DE LOS DISCURSOS SOBRE UNA COKTSTITtTCION RELIGIOSA CONSIDERADA COMO PARTE DE I.A CIVIL. SU AUTOR EL D. D. GREGORIO FUNES. Dean de la Santa Iglesia Catedral de Cúrdora, Vacion libre é independiente, escrito por un Americano* y publicado con un prefacio por D. Juan Antonio Ldorente. La obra del pro- yecto fue censurada en la curia eclesiástica de Bar- celona, como que contenia proposiciones heréticas, sospecoosas y depresivas de la autoridad de la Igle- sia. Esto dió ocasión á que por parte del Sr. Llóren- te y de D. José Antonio Grascot se escribiese por el primero una apología del proyecto, y por el segundo utia defensa del mismo, en cuyas piezas, al paso que ambos abonan sus proposiciones, se esfuerzan á com- batir la censura. A excepción del proyecto entero todo ha llegado á nuestras manos; pero como los discursos son su fiel suplemento, es sobre ellos que recaerá nuestro exárnen crítico, sin perder de vista lo que con- tiene principalmente la apología. Al mismo tiempo que consagremos nuestra pluma á rebatir sus errores, no malográremos la ocasión de reclamar por la disci- plina de los tiempos puros, en aquello que dejó de observarse por la visicitud de los tiempos, l<¡ ignoran- cia, la ambición de la curia Romana, y de muchasIV príncipes. Como la religión, en cuanto á su policía exterior, toma su carácter del genio, los usos, y la lo- calidad de las naciones, será también uno de nuestros cuidados apuntar aquellas modificaciones y reformas, que dejándonos á los americanos siempre adheridos al centro de unidad, juzguemos convenir á la religión y la patria. Al emprender este trabajo nadie se persuadirá que intentarnos adquirirnos la gloria de autores originales. Harto estúpido sería el pensamiento de producir cosa nueva sobre materias que han tratado tantos y tan su- blimes génios del orbe literario. Tenemos á mucha gloria confesar, que cuanto se encuentre de bueno en esta obra todo es suyo sin que aspiremos á otra, que á preservar del error á nuestros conciudadanos. Es preciso confesar que entre las producciones vi- rulentas que hasta aquí se han introducido en America desde su memorable revolución, deben contarse el proyecto de constitución, y los discursos que sirven de materia á nuestro examen crítico, y en igual grado la apología. Una rápida jjeada sobre estas obras pe- regrinas en nuestros regit ¡jes debe ser suficiente para convencernos, que ellas respiran ese -limento de re- forma anticatólica, que desde el sigl XVI hizo pro- fundas heridas á la iglesia. No disimulemos al autor del proyecto el miserable artificio de fingirse america- no, para captarse la benevolencia de sus paisanos, ni el de disfrazarse con la apariencia engañosa de cató- lico, para ganarse un salvo conducto en el juicio de la nación. El debió advertir, que ni los americanos son tan estúpidos para dejarse enredar en lazo tan frágil, ni el cuerpo nacional tan poco circunspecto para es- perar que fuesen adoptada sus máximas en su misma ley fundamental. Echando el autor en su discurso primero las bases de su constitución religiosa, y pro- poniéndose la duda dt; si la constitución política de los imperios debia tratar también de religión, se decide por la parte afirmativa con respecto á aquellas ¿rentes, que y* vivían reunidas bajo algún sistema religioso. "El número de las personas instruidas y pensadoras, dice, es corto en todas parte?, y parece moralmente imposible atraerjlas demás á perfecta unión nacional sin el auxilio del culto de la divinidad. Aun así considero conveniente preterir el que ya tenían de antemano, para que no tengan violencia en sus reuniones. Los hombres conservan con gusto las ideas religiosas recibi- das de sus padres en la infancia ; y no será pequeño tri- unfo hacerles dejar los abusos introducidos con el tiem- po, por mas perjudiciales que sean á sus intereses." ¡Sá bio discurso ! Y es bien de lamentarse que su autor no advirtiese la incompatibilidad de estos principios con el empeño de que su proyecto fuese reconcentrado en nuestra misma constitución civil. Permitamos gratui- tamente, por un solo momento, que él deje intactas las bases sobre las que J. C. fundó el gobierno de su iglesia, y en su pureza primitiva la doctrina del cris- tianismo ; no podrá negarnos á lo menos, que