cuar- tel, dirijióse al convento de San Francisco, y lla- mando á su portería se hizo conducir por un her- mano lego, á la celda del padre Rodríguez. El enamorado novel ansiaba por derramar su corazón y consultar su estado. Necesitaba que le escu- chara un amigo, y ninguno mejor al efecto que aquel que nacido con el alma de poeta, prestaba diariamente oido á los secretos de la conciencia en las' rejas del confesionario. La celda del santo varón arrojó al abrirse un perfume suave, emana- do de las frutas maduras colocadas sobre la cor- niza de un ancho estante de libros. Todos los muebles de sólida madera sin pulir, brillaban de limpieza, y en las desnudas paredes, pendía por único adorno, un cuadro del Salvador, no en la cruz salpicado de sangre, sino envuelto en su túnica de Nazareno con la mano diestra levantada, ben- diciendo y aleccionando á las turbas. El habitante de aquella mansión de paz, levantó su hermosa cabeza, no encanecida aun, de sobre el libro que leía, y reconociendo al que llegaba á su puerta, se adelantó hácia él, le abrazó con ter- nura y le preguntó: hijo mió, que te trae por aquí á estas horas? —Aquí llego, mi maestro querido, para referir- le un milagro que se ha operado en mí. —Un milagro! La Providencia puede hacerlos cuando le plazca; pero la física esperimental, mi Capitancito, va disminuyéndolos en número, con lo cual cobra mayor dignidad la creencia cristiana: Nü admirari.... Te escucho. El Capitán, colocado en un ancho sillón de ba- queta oscurecida por los años y el uso, después de besar la mano del sacerdote, contóle detenida- mente, el estado de vaga tristeza en que se hallaba desde muchos meses atrás y la causa del inespera- do consuelo que esperimentaba desde pocas horas antes. —Hijo mió, dijo el franciscano después de ha- ber oido con atención el relato del jóven, te en- cuentras en una edad peligrosa y los estravios de la sensibilidad pueden ser en tí tanto mas funestos cuanto que estas dotado de un corazón blando y de una mente feliz y cultivada. Estás en la edad de las violentas pasiones, y estas son flores con es- pinas que no crecen en los terrenos cansados;— 18 — buscan, al contrario, los vírjenes y fecundos para ahondar en ellos sus raices empapadas en jugos venenosos y saludables á la vez. Ellas entran en el alma de tropel y la conmueven y enturbian y la llevan, como una arista el pampero, por todos los campos de la ambición, por todas las sombras bajo las cuales se sueña lo imposible, por entre las nubes de falsos cielos, hasta que, si no las subor- dina la razón con la ayuda de la doctrina de Jesús, nos hunden en el abismo del remordimiento, que es la imájen terrestre del infierno de la otra vida. La sabiduría única que no infunde risa, es la que conpiste en dar dirección á esas fuerzas que solici- tan con tanta violencia nuestra alma, asi que se siente señora de sí misma. Sofocarlas del todo es un error y una contravención de las leyes morales á que estamos sujetos los hombres. Por eso no te diré que las apagues como luces, sino que las mitigues como á llamas que pueden devorarte. Toma la rienda de tu ambición, por ejemplo, y encamínala á sobresalir por tus virtudes entre tus compatriotas, por tu contracción al deber, por tu abnegación al frente de los enemigos que nos disputan nuestra independencia lejítima. Guarda el ódio para ejercitarlo contra los perversos sin arrepentimiento, contra los hipócritas^ y los ava- ros estériles de corazón que solo viven para su egoísmo. / Pero tú, por fortuna, to encuentras ya libre de las gar *as de esas enemigas de tu felicidad y de tu honra, puesto que han cedido todas á la mas poderosa y noble de entre ellas,—á la pasión del amor, despertado en tus entrañas por una muger — la- que crees digna de tí y capaz de custodiar tu nombre. El amor es el sol de los seres creados: para todos es igual y á todos vivifica. Amor óm- nibus ídem. El corazón sin amor es el corazón de un cadá- ver. El sacerdote lo transforma en caridad y lo derrama entre los pecadores como el vino y el óleo de la Samaritana. El hombre del mundo, como tú, destina de él la parte mas activa para conquistar el afecto de una muger y para abrigar á su calor los hijuelos frutos de un santo y legiti- mo matrimonio. Si María fuese como me la has pintado, digna es sin duda de tu amor. Ámala, ámala mucho, á ella sola, "entre todas las mugeres", en todas las circunstancias, especialmente cuando padezca, y aun cuando (quod Deus avertaf) una enfermedad inesperada viniese á desmejorar sus atractivos. Tus facultades sensibles vagaban antes inciertas y como á obscuras en busca de un objeto en que fijarse, y por esa razón traías inquieto y desabrido el espíritu. Ahora ya has encontrado el blanco de tu cariño, y desde que diste con él has recobra- do la calma de que por fortuna vuelves de nuevo á disfrutar.—Hé aquí, hijo mió, con cuanta facilidad se esplican los misterios y "milagros" de nuestra pobre naturaleza. Estás enamorado, esto es todo. Sé virtuoso, para que el amor no te muestre nunca el lado negro de sus alas. Haz de María una es- posa tan pronto como te sea posible; yo les echa- ré las bendiciones y seré de los primeros en .acari- ciar á tus hijos que serán mis nietecitos en espíri-— 20 — tu. Que tus amores sean tan puros como la auro- ra en que han nacido. Después de escuchar este razonamiento tan lle- no de caridad y de filosofía, el Capitán estrechó al escelente fraile sobre su corazón, bañándole el venerable rostro con dulces lágrimas, y salió de aquel lugar de consuelo mas ennoblecido, mas va- liente y mas enamorado. Apesar del insomnio de aquella noche, cuando á la mañana siguiente se presentó el cautivo de la chacarera ai frente de sus soldados, comenzaron unos á otros á preguntarse: qué tiene nuestro Ca- pitán que parece mejor mozo, mas arrogante y mas cariñoso que de costumbre? Brava pregunta! observó un sarjento que pasaba por oráculo en la compañía,—le habrán prometido el grado de ma- yor, y está dentro de sí celebrando sus pascuas y vislumbrando sus charreteras. Lo cierto es que el Capitán se apartó de sus su- bordinados, dejándoles mas afectos á su persona y mas dispuestos á obedecerle. Es que los deste- llos de la satisfacción interior, son los hilos con que se teje la red de las simpatías, y el Capitán estaba satisfecho y se consideraba afortunado. Felicidad es consonante de bondad, y solo los buenos por escelencia, han merecido en las leyen- das de los santos el título de cazadores de almas. Pero, sin embargo de la espansion que había tomado el ánimo del enamorado de Maria, era es- te de carácter tan selecto, que sentía como rubor en hacer á los estraños testigos de una felicidad que no podia disimular, y parecíale sacrilejio y comportacion de mal caballero, el disipar su alma — 21 — en la atmósfera de la sociedad teniéndola llena de los perfumes de su idolatrada. Encerrado en su casa durante el dia, solo salía á respirar aire mas libre, en las noches, dirijiéndose de preferencia á los poyos de la alameda en donde pasaban para él las horas sin sentirlas, contemplando el cielo retra- tado en el cristal del rio, y recorriendo con el pensamiento el camino que conducía á San Isidro. Entregado á sus dulces imajinaciones no se encon- traba capaz de abandonar aquellos lugares hasta que el reloj de Cabildo sonaba la última campa- nada de las doce, y las velas de los faroles co- menzaban á bostezar en sus mecheros de lata. El resto de las horas hasta la madrugada, también le pertenecían á Maria. Cuando la luz natural amor- tiguaba la de la lámpara del enamorado, sus ra- yos alcanzaban á enjugar la tinta fresca de los precipitados renglones en verso de toda medida, en que el Capitán habia exhalado su amor, su fe- licidad y sus esperanzas. Asi se pasaron las noches'y los dias que media- ron entre la primera y la segunda visita del Ca- pitán á la chacra encantada de la Costa. Apenas amaneció el dia lunes, cuando ya estu- vo en pié el Asistente ocupado en acepillar el uni- forme, en bruñir los estribos,1 y en aperar con es- mero el caballo oscuro del joven patricio, mien- tras que este, apoyado en la reja de un balcón, dirijia, con una que otra palabra, aquellas opera- ciones caseras que se hacían bajo los corredores del segundo patio de un solar heredado de padres en hijos desde el repartimiento de Garay. En fin, en hora conveniente abrióse de par enpar el portón travieso de la casa, y nuestro ga- llardo Capitán, vestido con mayor esmero que de costumbre, tomó la dirección que ya conocemos. Pasó bajo el arco de la Recoba, el centinela del baluarte de la Fortaleza le saludó echando el ar- ma al hombro, y siguió por la márjen del Rio, tratando, en cuanto le era posible, mantener su caballo sobre el verde para evitar el polvo y para no caldear los vasos del oscuro favorito. El cielo estaba nublado y la mañana fresca y hú- meda. Varias mujeres de color, agobiadas bajo el peso de sus bateas de ceibo, rebosando de ropa usada, descendían por las abras de las barrancas, y los patos de laguna se levantaban en bandadas pa- ra dejar libre á la espuma del jabón, el lugar que en la noche habian usurpado á los "pozos de las lavanderas." El paisaje, velado por una neblina tenue, daba cierta gracia misteriosa á la forma de los árboles, á las alturas, á los animales, y las aguas se negaban á relejar, por feas, á las nubes parduz- cas que ensuciaban envidiosas la faz del cielo. Pe- ro, ¿qué le importaban al Capitán estos pormenores de la naturaleza dignos de la atención de un artis- ta ? El paisaje, según lo ha dicho alguien que lo entendía, no está fuera sino dentro de nosotros, y en el interior del ginete del oscuro no había ni ca- bía otra cosa que la imájen de la hermosa costera. Pensando constantemente en ella, llegó aquel á la chacra como á las once de la mañana, anun- ciándose, antes que con su propia voz, con el re- lincho sonoro de su caballo, á cuyas narices había llegado el olor de la flor de alfalfa de los potreros vecinos. — 23 — Aquella habitación de recreo, estaba situada so- bre la barranca, dominando los bañados y en el cen- tro de un terreno plantado de árboles y de bos- quccillos de flores hasta la misma orilla del ancho corredor sostenido por maderas labradas del Para- guay. Este corredor, escelente reparo contra la intemperie, rodeado de bancos de material, circun- daba todas las habitaciones techadas con tejas rojizas. Las puertas daban á él y también las ven- tanas, en cuyas rejas se enmarañaban los mimbres de variadas y floridas enredaderas. Las flores del aire-blancas, en cantidad infinita, formando figuras regulares y festones, ocupaban los espacios dejados en las paredes por las puertas y las ventanas y perfumaban el aire con esa fragancia tan esquisita como pasajera que todavía no sabe imitar el arte del destilador, ni del perfumista. A la puerta de la sala que correspondía al mo- jinete, recibieron al Capitán, el padre y la hija que ya le conocían, y un venerable y urbano sacerdote como de 50 años de edad á quien fué inmediata- mente presentado. Esta vez no se habría, atrevido el apasionado de María, como en la primera visita, á tomarle la ma- no y á besársela: una reserva sijilosa se había apo- derado de él en presencia de aquella criatura á quien tanto amaba, y se sentía torpe en la lengua y como abandonado de su injenio, fértil de cos- tumbre en asuntos de conversación y en rasgos de buena sociedad. Sin embargo, las pocas palabras y saludos que se dirijieron recíprocamente ambos jóvenes, mostraban á las claras cual era la situa- ción de aquellos corazones, y á pesar del embara-— 24 — zo que sentían para comunicarse ante testigos, se advertía bien que si el patricio habia pasado sus dias pensando en su amada, la patriota no lo habia echado en olvido ni por un segundo de tiempo. Aquellas dos almas se entendían, como que ya ha- bían dialogado largamente, por medio de ciertas conocidas corrientes eléctricas, que son desde la era de los Patriarcas el telégrafo de los que se quie- ren bien. —Capitán vd. está en su casa, y en su casa de campo; por consiguiente escuse vd. los cumpli- mientos, dijo el padre de Maria tomando el som- brero y el rebenque del recien llegado y colgándo- los auna percha destinada para este objeto. Aquí ciframos la etiqueta en proporcionar libertad por entero á las personas que nos honran con su visita. Cuando vd. se canse de nuestra charla, ahí está una vihuela sobre ese clave, y si no es vd. aficiona- do á la música, como no lo soy yo, tendré mucho gusto en mostrará vd. ínis injertos de frutales de Europa, y los árboles exéticos que he hecho venir de Jujui y de Tucuman: son admirables. Tampoco le interrumpiremos á vd. si quiere entregarse á la lectura; á bien que no faltan libros;—y señalé con la mano la puerta abierta de una habitación en cu- yo centro se veia una gran mesa de escribir carga- da de volúmenes de todo tamaño. —Mil gracias, señor. Estoy seguro de que ha de parecerme corto el dia para gozar de la conversa- ción de vds: el aburrimiento no puede presentarse aquí donde hay tanta luz, tanta verdura y tan cs- quisita hospitalidad. Creo que el ideal de la vida consiste en cultivar un campo propio, sin abando- nar el cultivo de la intelijencia. La Nobleza del porvenir ha de tomar por escudo de armas' un ara- do y un libro, entrelazados con un gajo de palma. —Amigo mió, está vd. traduciendo mis senti- mientos (esclamé con viveza el clérigo de la casa) y haciendo al mismo tiempo el mas cabal elojio de los buenos resultados de nuestra educación clásica. ¿No es verdad que nada predispone tanto á amar los campos y sus faenas, y la "mediocridad dora- da" del filósofo, como las obras de Virjilio y de Horacio? Y mire vd., Maria piensa como nosotros dos: su lectura favorita es en fray Luis de León, que como vd. sabe ha imitado con tanto acierto las bucólicas del primero de aquellos poetas. —Señor Capitán, señor Doctor en Cánones, dijo, tomando su ancho sombrero de paja el dueño principal de la chacra—ya se han entrado vdes. en un campo que yo no labro: con permiso de vdes. me ausento por corto tiempo, porque el capataz espera mis órdenes para despachar al pueblo unas carretas con leña: hasta de aquí á un rato. Entre tanto, María, tenia pendientes los oídos de las palabras del Capitán, mientras examinaba con aparente distracción unos cuadernos de música que acababa de recibir de España. Por su parte, el huésped feliz, no apartaba un momento la vista del cuadro encantador que le presentaba aquella jéven, vestida como la primera vez que la vié, de blanco y celeste, reclinada sobre el clave, talarean- do en voz baja la música que recorría y dejando que sus rizos negros jugasen resaltando sobre las blancas pajinas de los cuadernos. 4— 26 — Asi que ella advirtió una interrupción en el diá- logo que sostenian los dos aficionados á las letras latinas, volvióse hácia ellos, y mostrando las per- las de su boca, tímida, pero con despejo, les pre- guntó con afable sonrisa, si desearían matar el tiempo escuchándola un romance moderno que habia estudiado la noche antes. El tio le manifes- tó su aprobación con la complacencia de su sem- blante, y el jóven enamorado con un ademan de rendimiento en el cual vió claramente María que el Capitán no tenia otra voluntad que la de ella. La cantora no quiso aceptar la silla que este le ofreció y se mantuvo en pié en el ángulo de la me- sa del clave, sobre la cual colocó verticalmente la guitarra, adornada con embutidos de nácar y de ébano, de cuya materia eran también las clavijas en que se apoyaban los dedos mas blancos y me- jor torneados de este mundo. A los primeros ar- pejios de la vihuela, un pintado jilguero que trina- ba en una jaula de alambres, calló repentinamen- te, y el Capitán sintió húmedos sus ojos de entu- siasmo y conmovido el corazón hasta en las fibras mas ocultas. María levantó sin afectación sus ojos azules, y en aptitud como de escuchar una lección del cielo, canto el prometido romance con voz deliciosa, con sentimiento é inteligencia. Apesar de sus esfuer- zos para no dejar traslucir sus emociones, dió las últimas notas, no con la garganta, sinó con el co- razón, haciéndolas temblar á par de las cuerdas, como trinos de ruiseñor en la media noche. Sus ojos vagos y recojidos entre sus largas pestañas, trataban en vano de disimular las chispas de dia- — 27 — mante con que las sensaciones del alma los hume- decían, y el color de sus mejillas se habia ido po- co á poco apagando como el de una rosa que se marchita al calor. Temblaba el Capitán en su asiento, y aparen- tando enjugar con su pañuelo de cambrai la trans- piración del rostro, lo empleaba en realidad en re- cojer las lágrimas que sin poderlo remediar derra- maba copiosamente. El discreto sacerdote, hombre bondadoso y sen- sible, estaba también conmovido ante aquel espec- táculo interesante, porque sin duda, ninguno lo es tanto como el que presentan dos almas jenerosas y puras que se encuentran por la primera vez, des- pués de haberse buscado largo tiempo con ansia en sus aspiraciones á la felicidad. Conociendo el embarazo y la turbación de los dos jóvenes, tomó un tono lijero y jovial, y esclamó: bravo! bravo! has estado inspirada, María. Pero ¿no es verdad Capitán, que nada tiene de propio el argumento de la letra de ese romance, cuya música no deja que desear? Ese caballero cruzado que va á la guerra de Palestina, llora demasiado la separación de la mujer que ama, siendo asi que la gloria y la relijion, que son dos hermosuras eternas, le piden el auxilio de su espada. Podia vd. encargarse de correjir esos versos, apropiándolos á las circuns- tancias: vd. es militar y poeta y se desempeñará á nuestra satisfacción. Vamos á dar una vuelta por el jardín para que nos sentemos á la mesa con el ánimo alegre y con buen apetito. María que también deseaba mirar el cielo y las flores, saltó como una mariposa desde el umbral— 28 — de la sala hasta la arena lisa de una calle formada de rosas de todo el año y de mosquetas blancas, crecidas á la sombra de la parra que techaba aque- lla calle en toda su estension de cien varas. La madre-selva, de fuerte y voluptuosa fragancia, en- redaba vigorosa sus ramos sensuales á los pilares que sostenían el emparrado, convirtiéndolos en ár- boles vivaces. Varias de estas calles, como diago- nales de un vasto cuadrado lleno de arboleda fru- tal, iban á juntarse en la circunferencia de un cír- culo, formado alternativamente de palmas de las islas, y de naranjos y limos poblados de hojas en todas las