su pro- yecto está todo él organizado de opiniones sospecho- sas por su novedad, y por hallarse contradichas de los dogmáticos mas acreditados en que nos hemos educa- do. Acabamos de oirle decir, que el número de ¡asper- sorios instruidas y pensadoras es corlo en todas partes. De- mos que estos sean los que abrazan sus opiniones; la consecuencia ulterior deberá ser, que atendidos esos motivos, aun será mas escaso, ó por mejor decir, nin- guno el de nuestros ciudadanos legisladores que se hallan iniciados en ellas. Si esto es así ¿que diremos cuando por la misma lectura de los discursos las vie- sen brotar de las fuentes del protestanismo ? ¿Se atre- verían á ponerlas por elementos de su constitución sin consentir en ser traidores á su fé ? La constitución de un estado debe ser el producto de todo lo que puede dictar el genio,la sabiduría, el juicio y la prudencia. Hacerla grata á los ciudadanos que deben observarla, es uno de los primeros deberes desús representantes. Pero ¿como llegarían á este resultado por una cons- titución que á su juicio, apoyado en el de sus mayore?, les robaee artículos de su creencia, é hiciese un trac;vr torno considerable en su sistema religioso ? ¿No nos ha dicho el autor del prefecto: que los hombres conser- va i: con gusto las ideas religiosas de sus padres vn la infan- cia'* Retener esas ideas, y amar una constitución que las combate son dos conceptos que se destruyen uno á otro. Debió también advertir, que los pueblos me- nos avanzados en conocimientos que otros, se irritan mas con las novedades que hieren su religión y sus costumbres. No vale decirnos que lo que combate son abusos: era preciso probarlo hasta la misma evidencia; y se- ria el último de los delirios encomendar este triunfo á una constitución del Estado. Ella entonces no conse- guiría otra cosa que sostener el espíritu contencioso, introducir la discordia y romper la unidad de la igle- sia y de la república. Sin duda el autor de los discur- sos creyó que sus pruebas convencerían á todo el mun- do, y dejarían nuestros ánimos docilizados para some- ternos n la constitución sin la fatiga de motivar sus re- soluciones. ¡Insoportable orgullo, y testimonio bien claro de la prevención que lo ocupa á favor de su va- nidad ! Nos esforzaremos á probarle poco después que las pesó en la balanza nada fiel. A fin de extender mayor luz sobre las ideas de los discursos se hace mérito en el prólogo del mal empleo, que de la palabra Religión han hecho á un tiempo la C«rt« de Roma, los frailes y clérigos ajesuitados, no con otro destino, que el de significar con ella sus intereses honoríficos, y pecuniarios. Nada mas incoherente é ino- portuno. Los menos versados en la historia saben muy bien, que hubo siglos en que la ignorancia y los desórdenes inundaron la iglesia y los Estados. Como la ignorancia es el origen de la superstición, era con- siguiente, que bajo el velo de Religión se procurasen aprovechar de las pasiones, y de la credulidad de los pueblos para adquirir poder, reputación y riquezas, j Pero fue este vicio exclusivo de la Curia de Roma, de los frailes y clérigos ajesuitados que aun'no exis- tían? ¿Que mayor injusticia que atribuirles á ellos VII solos los vicios del tiempo ? Los reye6, los grandes, los magistrados, todos participaron del mismo conta- gio. Por lo que respecta á la iglesia universal, ella siempre hizo leyes sábias, pero las pasiones rompen muchas veces los frenos mas santos. Merece que co- Siemos aquí el testimonio de un sabio que nunca pue- e ser sospechoso al autor del Prólogo (1) "J. C. dice, que ha prometido que las puertas del i fiemo no pre- valecerán contra su iglesia, no prometió conducirla siempre por gefes ilustrados y virtuosos. Ella fue per- seguida, luego triunfante; era preciso también que fuese humillada á fin de que saliese victoriosa de to- das esas pruebas que la hubiesen destruido si hubie- ra sido obra de los hombres." Se infiere de este pasa- ge, que, si bien ministros corrompidos alteraron en la edad media la disciplina de la iglesia, nunca su depra- vación llegó á punto de abusar del nombre de Religión para alterar su creencia. Esto es precisamente loque el autor del Prólogo debió probar para facilitar el abri- go de la nueva constitución, supuesto que ella no tra- ta de meros puntos disciplinares, sino de artículos muy esenciales á nuestra fé, y en oposición a sus opi- niones. Pero, ya nos había dicho, que apenas había un ca- tólico ilustrado que no conociese ta verdad de estas nue- vas máximas-, asi por los triunfos que, por espacio de tres siglos, se habían conseguido, como; según dice después, " porque la traducción de la Biblia en len- gua vulgar multiplicó el número de personas sábias, que leyendo los libros santos, han visto por si mismo no ser cierta la explicación dada por los presbíteros á muchos textos, y que se abusa notablemente del nombre de Religión para intimidar á los débiles, in- cautos, ignorantes, y fanáticos; llamando herege á cual- quiera que descubre una verdad destructora del er- ror que había prevalecido por la malicia de unos, ig- norancia de otros, interés de todos." (1) CondUJac cap. 1, lib. 2, f. 3.vm Analizamos un poco esta ct'lebre tirada preguntán- dole al autor, de qué triunfos habla, y quienes son los que los han conseguido ? Para que sea al caso la respuesta debe decirnos, que esos t riunfo» son los que disfrutan las opiniones dr los discursos, y estos debi- dos á los dogmáticos célebres que respetamos por sá- bios y católicos. Pero por su desgracia solo a fuer de ser un atrevido que se burla de Dios y de los hom- bres, ha tenido la audacia de afirmarlo. Unas de las principales opiniones son, que el poder legislativo de la Igb-sia no esíá por institución de J. C. en solo el cuerpo de Pastores, sino en la congregación general de todos los Cristianos, que los Concilios Ecuménicos por sí solos no son infalibles en materias dogmáticas .- que la perpetuidad del vínculo matrimonial solo es relativa á no poder este ser disuelto por autoridad Í>ropia, pero sí por la automlad suprema, &c. Muy ejos de obtener triunfos «>stas opiniones entre los Ca- tólicos, son el objVto de su escándalo, y se hallan to- das anatematizadas por los Papas, por los Concilios, y por el juicio universal de la Iglesia, como lo proba- remos en su lugar. Ya por esta parte vamos viendo qu*> la falsedad y la impostura son las armas favoritas á las que el autor fia sus conquistas. Aun nos será mas sensible esta verdad si examinamos á quienes atribuye los decantados triunfos de su doctrina. El no nombra en especial otros que los sábios que se for- maron sobre la vulgata en lengua vulgar. ¡Triste sa- biduría la que no pudo ver la luz sitio en brazos de este débil recurso! (1) Pero á lo menos, siendo es- ta la mas privilegiada entre lo9 que dan al espíritu propio el derecho de interpretar las escrituras, debia ser muy considerada por el autor. Con todo, somos de opinión que á otro escuadrón de sábios adjudica también estas victorias. Mas estos seguramente no son los Jersones, los Bosues, los Fleuris, los Pe- (t) La llamamos débil porowe BM concebir que á lo menos., sin eJ «so de la lengua latina en que están los padres de la iglesa, pueda formarse un aábiu sobre esta materia. IX dros de Marca los Tomasinos, los Bergieres, y otros muchos que se han hecho memorables en la ciencia del dogma y de la disciplina. Las opiniones de es- tos sábios serian siempre el vergonzoso suplicio dei autor si por una apostasía mas vergonzosa aun no diese la preferencia á un Barbeirac, un Mosheiro, un Daille, un L'Clerec, un Brucker, y otros protestantes de quienes se ha nutrido. Está ya tan palpable y demostrado este hecho, que para convencernos basta apelar á la conciencia mis- ma del autor. Por una previsión anticipada de lo que sucedería á la obra, nos confiesa con todo candor, que en el concepto de muchos se calificará con la no- ta de que se conforma con el sistema de los protestantes. Podemos asegurarle que en esto no se engaña : solo sí en la falsa confianza de que no tendrá por rivales abier- tamente decididos sino á los curiales de Roma, sus ad- herentes, y los clérigos ajesuitados. Todo hombre que ama la religión católica, apostólica romana, y que se duele de verla profanada por el error, esté seguro que se asociará en esta parte á los curiales de Roma, á sus adherentes, y á los clérigos ajesuitados, que desprecia. En satisfacción de cierta clase de hombres que rcs- petan el dogma de la iglesia Romana, aun cuando despre- cien las