estaciones. Los penachos de los palme- ros, á manera de brazos de jigante, se estendian hasta unirse por encima de las copas redondas de los naranjos, mezclando con agrado de la vista los variados matices que resultan de la combinación del verde subido y del amarillo pálido. Del suelo de este círculo levantaban sus vástagos y sus cáli- dos perfumes las plantas de resedá, de helio tropo, de toronjil y de tomillo, formando una atmósfera cargada de las esencias del Paraíso. Varios ban- cos de madera apoyados contra los troncos ofre- cían descanso á los que paseaban el jardín. Cuando el Capitán tomó asiento en uno de ellos, estaba materialmente embriagado con las exhala- ciones fragantes, y loco de amor. María durante la caminata, habia desplegado delante de él todas las aptitudes de una gacela suelta en los prados, y al tomar las flores en sus dedos agudos como el marfil de los picos de las aves, habría merecido que se la comparase con el colibrí cuando be- be el almíbar de los azahares. La ajitacion al — 29 — aire libre y la satisfacción. interior daban realce á su hermosura, y ella lo conocía. La luz del cam- po comunicaba reflejos de ópalo al azul de sus ojos y tornasoles de oro á sus cabellos lustrosos. Habia echado de sí completamente la anterior turbación y la timidez, y conversaba alegre y cantaba y reia, mióntras sentada entre su tio y el Capitán que le sostenían el buen humor, tejía una corona de flo- res (al rededor de una ramita de laurel) con las cortadas por ella en el paseo, de las cuales trajo colmada la falda y recojida de manera que forma- ban sus brazos como las dos asas de un canastillo. — Observe vd. Capitán el gusto artístico con que Maria casa los colores, dijo el sacerdote, con cierta complacencia de maestro. —Rato há que admiro ese talento; pero esta señorita hace algo mas que matizar con gracia los colores: veo que no descuida ni las formas ni el olor, de manera que sus ramos han de ser tan har- moniosos para la vista como simpáticos para el olfato. Capitán, contestó la tejedora de flores, pensa- ba no hacer partícipe á nadie de mi cosecha pues destino esta corona para rodear con ella la jaula de mi jilguero; pero voy á hacerle a vd. un ramito en agradecimiento por la lección que acabo de re- cibir de vd. —Las flores saben hablar, señorita, y las que vd. me ofrece me recordaran que he pasado hoy el dia mas feliz de mi vida—replicó el favorecido, tornando con profundo agradecimiento el ramille- te que le presentaba Maria. —Será un recuerdo tan efímero como el resfalo— 30 — —Será tan duradero como mi existencia, repli- có el Capitán bajando la voz para que solo llegara á los oidos de María. Esta se sonrojó un tanto, no contestó una palabra, y se dió priesa á cubrir con unos grandes pimpollos de rosa criolla la parte to- davía desnuda del gajito circular de laurel. He concluido la tarea, dijo algunos minutos después. En seguida pasando la guirnalda por la cabeza y el brazo izquierdo, y cruzándola sobre el pecho, añadió: señores marcha de frente que debe esperar- nos mi padre para que nos sentemos á la mesa. —Marchemos, mi señora sobrina la Amazona, le contestó el doctor, colocándose al lado del huésped y marchando jovial á la manera de los soldados: Capitán vamos á una batalla sin peligros. —Yo, señor, contestó el enamorado, que como tal lo tomaba todo á lo serio, yo arrostraría los mas grandes á las órdenes de nuestra heroína. Com- prendo en este momento cómo fué que una gran parte de mis jóvenes compañeros de armas de 1807 pudieron ver entre el humo de la pólvora á la vír- jen del cielo que les protejia: divinizaban á la mor- tal que cada uno llevaba en el alma apasionada co- mo un talismán y un consuelo. —Señor Capitán, observó el tio de Maria;—co- mo á poeta le perdono á vd. la interpretación del milagro; pero como católico que soy no puedo con- sentir en él. Me inclino mas al "romance de Riva- rola", que á la prosa de vd. sobre el particular. Maria habia prestado una gran atención á las palabras llenas de novedad del Capitán, y habia sentido latir su corazón y movérsele con violencia como en dirección hácia aquel joven de quien por — 31 — momentos se iba apasionando mas y mas. El tio, advertido de estas impresiones habia tratado de desvanecer aquella que pudiera hacer trepidar á la sobrina en sus creencias, sin dejar por eso de con- venir en el fondo con la sagaz y poética conjetu- ra espresada por el intelijente huésped. En estas pláticas, y siempre Maria al frente, con su gracia y su guirnalda convertida en estandarte de amor, llegaron á las habitaciones en el momento en que el dueño de casa, después de despachar las carretas cuyo chirrio se oia ya distante por el ca- mino de arriba, andaba buscándolos para introdu- cirlos al comedor. —Mis amigos, les preguntó, señalándoles la puerta de éste, ¿qué tal ha estado el paseo? Pero vamos á la mesa y en ella me dirá el Capitán, con franqueza, qué le parecen mis jardines granadinos. Tomando él huésped el asiento que le estaba destinado y desdoblando la servilleta, paseó sin curiosidad la vista por el centro de la mesa, y con- testó á la interrogación del padre de Maria colo- cado frente á él:—El elojio de los jardines de vd. lo están haciendo ahí, con toda la elocuencia de sus matices y perfumes, las flores que llenan esos gran- des vasos. Y tan hermosas son, que no temen la rivalidad de esos frutos agrupados al pié de ellas como proyectiles de guerra. En cuanto á la dis- tribución del terreno, me parece sencilla, así como único en su especie, aquel magnífico cenador cen- tral formado con las dos especies de árboles que mas se diferencian por la forma. Con razón llama vd. "granadinos" á sus huertos, porque esta idea de entrelazar el árbol del desierto al de los azaha-— 32 — res, ha debido venir hasta vd. entre la sangre an- daluza de su familia paterna. Puede ser también sujerida por el mas milagroso de los instintos. Vd. tenia la conciencia de que merecía ser feliz, que debia ser padre y que habia de darle el cielo una hija digna de vivir en el Edén, y vd. adelantándo- se á los tiempos, tuvo la feliz inspiración de cons- truir esta habitación y de plantar estos jardines co- mo para la señorita Maria. —Eso es, señor Capitán, una jaula de mimbres pintados, bien sahumada, como para una cotorrita, dijo esta interrumpiendo con presteza al agudo dis- cípulo de D. Pedro Fernandez: pues sepa vd., añadió, que mas de una vez desciendo al bajo y me acerco bien á los juncos, hasta humedecer los pies en el agua, para tomar á mis anchas el olor silvestre de los camalotes, hastiada de aspirar el de los claveles y madre-selvas. Y con mayor frecuen- cia, tomada de la mano de mi tio, me ando por ahi jdq rancho en rancho, con mi pan en el bolsillo, co- •miendo churrascos revolcados en la ceniza del fo- gt>n de los cegadores de las Lomas. Si viera vd. que buenas son esas jentes y cuánto me aman! Por supuesto que siempre es para mí el mejor asiento, es decir, la cabeza de vaca mas entera.... y la bom- billa de lata menos abollada. Así, vd. vé, Capitán, que esta avecilla se contentaría con cualquier jau- la, con tal de gozar en ella aire bien libre y que la dieran el alpiste con gracia y cariño. El tio, mientras duraba este rasgo espontáneo del carácter encantador de la sobrina, se sacudía de risa y derramaba en los manteles, sin poderlo evitar, el vino que servia en las copas para asentar — 33 — el primer plato. Al pasar la botella por sobre el cubierto de Maria, dijo, haciendo el ademan fin- jido de llenarle el vaso: vino puella fuget. —Eso es, tio amado, écheme vd. latines y econo- mice su néctar de Mendoza, que no ha de ser tan puro ni sabroso como este de color de crisolitas que nos manda el Paraná con el viento Norte. Y diciendo esto, levantaba Maria á la altura de sus pupilas celestes, el cristal lleno de agua. Los postres, que consistían en compotas de mem- brillo y ciruelas, hechas bajo la dirección de Ma- ria, fueron muy elogiados por el huésped, cuyo pa- ladar era voto, como de persona bien creada. —No se imagine V., Capitán, dijo el padre de aquella, que mi hija cuide solo de nosotros. Tie- ne también una familia particular para la cual des- tina un plato que no ofrece á nadie. —No creo que vdes. tengan envidia del manjar de mis protejidos que consiste en miel silvestre de las islas. Y diciendo así alzó de sobre un estremo de la mesa, una ancha copa de cristal pintado, coii asas y pió de plata, y salió al corredor seguida Je los ancianos y del Capitán, curioso por saber para quién destinaba aquella Hebé costera la ambrosía que llevaba en la mano derecha, mientras con los dedos de la otra hacia un lijero castañeteo como llamando á los espíritus del aire. Adelantó algu- nos pasos bajo el emparrado, é imitando suavemen- te los píos del reclamo délas aves pequeñas, mo- vió la copa sobre su cabeza en todas direcciones, como trazando un círculo mágico acompañado de signos de conjuro. El Capitán, fuera de sí, y sin poder-contener los 5— 34 — pies sobre las baldosas del corredor, como si fuesen las^del suelo de un horno encendido, dirijiase ha- cíala hechicera, cuando estale detuvo, observán- dole que en aquella operación no podia intervenir ningún profano. Al mismo tiempo comenzó á poblarse el aire que