declaraciones pontificias que á veces se les objetan co- rno dogmáticas, pasa el autor del Prólogo á asegurarles, que los discursos nada contienen que sea opuesto al verdadero dogma. En prueba de ello hace una enu- meración de los artículos que se confiesan; pero por los otros que omite, y por las glosas y modificaciones á que se sugetan los confesados en todo el contexto de la obra, dá una prueba positiva de que su fé es de- fectuosa. Omitiendo hablar de ellos por ahora, con* traigámonos á su doctrina sobre la sumisión que deben dar los fieles á las bulas dogmáticas y á los preceptos del Romano Pontífice. Atrincherado en los principios de que la obediencia pasiva rebaja al hombre de su eafera, que el católico, por serlo, no ha perdido losderechos de su razón, y que por eso quiere S. Pablo, que el obsequio que se hace á Dios creyendo los mis- terios, debe ser razonable, es de sentir que esa sumi- sión al Vicario de Cristo no excluye el derecho de examinar si lo que declara y manda excede los lími- tes de su poder. Nosotros seríamos de la misma opinión si esta doc- trina no la llevase el autor hasta el extremo de una subordinación absoluta y criminal. Nuestros princi- pios invariables son, que las bulas dogmáticas, que han merecido'el consentimiento de los obispos, ó bien formal, ó tácito, tienen la misma fuerza que las deci- siones proferidas en los Concilios Ecuménicos, sin que la renuencia de un pequeño número de prelados pueda influir en que pierdan su verdadero carácter. ¿Que sería de la Nave de la Iglesia si para preservarse de los embates que le suscita la he regía en alta mar, tu- viese siempre que apelar al difícil y lejano puerto de un Concilio general? Mil veces J. C. hubiese permi- tido que fluctuase'di después de haberse pronunciado su Vicario, y teniendo á su favor el sufragio de los obispos, no pudiese reclamar de los fieles una creen- cia dócil y universal. Mientras que falta esta reunión de voces, expresa ó tacita, le es lícito á cualquiera tener en ejercicio su razón; decimos también tácita, porque si á juicio de los prelados la decisión era errónea y ca- llasen,, su silencio sería una verdadera prevaricación. En el evento contrario la razón calla, porque habló Dios por su Iglesia sobre lo que es .superior á su débil capa- cidad- No por eso deja de ser su obsequio razonable, pues queda en aptitud de recojer las pruebas de hecho, que siempre acompañan á la certidumbre del dogma. ¡A que enorme distancia de esta doctrina sana se halla el autor del Prólogo, á pesar de que no podrá decirnos que ella es ultramontana, frailesca, ni ajesui- tada! Con la prevención mas estudiosa describe en su Prólogo las calidades que deba tener una proposi- ción para que ¡r ea dogmática, dejando siempre abier- ta- una callejuela para que ninguna lo ¿ea. Colíjase X£ esta verdad por lo que asienta en orden á las que se ventilan en los concilios generales. Esto en su juicio debe ser " con audiencia de los sostenedores délos dos partidos opuestos entre sí, y que se haya declarado el un extremo como artículo de fé después de larga, imparcial y madura deliberación, con uniformidad de votos, ó por lo menos por un exceso de mayoría tan grande que no deje razón prudente de dudar." ¿-Quien no vé que con esto deja en casi cada palabra una ten- tación de orgullo para evadirse de todos los Concilios generales ? A lo menos el célebre de T rento- está fue- ra de su cálculo, pues que á él no fueron citados los Luteranos y Calvinistas,ni pronunciadas las decisiones con su audiencia. Nada digamos de las bulas dogmá- ticas, porque este género de dogmatizar ni aun es contado por el autor entre los que refiere en su catá- logo, á pesar de que tuviese á su favor los requisitos que hemos exigido para que revistan sus decisiones el carácter de verdadero dogma. Es por esto que son tan de su devoción, como hemos visto, los que respetan el dogma de la iglesia Romana, pero que desprecian las de' duraciones Pontificias que á veces se les objetan como dog~ málicas. Si en el juicio del autor cupo esta suerte tan de- gradante á los dogmas que veneramos, juzgúese la que les ha cabido á los preceptos de la Iglesia sobre su disciplina. En efecto nada mas digno de la execración de un católico que la altanería con que