circundaba la cabeza de María, con una nube de pica-flores de todo tamaño, zumbando, temblando, y luciendo los tornasoles metálicos de sus inquietas alitas. Ni las mariposas del trópico en torno de una rosa musgosa, ni la lluvia de fragmentos de flores sobre una paloma blanca recien bajada del nido á beber el agua de la aurora, tienen punto de comparación con aquella maravilla real superior á las invenciones de los artistas. Las avecitas ru- morosas revoloteaban entre los rizos de su protec- tora y le acariciaban la frente con el vientecillo que hacían al volar, y bajaban después á posarse al borde de la copa, en cuyo líquido sumergían la lengua aguda y prolongada como el pistilo de las flores de que se alimentan. Esta escena duró como un cuarto de hora, du- rante cuyo espacio de tiempo, el semblante de Ma- ría, sério, reflexivo y aun nublado con un ligero velo de tristeza, contrastó con la brillante alegría de los seres que la rodeaban. Un no sé qué de santa presintiendo el martirio, se esparcía sobre su fisonomía, y la rueda de los colibrí remedaba so- bre su cabeza la aureola de beatitud que conquis- tan las mujeres célebres por la constancia en su fé. Por último, la cazadora de aves con liga de miel, arrojó al aire la que quedaba en la copa; y como si — 35 — hubieran saltado las gotas del líquido transforma- das en rubís, en esmeraldas, en topacios, en grana- tes, en conchillas de nácar y en pepitas de oro, se dispersaron bulliciosos y deslumbrantes aquellos preciosos pajarillos, creados en el mismo instante en que la naturaleza sembró en los bosques argen- tinos la semilla misteriosa de la flor-del-aire. Cuando María regresó hacia el corredor, traia el sol de la tarde á su espalda y proyectaba una som- bra fuerte y prolongada sobre la arena en que ca- minaba con paso lento y solemne, como si se sin- tiera fatigada de cuerpo y de alma. Aquella som- bra tocó primero los pies del Capitán, colocado en el centro del corredor, y poco á poco fué cubrién- dolo hasta la cabeza. El jóven enamorado, esqui- sitamente impresionable, se conmovió como una sensitiva y todos sus poros se abrieron como para recibir de nuevo la vida; pero esperimentó al mis- mo tiempo una sensación ingrata cuya causa se esplicó mas tarde á solas, con profundo dolor. Todos sus sueños, desde el primer momento en que conoció á Maria, consistían en contemplarse feliz en lo futuro, unido para siempre á ella, con vínculos sagrados. En sus desvelos escojia el tí- tulo de "esposa" para juntarlo al nombre de su preferida en las infinitas veces que la invocaba. Aquel contacto casual de la sombra de ella, con el cuerpo de él, habíale parecido inopinadamente, un presentimiento de desgracia, representándole como una ilusión, como el abrazo de una sombra, la pose- sión de su idolatrada Maria. Si estas ideas, vagas y sin sentido todavia para quien las formaba, causaban la melancolía del jóven— 36 — eu aquel sitio verdaderamente encantado ¿por qué razón la jentil y espiritual niña, rodeada del amor de los hombres y hasta del de las aves, y de todos los bienes del mundo, estaba también mustia y en- tristecida? —Vaya, María, díjola el tio, advirtiendo esta si- tuación de ánimo en su sobrina: pensativa has que- dado; ¿qué te han dicho tus pajaritos? —Muchas cosas tio. —Muchas cosas! Pero, veamos cuales son, que no todos, como tú, entendemos el idioma de los habitantes del aire. —Qué curioso es V! Si me pusiera á traducir mi conversación con los colibrí, disgustaría á mi Señor Padre, y le confirmaría en la idea de que soi una visionaria. —No, hija mia, habla, habla. Quisiera que el Capitán pasase un buen rato oyéndote soñar des- pierta, como acostumbras. Yo también tengo cu- riosidad de saber lo que te han dicho esta tarde esos bribonzuelos que se embriagan con miel; le replicó su padre con el tono mas afectuoso. —No, no, mi padre; otra vez, otra vez será. El Sr. Capitán tiene que retirarse porque ya es tarde y el caballo le espera en el palenque. —Señorita Vd. me despide con mucho injenio, le contestó el huésped; pero tiene Vd. razón de estar cansada de mi silencio contemplativo. La felicidad y la admiración, cuando son verdaderas, son mudas. —Es verdad; tampoco hacen ruido los vasos llenos—y los corazones colmados de sensaciones, — 37 — no hablan —Yo me retiro; adiós Señor Capitán, sea Vd. feliz. —Vé Vd. Capitán, asi es mi María, incomprensi- ble; le dijo el padre, luego que la hija llegó á la puerta del fondo de la sala á cuyo umbral se en- contraban; yo la comparo á su clave cuyas teclas dan sonidos alegres como castañuelas y tristes como dobles de honras. Pero, eso sí, contenta ó entris- tecida siempre es buena y amorosa conmigo, con su tio, con todo el mnndo. No tome Vd. á de- saire su ausencia anticipada: antes de llegar Vd. me decia: es preciso que tratemos bien al Capitán para que nos visite con frecuencia. Y como sus deseos son leyes para mí, Capitán, espero que no dejará Vd. crecer los yuyos en el camino que nos separa, al menos mientras dure la buena esta- ción. El Capitán lo prometió asi y se despidió de sus nuevos amigos con las demostraciones mas sinceras de estimación. Encerróse Maria en su aposento, abriendo de par en par las ventanas para que el aire libre y el ruido de los árboles se asociaran á las sensa- ciones que la embargaban. El peso del alma aba- tia sus miembros, y apenas tuvo aliento para des- ceñirse el cinturon, soltar sus trenzas y reclinarse en los almohadones de un sofá. Allí permaneció mas de una hora, inmóvil como una estatua, con los ojos fijos en el confín del horizonte en donde se juntaban las nubes del cielo y las olas un tanto inquietas del Rio. La firme concentración de su mirada y les movimientos frecuentes del leve eam- bray que la cubría el seno, decian claramente— 38 — que meditaba y sentía, y que en su cabeza y en su corazón se daban cita para resolver el pro- blema de su felicidad, todas las fuerzas morales de aquella criatura intelijente y afectuosa. En seme- jante situación, juntábase en Maria cuanto la mujer puede presentar de encantador y cuantos atractivos dieron en el mármol los antiguos artis- tas á las diosas en quienes creian: el divino Ra- fael se habría echado á sus pies suplicándole que se prestase á ser modelo de una Venus cristiana. Pero el arte humano condenado á vivir de la ras- trera imitación, estará eternamente privado de contemplar y de copiar cuadros que solo se pre- sentan entre misterios á los ojos de Dios, como se presentaba él de María á la media luz de la tarde. María se sentia transformada, y á veces se pal- paba á sí misma creyéndose otra, sorprendida de sentir y de imajinar cosas que jamas, ni en sueños, habia concebido. Por el instinto y la lectura adi- vinaba la existencia de lo que se llama "amor;" pero los libros que le permitían frecuentar, habla- ban de este sentimiento en lenguaje trivial, risue- ño, análogo á aquella gastada imájen del niño ceguezuelo que hiere los corazones con flechas doradas y aprisiona con grillos de rosas. Mientras tanto, ella se sentia iniciada repenti- namente en un gran misterio. Las ideas risueñas é infantiles huíanle como sus colibrí dispersos, para dar entrada en el alma que antes ocupaban sin ri- vales, a los pensamientos graves, á la contempla- ción del porvenir, á la idea de otro mundo do- méstico cu que no figuraban solos su padre y su — 39 — tio. Parecíale que estos no eran ya suficientes para llenar todas sus aspiraciones, para sostenerla en el camino de la vida, para hacerla dichosa, en fin, porque la noción de la felicidad se le presen- taba bajo diferentes condiciones que antes. Hasta allí habia sido dueña de su imajinacion, la que, sana y sin nublados, paseaba á su arbitrio y sin rémora por los objetos de su elección; y su inte- lijencia, como una cera, se amoldaba y contraía sin obstáculo á las materias mas variadas. Ahora, una sombra con forma determinada y con nombre propio, venia sin ser llamada á colocarse, no solo delante de sus ojos, sinó delante de todas sus ideas, distrayéndolas y dándoles siempre una mis- ma dirección. El susurro de las hojas y el canto de las aves, eran para ella la voz de aquella som- bra; las nubes del poniente tomaban para ella la forma de la misma sombra, y hasta la de su cuerpo la sorprendía creyéndola la imájen real de aquella visión de todos sus instantes. Cuántas veces no se ruborizaba al advertir, que tendía los brazos nwquínalmente para estrechar su ilusión, y cuando sintiéndose desfallecida de ánimo buscaba en esa misma ilusión un apoyo, y pretendía reclinarse en ella! El mas poderoso de los sentimientos, enseño- reado de Maria, desarrollaba en ella las facultades poéticas que constituían casi esclusivamente su naturaleza. Dentro de ella resonaban las es- trofas armoniosas de un poema que ninguna pluma ha acertado á escribir; y para que nada faltase á su perfección, la melancolía guiaba el ritmo y daba sus penombras á ese poema concebí-do en aquellas entrañas de Musa. La producción de su alma se fué de este mundo con ella, porque hay concepciones que por demasiado bellas no pueden representarse con palabras. Pero algo podra traslucirse de la obra por las acciones de la poetisa. Cuando interrumpió su meditación, encendió dos bujías de cera perfumada, y las dos llamas rosadas iluminaron un cuadro al oleo que representaba la subida al cielo de la Vírjen, llevada entre nubes sobre las alas de una multitud de ánjeles. Maria oró delante de aquella imájen, heredada de su madre, y en seguida, acercándose á una cómoda de Jacaranda tallada á cincel é incrustada en nácar, sacó de una de sus numerosas gavetas varios úti- les de costura y se puso con precipitación á ple- gar en forma de círculo la franja de seda celeste que había llevado de cinturon durante las dos vi- sitas del Capitán. Aquella prenda de su vestido se transformó entre sus dedos, en una elegante cucarda, que era por aquellos tiempos el distintivo de los amigos de la revolución. Cada pliegue, cada puntada de aquel talismán pátrio, representa- ba un pensamiento, una aspiración, un suspiro de Maria, cuyo corazón habia tomado tanta parte en la labor de su aguja que quedó como si hubiera subido la falda de una montaña, y se arrojó sobre el sofá en donde de nuevo se sumerjió en sus re- flexiones. Estando así, acertó á entrar por una de las ventanas una de esas ráfagas locas que soplan en la alta noche, y se produjo en el silencioso apo- sento un sonido vago y armonioso. Maria tembló como una sensitiva. Parecióle oir una voz que la — 41 — saludaba, suplicándola hiciese sonar la suya; porque el viento habia producido aquel ruido, sacudiendo la caja de una guitarra que pendía de la pared á la cabecera del sofá. Púsose en pie y echando ansiosa la vista por la oscuridad de los jardines, descolgó el instrumento, apagó las luces que aun ardian frente á la imájen de su devoción, y exhaló su duda, su amor y su melancolía, cantando una canción cuyos versos y música nadie le habia ense- ñado. Hé aquí esa especie de globulillo de aire, que se escapó de entre sus dedos, teñido con los tenues é indeterminados colores de la melan- colía : Sombra de mi dia Nube de mi sol: Kra una esperanza, Corrí de ella en pos, Y al ir a gozarla Nada so volvió; Cual sombra en el dia Cual nube en el 10L Sombra de mi vida Nube de mi sol, Figura velada De triste crespón; Malhechora Maga, ¿Por qué oscureció, Tu sombra mi dia, Tu nube mi sol? Sombra de mi dia Nube de mi sol; Imájen que pasas Diciéndome adiós; ¿Por qué despiadada Tu aliento sembró, De sombras mi dia Do nubes ni i sol? G— 42 — Sombra de mi dia Nube de mi so); Tormento de una alma Nacida al dolor; Eres mi esperanza Que se deshojó; La sombra en mi dia La nube en mi sol. Sombra de mi vida, Nube de mi sol, Funesto te agrandas A esta hora en que Dios Envuelve en la nada La luz que pasó, En sombras el dia Y en nubes el sol. La voz de María, suave y querellosa como la de las auras en el ramaje, incitó la de las avecillas cercanas, que confundiendo la luz ya pálida de los luceros con la del alba, adelantáronse á saludarla con todo el entusiasmo de sus gargantas. Para ellas era como siempre aquella aurora, la Mensaje- ra del dia que con dedos de rosas hace brotar el contento de en medio de las tinieblas; mientras que para la torcaz herida que acababa de arrullar en su guitarra, era un espíritu siniestro que huía envuelto en la mortaja de la noche, dejando tras de sí las tristezas de la mañana. Qué contraste en- tre estas dos harmonías; entre los gorjeos en la arboleda y el canto del aposento; entre la cons- tante alegría de la naturaleza y el frecuente des- abrimiento del alma humana! Dura compensación del don déla intelijencia! El ave, es verdad, es- perimenta también sus dolores, puesto que los jue- gos de un niño ó los placeres de un cazador pue- — 43 — den dejarla sin hijos y sin compañero. Pero en la primavera inmediata volverán á bullir en el nido los polluelos, y la dicha presente borrará completa- mente de la memoria del instinto el dolor de aquellas pérdidas. Mas quién podrá borrar de los recuerdos.de una mujer el naufrajio que sufrió en su corazón, una de sus esperanzas, uno de sus sue- ños? La oración lavará sus remordimientos; pero las estigmas que le abrió el amor no se cicatriza- rán en ella con los bálsamos del cielo. No se mostraba aun el sol, cuando salió María de su aposento y comenzó á pasearse por los jar- dines, cuyas flores recien engalanadas con el rocío, se mecian sobre las ramas al soplo de los aires frescos. Pero la víctima del insomnio de una no- che entera no tenia sentidos para gozar de los colo- res ni de la fragancia de las plantas por en medio de las cuales pasaba distraída, indiferente, desfa- llecida, suspirando, casi llorosa, con el cabello suel- to y con los ojos rodeados de un tinte azul como si las lágrimas hubiesen desteñido sus pupilas. A veces caminaba de prisa; á veces, deteniéndose, levantaba la cabeza hácia arriba, y movia los lá- bios como si orase ó pronunciase algún nombre que la infundiera amory veneración á la vez. Iba á sentarse en uno de aquellos bancos sombrea- dos por palmas en donde en presencia del Capitán habia tejido la guirnalda para su jilguero, cuando sintió el galope de un caballo que se acercaba. María, sin poderse contener corrió hácia la tran- quera, y apenas habia andado la mitad de una de las calles del jardin, cuando enfrentó con el Capi- tán que caminaba con paso acelerado, visiblemen- v— 44 — te inquieto, y como quien duda de si comete ó no una acción represensible. Según las reglas de la táctica hipócrita de los salones, María debió volver la espalda á aquel atrevido que en horas desusadas violentaba las puertas que la hospitalidad mas jenerosa le habia dado á conocer. Pero ella, virtuosa y candorosa de veras, se dejó llevar de sus impulsos primos, y se dirijió hácia el hombre á quien ella habia depura- do de toda flaqueza en el crisol ardiente de su co- razón, en donde constantemente mantenía su imá- jen. A fuerza de elevarse, abrazada con esa imá- jen, á las rejiones donde su alma vivia, el Capitán habíase convertido, en la mente de María, en un ser perfecto, en un caballero "destemido y sin ta- cha," en una idealización del talento, del valor y de la virtud, en un hermano que la sociedad le traia ya que la naturaleza se lo habia negado, en una porción de ella misma. Tan hondos fueron los pensamientos que le consagró desde que lo vió por la primera vez, que confundiendo la intensi- dad con la duración, se imajinó que eran años, años de intimidad, las pocas horas trascurridas des- de la entrevista al borde del estanque bajo la som- bra del ombú. —María!!! —Capitán! Casi á un mismo tiempo, y como dos notas uní- sonas, se oyeron estas dos esclamaciones que exha- laron aquellas dos almas como para confundirse en una sola. Las manos también se confundieron, y las del Capitán fueron inundadas en las lágrimas — 45 — y en los sollozos de María, que no podía contener su apasionada emoción. —.-Perdón, mi antiguo amigo de ayer, díjole Maria. Piense vd. de mí lo. que quiera: la natura- leza me ha hecho mujer, pero no me ha enseñado á disimular. Yo le amo á vd!! Y como si cometiera una debilidad, y al adver- tirlo se sublevase en ella el noble orgullo de su pura inocencia, clavando severos los ojos en el Patricio, añadió: —Y tanto peor para vd., Capitán, si no me com- prende, si juzgándome por las reglas vulgares del mundo, me toma vd. por una conquista fácil, por una inesperta niña, fascinada por el garbo de su persona y el lustre de sus galones de oro. Peor para vd., lo repito;.. .. pero mil veces peor para mí, porque morirían todas mis ilusiones, se enluta- ría mi alma y me vería obligada á despreciar á quien tanto estimo. Si fuesen burladas estas lágri- mas que caen de mis ojos, no las volvería á enju- gar ningún hombre sobre la tierra: correrían, sí, de arrepentimiento ó de desesperación sobre las manos martirizadas de mi Cristo de marfil, que co- locaría para siempre y sin rival, sobre mi escapu- lario de monja Clara. O usted ó Dios. —Maria, ánjel mió! esclamó el Capitán fuera de sí y estampando respetuosos y ardientes besos en la delicada diestx'a de aquella criatimi verdadera- mente anjeHc&L Si vd. me ama, yo la adoro á vd., pero no como vd. lo merece. Ye no soy digno de ser dueño de tanta belleza y de tanta jenerosidad. Vo venia á pedir temblando, una mirada de com-— 46 — pasión, una leve muestra de interés; una palabra de consuelo y de esperanza, y vd., Maria, pone en mis manos su corazón deshecho en llanto! Com- prenda vd. mi felicidad: ni un instante se ha apar- tado de mí la imájen deliciosa de vd. desde que la conocí. He vivido solo para vd., fuera de mí, co- mo un autómata cuyos resortes dependían de la voluntad de Maria: sin ella yo no quiero ni la feli- cidad ni la existencia. Pero, vd. ha hecho de mí una criatura perfecta, lo adivino, un ser con una alma semejante á la suya. A ese ser es al que vd. ama, al que no ha temido confesar su amor y con- sagrárselo sin miramientos. Pobre de mí, que no puedo ofrecer á vd. sinó las dotes de un estudian- te y de un soldado, las virtudes del colejio y del cuartel; el agradecimiento de un hombre común, la lealtad jurada sobre un acero sin brillo aun, y una pasión sin mas mérito que ser la primera que una mujer me inspira! Pero, Maria, al lado de vd. quien no llegará á ser bueno, á acercarse á ese ideal ante cuya idea me anonado? Sí, yo seré digno de , vd. y seremos felices. —¿Felices?.... repitió Maria, interrogando, en