llama muchos de ellos á su tribunal, y los reprueba sin apelación. Ellos no son obligatorios, nos dice, sino meros conse- jos. Oigámoslo: "á esta última clase pertenecen algunas cosas de las que se contienen en el proyecto y dis- cursos ; por ejemplo las máximas de no reconocer como preceptos verdaderos, sino como consejos, los ayunos, abstinencia de carnes, celibato clerical, votos religiosos, asistencia á la Misa, cesación de trabajos en los dias festivos, impedimentos del matrimonio, y y otras cosas de esta naturaleza, todas contrarias á las ideas ultramontanas que nacieron para enriquecer áXII Roma por medio de las dispensas." Como de estap mismas materias trata el autor con mas extensión en sus discursos, y el editor en su apología, no es justo qué, ocupándonos ahora en rebatir sus' conceptos, caigamos después en una fastidiosa repetición. Sin embargo, no podemos excusarnos de decir, que es este uno de los lugares en que siembra el autor un espíritu sedicioso capaz de trastornar la Iglesia y los estados. En el exámen de las leyes canónicas es don- de pretende que su razón individual empuñe el cetro, y que solo pasen las que obtengan el sello de su au- toridad. Así es que calificando las expresadas, ó de antojadizas, ó de interesadas, las desnuda de obliga- torias, y las reduce á meros consejos. Un cristiano que así piensa, ¿podré ser jamas un buen ciudadano? lia Iglesia, así como el estado son dos sociedades que necesitan de leyes: el cristiano que se cree con poder para inutilizar las primeras, debe ser un ciudadano que se juzga también autorizado para abrogar las segun- das. ¿ Que se sigue de aquí? Si no que donde preva- lezca la doctrina del autor quedaría tan dependiente la Iglesia del cristiano, como el estado del subdito, j Estupenda monstruosidad! Después de esto es preciso que el Sr.Llórente haya tocado el último grado de la impostura, y que nos su- ponga en la mas espesa estolidez para decirnos en la introducción á su apología, "que el autor del proyecto no lo escribió para disminuir el número de los artícu- los de fe, ni el de los preceptos de nuestra Santa Ma- dre Iglesia, sino solamente para persuadir, que el go- bierno civil de una nación puede desentenderse prác- ticamente, de obligar y compeler á sus gobernados á creer mas artículos de fe, y observar mas preceptos eclesiásticos, que los reconocidos en los dos primeros siglos de la Iglesia." Pero no inculquemos mas en un punto que tomaremos después con' detenida conside- ración. No pudiendo ocultársele al autor de los Discursos, y del provecto, que estaría al alcance dé todos,ver co- XIII mo se apropian las críticas y las observaciones de los protestantes en esas leyes que rechazan, se proponen salvar esta objeción y hacer menos sospechosa su fe. Su respuesta se reduce á decir; " que los protestantes no han recibido de Dios ninguna inhibición para no conocer las verdades que los Romanos niegan..... Cuando los protestantes sostienen que J. C. fundó la Religión sin esas sobrecargas inventadas en siglos pos- teriores, dicen una verdud para cuya demostración basta leer la Biblia." Nosotros haremos ver en su lu- gar, que algunas de esas leyes, sin ser puestas expre- samente por J. C. á lo menos tienen un origen apostó- lico, y que las otras fueron establecidas por la iglesia con la potestad que él mismo le dejó. El cargo de que el autor se hace responsable á los católicos no consis- te en que diga, que esas leyes no fueron puestas por J. C. sino en que al unísono de ellos le niegue á la igle- sia la autoridad de ponerlas. Esto es á lo que se ar- roja inconsideradamente, sin advertir que caminando asi por los mismos pasas de Lutero y Calvino, dá una doble fuerza á la objeción. Con todo, él se jacta de que admite la parte dogmática, al mismo tiempo que niega el dogma de que en la iglesia hay potestad de dar leyes queJ.C. no puso, según la necesidad del momento. Véase aquí un Católico, Apostólico Romano de nueva y peregrina invención. Por medio de estas innovaciones que promueven el autor del proyecto y su apologista, creen que han pues- to á la iglesia en un deber de gratitud, pues que asi la hacen retrogradar al estado en que J. C. la fundó. Para que la iglesia se creyese cargada de esta deuda de gratitud era