un tono desgarrador de duda y» de deseo. Será posible, Capitán, añadió con solemnidad, que se realice en este mundo y dure en él, la felicidad tal cual yo la comprendo? Será verdad que con las manos asidas, como ahora las tenemos, podría- mos pasar la vida amándonos?. .. . Imposible!! A estas palabras trocáronse enteramente los pa- peles de este drama. Maria, gravemente serena, con el rostro inspirado de una Sibila leyendo en el porvenir, profundamente triste como presintiendo próximas desventuras para su corazón, dominaba y avasallaba el alma del Capitán que se sentía niño y débil ante aquella jóven sublimada por la pure- za del amor recién nacido en sus entrañas. El va- liente Patriqio, apoyado al tronco de un árbol, es- condía el rostro entre ambas manos y sollozaba y derramaba lágrimas hasta el suelo, sin atreverse á mirar á aquella criatura fascinadora á quien tanto amaba y cuya paz él habia turbado para siempre. El corazón se le desgarraba, porque se veia forza- do á poner á prueba el de Maria, comunicándole una noticia que antes de llegar á la chacra se ima- jinaba que fuese recibida con indiferencia. Dando al fin, con gran esfuerzo, una trégua á su llanto, pudo hablar y decir á Maria: —Usted es la señora de mi destino, y desde ahora comienza vd. á ejercitar su imperio. Decida vd. Anoche he recibido la órden de partir dentro de cuarenta y ocho horas para el ejército al frente de mi compañía. Compadézcame vd. y resuelva: mi contestación la darán los lábios de vd. Aunque semejante nueva hizo en Maria el efec- to de un golpe eléctrico, estando, como estaba pre- parada para recibir cualquier desgracia, no alteró visiblemente la serenidad que su ánimo fuerte ha- bia adquirido; y comprendiendo las tentaciones que debian ajitarse en la conciencia del Capitán, trató de fortalecerlo en sus deberes en obsequio al amor mismo que lo profesaba. —Capitán, le dijo, esa órden despedaza en dos nuestros corazones convertidos en uno solo, es tal— 48 — vez mi muerte; pero es preciso obedecerla. Si tu- viera vd. la cobardía de desoir la voz de la Patria y de las obligaciones, no seria vd. para mí un obje- to de cariño sinó de aversión. Nuestro amor debe tener por fundamento la estima y esta se alimenta con actos virtuosos. Parta vd. Capitán: déme vd. frecuentes noticias de sus triunfos y ascensos, mientras yo pido al cielo que le guarde á vd. de todo peligro. —Maria, vd. me arroja de sus brazos.... —No, Capitán, mis brazos estarán fieles esperan- do á vd., un siglo si fuese necesario. .. . —Y á quién recibiría vd. en ellos? Al viejo aguerrido mutilado, al rudo militar ennegrecido por la intemperie y la pólvora?.... —Recibiría en ellos, mas apasionada que nunca, al valiente, al patriota, digno entonces de ser.... mi esposo. —Maria, esposa mia, adiós.... —El cielo y mi amor le protejan á vd. Lloraron amargamente después de este diálogo, hasta que Maria apartando de sí al Capitán, le dijo: los valientes de su compañía esperan á su jefe; y desapareció á pasos rápidos entre las flores, pues- tas ambas manos en los oidos para no escuchar el galope en retirada del caballo oscuro. Caminaba asi Maria hácia sus aposentos, cuando saliéndole al encuentro su buen tío, con el brevia- rio bajo del brazo, le manifestó estrañeza por ha- llarla tan de mañana en los jardines y con un aire visiblemente inquieto. Desde su ventana, que da- ba al camino, habia notado la retirada á galope de — 49 — un jinete que no podia ser otro que el Capitán, y desea ba aclarar un misterio que se complicaba pa- ra él desde el momento en que tropezaba con su sobrina en horas en que por lo común estaba aun recojida. Por supuesto que por la cabeza del sacer- dote no pasó la mas remota idea desfavorable á Maria, cuyos sentimientos delicados le eran cono- cidos mas que á nadie. Pero desde luego sospechó que aquellos jóvenes, apesar de lo reciente de sus relaciones podían amarse ya, y su curiosidad bien intencionada se limitaba á saber si habían tenido ó nó una entrevista y qué era lo que en ella se ha- brían prometido recíprocamente. Averiguación que no creía difícil, porque si él tenia libertad para interrogar á su discípula, esta por su parte confia- ba demasiado en el juicio y en el cariño de su maes- tro para esconderle los secretos de un corazón que era en gran parte obra de aquel filósofo tolerante y cristiano. —Sabes hija mia, la dijo el tío, que acabo de ver pasar á gran galope un caballo oscuro guiado por un jinete parecidísimo á nuestro nuevo amigo, el Capitán de Patricios? He supuesto que vendría á visitarnos y que se ha retraído de llamar á la tranquera por ser la hora demasiado temprana: mas tarde le tendremos en casa. No lo crees tú así? —No tío mío. El Capitán no volverá á visitar- nos en mucho tiempo. ... y quizá nunca mas. —Pues no fué esa la intención que nos manifestó al despedirse la última vez. —El hombre propone y Dios dispone, amado0 — 50 — tío. El Capitán marcha para el ejército dentro de pocas horas. —Y cómo lo sabes? _El mismo me lo ha dicho hace un momento. Al pronunciar María estas palabras tomóle las manos al tio y se las besó bañándolas con lágrimas. —María! la dijo este, lleno de inquietud, hija mia! serénate, cuéntame lo que te pasa. Dios y el cariño que te profeso me dictarán palabras que han de consolarte. Habla mi pobre María, habla. María enlazó su brazo derecho al cuello de su se- gundo padre y caminando á par de este con paso desalentado, le refirió menudamente cuanto acaba- ba de pasar entre ella y el Capitán, pidiéndole per- dole perdón por haberle reservado hasta entonces los sentimientos que el jóven militar habia desper- tado en ella desde aquel lunes en que habia comi- do en la chacra. El buen sacerdote habituado á escuchar con pa- ciencia la relación de las aflicciones de sus seme- jantes, oyó á la sobrina con interés tiernisimo, y después de bien impuesto del estado del alma de aquella noble criatura, apoyando las manos sobre su libro de oraciones, como para inspirarse en la caridad de la doctrina de Jesús, derramó pausada- mente sobre la doliente de amor, la unción de las siguientes palabras. —Hija mia yo no tengo nada que reprocharte- Te ha llegado el momento de cumplir con el des- tino de toda mujer, y amas á un hombre. Te ha- brás engañado en la elección? No lo creo asi. La pasión del amor es espontánea y al parecer irrefle- xiva; pero el instinto de los corazones adiestrados — 51 — en el conocimiento de lo que moralmente es bello y bueno, casi siempre es acertado, porque la buena educación, como lo es la que tú has recibido, tiene por objeto el moderar y dirijir los movimientos primos de las pasiones. Antes de conocer al Capitán han pasado delante de tí muchos jóvenes bien parecidos, elegantes y ricos, para con los cuales solo has sido amable y urbana. Has paseado con ellos por estos mismos jardines, y les has despedido sin que llevaran de tí mas que unas cuantas flores. El uno te parecía orgulloso, el otro sin talento, aquel demasiado pren- dado de su persona, este con instintos comunes, y todos indignos de tu elección. Entre tantos en quienes escojer, por qué has elejido al Capitán? He ahí el secreto de tu corazón, secreto que talvez lo sea para tí misma y que yo creo haber penetrado. El capitán es rico en talento y en instrucción y camina á la gloria por la carrera del honor. El talento y la gloría, noble María, hé ahí las dos aureolas que rodean al hombre que ha conquistado tu cariño y con las cuales te has deslumhrado. Y si todo es vanidad en este mundo, hija mia; si es vanidad la belleza, si el oro es vanidad, si el orgullo del nacimiento es humo vano, el saber y la fama son también vanidad; pero tienen al menos el mérito de que para alcanzarlos sea- preciso ha- cer esfuerzos de virtud, de constancia y tener bas- tante fuerza de alma para despreciar los demás bienes del mundo que valen infinitamente menos. Yo te absuelvo, hija mia, por este modo de pen- sar, si es que he acertado á interpretar tus inclina- ciones; pero sabe que mi conciencia no queda— 52 — tranquila. Ah! la gloria y el talento, cuanto mas elevados llevan la frente ante los ojos del mundo, tanto mas punzantes son las espinas que la envidia, la ingratitud, la vulgaridad les siembra en el ca- mino. Ligándote á uno de esos seres privilegiados mas grandes quo sus semejantes y que resplande- cen por la palabra ó por el heroísmo ¿no partici- parás de esas mismas espinas? No serias mas feliz al lado de un hombre oscuro en quien las rivali- dades y los celos públicos no cebáran jamas el diente y no te espusieran á seguirle en el ostra- cismo o á llorarle ensangrentado sobre un campo de batalla? Y soy yo, tal vez, quien te ha alejado de la dicha silenciosa y casera, dándote á beber demasiado en la copa de la poesía y presentándote espectáculos de la historia que han estraviado tu corazón del sendero de la verdadera dicha! María, esta consideración perturba mi conciencia.... Si alguna vez eres desgraciada, perdóname hija mia la parte que haya tenido en tu infortunio.... Y tu también ¡Dios mió! perdóname. —Ah! mi amado tio, jamas le llevaré á Vd. á mal que haya desarrollado mis propensiones na- turales. Antes que á Vd. tuve por maestro al corazón, el cual siempre se sublevó dentro de mí en presencia de las cosas vulgares y de los hom bres materializados. En cuanto á mi felicidad, no se ocupe vd de ella: soy feliz desde algunos dias á esta parte, porque el vacio de mis aspiraciones está colmado. No hay mayor martirio que sentir el silencio del desierto dentro del alma vagabun- da; que ansiar por el hallazgo en la tierra de la realidad del ser soñado. La melancolia me agos- — 53 — taba como una parásita asida á mi existencia, y la tristeza vana iba cambiando mi naturaleza, haciéndome desconfiada, poco espansiva, huraña. Asi es el hombre? me decia á mí misma, cuando obsérvaba á los que buscaban mi conocimiento y mi trato. Tan ridículo y liviano es el apoyo que la sociedad proporciona á la mujer con el título de marido? Ese que pasa la vida acariciando á un talego ¿será un esposo? El que esclusivamente se ocupa de sus caballos y sus perros, podrá ser el compañero de una mujer sensible? ¿Quién po- drá tener estima por el autómata que vive entre el espejo y su sastre como entre dos graves con- sejeros? Todos eran ricos; pero ninguno del caudal que á mi me seduce. Qué haría yo dentro de una calesa dorada al lado de un hombre estéril de corazón y de intelijencia? Pasaría humillada por entre la multitud envidiosa de mi fausto, por parecerme que iba haciendo el papel de un animal raro sacado á mostrar por el lacayo de un charla- tan. ¿Con qué máscara cubriría mi vergüenza al escuchar las palabras sin sentido ni cultura de un necio? ¿Qué espinas no me mortificarían al tomar en mis manos dinero que fuese fruto de la avaricia ó de la indelicadeza? ¿Soy yo actriz para aspirar al aplauso de la multitud? Soy reina, acaso, para desear subditos y aduladores? Yo quiero ser feliz tio mió, para mí y no para el público. Quiero que mi corazón sea de uno solo; que me respeten los audaces como á cosa sagrada por pertenecer á un hombre digno. Quiero que al apoyar mi brazo en el de mi esposo, me enorgullezca sintiendo que me apoyo en la fuerza de la virtud y del talento.— 54 — Vd. calla mi tio porque me encuentra razón, y porque mis palabras son un mal reflejo de las ideas que Vd. me ha infundido. Mi gratitud será eter- na hacia el maestro que me ha librado del tormen- to de caer llena de vida en poder de un cadáver. La mujer bien educada, está espuesta á la suerte de las cristianas hermosas que caen en poder de berberiscos y pasan de las aguas del Mediterráneo al fondo de un Harem, en donde, idioma, costum- bres, relijion, placeres, les son desconocidos y an- tipáticos. ¿Cómo es que tiene Vd. remordimiento de haber ayudado á su sobrina á escaparse de los piratas moriscos? Vaya que casi me vuelve Vd. mi buen humor. Se vá Vd. poniendo olvidadizo con los años. Muy bien que ha metido Vd. sus dedos en los ojos de mi tijera, cuando murmurá- bamos á solas de los antiguos concurrentes á la Chacra. Todavia recuerdo algunas de las chistosas ocurrencias de Vd. Se acuerda Vd. de aquel gazmoño á quien llamaba Vd. Herodoto porque confundía la heroica patria de Poniatuski con la santa abogada de las muelas? D. Catón de la Mancha, es un apodo creado por Vd. para desig- nar á aquel sibarita cincuentón, víctima de todos los apetitos, gran devoto de la humanidad y ene- migo bilioso de sus favorecedores, que con los la- bios tiznados con Jas caricias de la crápula hablaba de abnegación co no Graco, de virtud como un Arístides, de fortaleza de alma como un Scévola ó un Sócrates, ¡y no era mas que un fanfarrón! —Y estás bien segura, sobrina del alma, de que el Capitán no participa de las debilidades de algu- no de esos tipos? — 55 — —No comprendo esa pregunta, tio amado, des- pués de los elojios que Vd. le ha prodigado delan- te de mí y de mi padre. Hombre es y tendrá sus defectos: yo no he notado en él sino perfecciones, y una gran superioridad sobre cuantos jóvenes se han acercado á mí con intención de agradarme. No es el mas hermoso de entre ellos, por cierto; pero la belleza de su rostro no es la común: no es del esterior, sino interna. El alma mueve ó ilu- mina su fisonomía, y los órganos de sus sentidos no parecen de una criatura de este mundo. . Sus ojos no ven sino que hablan, y su voz piensa y siente al mismo tiempo que convence por la seduc- ción de su armonía. Vd. es testigo de sus mane- ras: no se puede dar mayores muestras de urbani- dad y de blandura que las que él me ha dado, y no obstante, he temblado delante de él, porque su intelijencia y su fuerza moral me han subyugado toda entera.... — Tú no podías sino amar así, María; con exal- tación. Pero, créeme:—en este mundo l,a felici- dad es compleja. Es preciso que el alma y el cuer- po satisfechos, la una en su conciencia, el otro en su bienestar, se armonicen para constituir esa fe- licidad, objeto de todos nuestros desvelos y afanes. El Capitán es, sin duda, digno de tí; pero es militarla patria lo llama á la lid, "á la lid tre- menda," como dice nuestro Luca, y la Patria tiene un altar demasiado ancho para que se contente con pocas víctimas.... —Mi tio ¡por Dios! no continué Vd.; no evoque Vd. el espectro de la muerte entre ól y yó. Hor- rible divorcio!!____y sin embargo, posible. Pero— 56 — ya se lo he jurado: "él ó Dios." Mi resolución está tomada, y espero tranquila el porvenir, porque ninguno de sus fallos me tomará desprevenida. Hágase, señor, tu voluntad!!! María pronunció estas últimas palabras de la oración por excelencia, levantando las manos y los ojos al cielo, arrojando dos lágrimas que rodaron enteras por sus mejillas y se perdieron en su seno. Apercibiéndose de la impresión producida en su tio, trató de dar otro jiro á la conversación é hizo la siguiente pregunta cuya contestación le interesaba: —Y será larga esa guerra emprendida en el alto Perú? r —Hija mia, propones un problema para cuya resolución no soy yo el mas aparente. Nuestra inesperiencia es grande en materias militares. El entusiasmo suple á la ciencia y el valor á la disci- plina. Los Licenciados se hacen jenerales y los oficinistas caudillos; los artesanos infantes y los gauchos granaderos montados. Así comienza nuestra revolución armada. Pero la causa es buena. Es preciso sublevar el Perú y hacer allí amable y deseada la libertad como lo es á las orillas del Plata, para que el poder español se ahogue por sí mismo en la capital de aquel vasto Vireynato, en Lima que es el Madrid del Pacífico. La masa de aquellas poblaciones es una mezcla de antigua barbarie y de preocupaciones inoculadas con la conquista. Ahora treinta años se subleva- ron en ódio á la raza blanca; pero no por las altas razones que motivan nuestra revolución. Ellos comprenden la libertad como las Alpacas y las — 57 — Llamas, para vivir holgados y holgazanes al aire libre de sus cerros. Pero esa no es la libertad de Mayo, que nos exije, trabajo, abnegación, virtudes. Puede ser muy bien que esos hombres resistan al bien que pretendemos hacerles. En ese caso, hija mia, la guerra puede ser duradera y peli- grosa. ... —Pero, bien, la razón me dice que cuando un militar ha cumplido con su deber durante algunos meses, tiene derecho á pedir un poco de descanso en sus hogares. —Por cierto que sí. —Pues entonces, yo tengo motivo para esperar tranquila la vuelta pronta del Capitán. Los va- lientes burlan los peligros y la suerte les es pro- picia. Tio mió, déme Vd. un abrazo y la enhora- buena anticipada. . . . Y pronunciando estas palabras, se alzó Maria del asiento y obligó á su tio á seguirla hácia la casa, tomándole del brazo sobre el cual se apoyó,- arrebatándole al mismo tiempo el brevario, cuyas viñetas y rúbricas coloradas examinó distraída mientras atravesaron los jardines. Asi que la sobrina y el tio se separaron, busco" éste á su hermano para comunicarle lo que pasaba en casa y concertar con él la conducta que debían guardar para con Maria y para con el Capitán en campaña. El chacarero amaba demasiado á su hija para contradecirla en una inclinación tan ve- hemente, y tenia bastante buen sentido para des- conocer que los obstáculos habían de darle resul- tados contrarios en caso que quisiese ponerlos en el camino de la voluntad decidida de una criatura 8 "— 58 — incapaz de disimular sus resoluciones. Dispuesto á respetar la elección de Maria, no quiso, sin embargo ocultarla cuales eran sus deseos y miras con respecto á las condiciones del hombre que él le hubiera escojido para esposo. ' Habría querido, la decia repetidas veces, verte ligada á un rico propietario, ajeno á los negocios públicos, que pasase la vida entre fieles capataces que le rindie- sen cuentas exactas; á un hombre como yo, de quien jamas tu madre tuvo la mas leve queja. Ese hombre, fiel, casero, monótono, si tu quieres, y siempre el mismo durante los trescientos sesenta y cinco dias de cada año te haria mas feliz de lo que te imajinas." Sostenía estas opiniones con toda tranquilidad, apoyándolas en consideraciones juiciosas; pero Maria le desbarataba todos sus raciocinios con el brillo de su imajinacion y con los rasgos bondosamente irónicos que la eran na- turales. Agotada esta materia de discusión quedó •establecido entre los miembros de aquella familia que la señorita habia triunfado, que el Capitán seria su esposo, que Maria tendría libertad com- pleta para comunicarse con él, y que el padre y el tio leerían asiduamente la gaceta para tenerla al corriente de la suerte del ejército patrio. Así que Maria completó su conquista é hizo im- perar su voluntad, se concentró dentó de sí mis- ma y llamó á silencio á todas las alegrías pasadas. Alejó la jaula del jilguero, abandonó los pica-flo- res y echó un velo oscuro sobre sus instrumentos de música. Y, como si temiera que los perfumes la distrajeran de la idea fija que acariciaba en su alma, abandonó el cuidado de los jardines y guar- — 59 — dó debajo de los muebles los vasos de porcelana en que colocaba las flores de su predilección. Veía- sele, dias enteros, clavada la atención sobre un li- bro cuyas pajinas volvía sin leerlas, ó bien cuando el tiempo era hermoso, recorrer los alrededores asistiendo á los enfermos pobres y repartiéndoles pan y limosnas. Una vez prolongó su paseo hasta la ciudad y descendió en el locutorio de las mon- jas Claras, en donde era Priora, una anciana respe- table y piadosa, tia abuela suya por parte de madre. La deliciosa chacra de San Isidro, tan concurri- da poco antes y tan hospitalaria, yacia hundida en la tristeza y el silencio. La vida de sus habitantes que hasta allí se deslizaba al calor de los goces de un hogar sin nubes, parecía sorprendida repentina- mente por el hielo de un invierno inesperado. Las hojas de las plantas no susurraban ya en sus tallos: caídas al suelo se quebraban con ruido funesto bajo los pies distraídos de Maria, de su padre, del sacer- dote, las pocas veces que buscaban las abandonadas sombras de la arboleda. Las largas pláticas, los diálogos chistosos, las réplicas agudas de la discí- pula, las sanas y discretas advertencias del maestro; el estudio cuotidiano y la lectura de los poetas, todo habia desaparecido para dar lugar al desabri- miento de una sola y permanente idea. Comian en silencio, se miraban con timidez, se huian unos á á otros como si temiesen hallarse espuestos á re- proches recíprocos por la causa del sinsabor de que todos participaban. j£l tio persistía en dudar de su talento de educacionista (¡modestia poco común bu los que sedan este título!) abrigándolos escrú-— 60 — pulos que ya conocemos por haber contribuido á desenvolver en la sobrina los instintos romanes- cos de su carácter. María por su lado, agravaba su pena al considerar que su situación acibaraba dos existencias que la naturaleza y el amor coloca- ban bajo la protección de su juventud y de sus gracias. Sin embargo, nunca los vínculos que unian á aquellos tres seres, fueron tan estrechos como des- de el momento en que sus espíritus cayeron en la aflicción. Si materialmente vivían menos en con- tacto que antes, si mas de tarde en tarde se dirijian la palabra, no por eso se habían entibiado aquellos corazones acostumbrados á latir de acuerdo, y se amaban con tanta mas fuerza cuanto que necesita- ban mas unos de otros para soportar y resistir las amarguras que de pronto los habían inundado. El sacerdote, mas injenioso que su hermano para dis- traer á María, propúsola hacer un estudio especial de la jeografia americana, comenzando por la del Perú; y puede asegurarse en conciencia, que jamas jeógrafb alguno desde Ptolomeo hasta Maltebrun, halló quien aprovechase tanto de sus descripciones como aprovechó María de las que le hizo su tio, de las montañas, de los valles, de los caminos al pié de los torrentes, que distinguen al suelo variado del pais de los Incas. En el espacio de un mes se puso en estado de rivalizar con el Barón Haenke y con el Cosmógrafo Bueno, pues sabia de memoria el nombre de todos los pueblos, aldeas y cortijos que median entre Tarij a y Potosí y entre este cerro afa- mado y la ciudud de los Reyes. Inclinada sobre el mapa, pasaban para ella las — 61 — horas como instantes, porque al través de los sig- nos de convención que representan corrientes flu- viales, mecetas, pampas y desfiladeros, descubría con su imajinacion á las huestes patrias en marcha, trepando las cumbres, serpenteando por los valles, reflejando la luz del trópico en sus valientes bayo- netas. Figurábase que aquella familia de bra- vos padecía hambre y sed, y que ella tomaba en el brazo un canastillo abastecido de licores, de pan y de frutas, y 'en alas de su simpatía llegaba hasta ellos, reproducía el milagro de Elias y consolaba á los aflijidos por el amor á la Patria. Era que allí con ellos estaba el Capitán de quien un momento no separaba la memoria: seguíalo paso á paso, en el campamento, en la jornada, en la guerrilla, en el combate que ella fraguaba en sus sueños apoyada en la pared de que pendía la car- ta del Perú. A veces sonreía y se erguía llena de complacencia, porque parecíale ver sobre la falda de una eminencia al prometido esposo, cabalgando sobre su oscuro, levantando en alto la espada y se- ñalando con ella al enemigo al grito de: "á ellos,— Victoria!" Otras veces contraía las facciones como si sintiera dolor en las entrañas mas nobles, porque antojábasele que el Capitán, en una puna comba- tida por los huracanes, yacia sepultado bajo una capa de neblina fría como el hielo. Está por demás el decir que el ausente por quien se desvelaba Maria la daba frecuentes noticias de su salud y de su situación por cuanto correo se des- pachaba del ejército para Buenos Aires. Pero ha- cia ya algún tiempo que no sabían nada de él en la chacra de San Isidro, cuando una tarde en que— 62 — sus habitantes se hallaban disfrutando de los últimos rayos de un sol de otoño, se acercó á ellos un sir- viente trayendo para el Doctor un pliego cerrado con una oblea grande cuadrada y colorada, y mar- cada con gordas letras impresas del mismo color, contraseña oficial de las estafetas de antaño. To- móle el clérigo con precipitación é interés, dicien- do: "reconozco en la letra del sobre la de mi con- discípulo el Cura rector de Humahuaca, noticioso incansable que se pirra por comunicar malas nue- vas. Puede ser que en esta ocasión haga treguad su pésima costumbre." Ordenó en seguida que se encendiera luz en su escritorio, y dando las bue- nas noches se despidió disimulando como pudo la inquietud que le inspiraba aquella correspondencia inesperada. Maria, no menos turbada que el tio y no menos disimulada que él, besó la mano de su padre y se encerró en su aposento, resuelta á no perdonar suplica ni astucia para lograr imponerse de las noticias del de Humahuaca que no podian menos que interesarla por venir de punto tan in- mediato al teatro de la guerra. El sacerdote, después de imponerse de la carta de su condiscípulo, apagó la luz y subió á un altillo en donde acostumbraba rezar en la noche, y hacer sus últimas lecturas piadosas. Maria le observaba desde la ventana de su aposento á oscuras, y llena de inquietudes, de dudas y de curiosidad, ocultan- do con la fina bayeta de un rebozo blanco, ribetea- do con cinta azul, la luz de una bujia, entró al es- critorio á rejistrar los papeles manuscritos que lle- naban la mesa de estudio. A poco andar tropezó con la carta recien recibida y se puso á leerla con — 63 — la ansiedad con que el reo se impone de la senten- cia que acaban de firmar sus jueces. A los pocos renglones lanzó Maria un ¡ay! desgarrador y terri- ble, dejó caer el papel y apagó con suspiros la lla- ma de la vela que alumbraba un trance para ella mas doloroso que el de la muerte. Su amante idolatra- do, el Capitán de Patricios, su esposo futuro, sor- prendido por una emboscada enemiga, habia su- cumbido á los golpes de un grupo de cobardes, á la mitad de los cuales, él solo, hizo morder el pol- vo antes de caer bañado en la sangre que derrama- ba por numerosas heridas. En el pobre corazón hecho pedazos de Maria reventó una tormenta, y al resplandor de uno de sus lúgubres relámpagos de despecho, concibió la idea de abandonar inmediatamente la chacra y aprovechar el rato de la noche para trasladarse á Buenos Aires y encerrarse para siempre en el mo- nasterio, en brazos del esposo celeste de las vírge- nes, ya que el que ella habia elejido en la tierra no existia sino para la gloria y los recuerdos. Asi que el silencio y la oscuridad reinaron en todas la habitaciones, salió Maria de la suya y llamando á su perro favorito (valiente mastin de los cimarrones de la pampa) enderezo sus pasos precavidos hácia la tranquera, y tomó en medio de las mas densas tinieblas el camino del alto, sin darse casi cuenta de sus acciones ni de los peligros á que se esponia en el tránsito. A la madrugada siguiente, delante del altar en donde se celebró la primera misa en la iglesia de las Catalinas, se veia el bulto esbelto de una mujer jóven, cubierto de la cabeza á los pies con un man-— 64 — ton oscuro, á cuyo lado jadeaba vijilante un perro blanco azorado de encontrarse en aquel sitio nuevo para áL Concluido el sacrificio, levantóse la del manto y habló con una de las monjas por la ventanilla de la reja que dá al prebisterio, y de allí se encaminó al locutorio, cuya puerta interior se abrió, y se cerró luego con ruido tras ella, como bí rechinasen los goznes enmohecidos de un sepulcro. María cumplia el juramento espresado tantas veces por ella con estas palabras: ó diob ó él ! NOTICIA mi'' ; SOBRE LA PERSONA Y ESCRITOS &. D. AVELINO DIAZ. POR t'NO I>E SUS DISCIPULOS. BUENOS AIREIS. Imprenta de La Revista.—ltivoJuvitt, ttó