preciso que conteniéndose los autores entre los limites del deseo, no procediesen á erigirse en legisladores, y á usurparle el derecho de abolir unas leyes, que á ella sola le pertenece. Pero aun cuando hubiesen señalado así su moderación, y aun cuando fuese cierto que en aquellos tiempos primitivos no ri- gieron muchas de esas leyes que ahora rigen, siempre seria un absurdo pretender que volviésemos á ellosXIV sin el fervor y la pureza de los que los poseyeron. Si es cierto, como lo es, que la virtud hace inútiles las le- yes, y que la corrupción las multiplica, j que extraño es que entonces hiciesen los fíeles por devoción lo que ahora hacen por un deber? Pero nos dice el autor del Prólogo : "J. C. pudo poner esos preceptos bajo la pe- na de pecado grave ; no lo quiso hacer; de lo que se infiere que no con venia, porque si hubiese convenido lo hubiese hecho." Pésima lógica y pueril raciocinio. No es esa la consecuencia que se deduce, si no esta otra: luego vió que por entonces no eran necesarias esas leyes, y con divina previsión de que lo serian en otro tiempo, dejó en la iglesia el poder de establecer- las. Man replican diciendo, que este es el modo de multiplicar los incrédulos por quienes diariamente la Religión es convertida en una farsa cómico-religiosa.— Respondemos que en todos tiempos las pasiones han hecho nacer incrédulos. Se abraza la incredulidad por orgullo, porque ella dá un relieve de espíritu fuer- te para los ojos de los ignorantes, y ridiculiza los pre- ceptos de la iglesia porque siente su peso. ¿ Que ha- cer entonces ? Abolir la Religión y sus preceptos ? ¿ Por que se multipliquen los crímenes se han de ani- quilar las leyes penales ? No, la iglesia en su caso gi- me, exorta, instruye, y tolera abusos que no puede es- torbar ni reformar. No queremos decir por eso que las leyes de que se trata deban ser irrevocables. Ellas pertenecen á la disciplina,y acaso serán mudadas co- mo lo fueron las pruebas á que se sujetaban los cate- cúmenos, las penitencias públicas, y otras muchas mas. Nosotros concluiremos este Prefacio advirtiendo á nuestros conciudadanos,que el libro que impugnamos y otros de esta clase, nada otra cosa se proponen que arrojar entre nosotros la manzana de la discordia, y despertando el espíritu de duda, robarnos el depósito sagrado de nuestra verdadera religión. Les acorda- mos que el cristianismo, asi como lo profesa la iglesia Católica, Apostólica Romana es el único divino, sanio, irreprensible, el mas perfecto, y el mas útil al género XV humano; y que una sola desviación del camino que ella ensena nos llevará á desiertos en que perezcamos por falta de guia. Tiene á mas de esto á su favor, que es la religión de nuestros mayores, y que no podemos respetar sus cenizas renunciando el mejor bien que re- cibimos de sus cuidados paternales. Si Dios por sus altos y profundos juicios permite que nuestra fé sea combatida, acaso es para poner una diferencia seña- lada entre los espíritus ligeros, y los verdaderos fieles, asi como ha servido la revolución para que distinga- mos los legítimos amantes de la patria, de esas almas abyectas, y fluctuantes que la han traicionado. Es pre- ciso, dice S. Pablo (1) que hayn heregías á fin de que se conozcan aquellos cuya fé es á toda prueba. A mas de esto, esos asaltos continuos pondrán á los ministros de la religión en la necesidad de revolver la antigüe- dad, buscar el hilo de la tradición, consultar la historia, nutrirse de laB escrituras, y velar sobre la pureza de nuestra fé. Sin las disputas de los últimos siglos, dice un sabio dogmático, acaso estaríamos nosotros sepultados en el mismo sueño que nuestros padres. (1) 1. Cor. r. 1».Jll Excelentísimo Señor Libertador SIMON BOLIVAR. Es un motivo bien grande de consuelo para la Jímérica ver los cuidados de V. E. por afirmar su libertad, sobre la ba- se indestructible de la religión católica. Jamas olvidaremosi entreoirás pruebas, aquellas memorables expresiones de V. E. m su nota de 8 de Julio de 182 l, al gobernador eclesiástico del obispado de Trujillo. " Quiero que V. S. y todo ciuda- "daño esté entendido, de que jamas disimularé nada de lo que "pueda desviar al pueblo de la moral evangélica, relajar la 41 disciplina eclesiástica, ó deslustrar la magestad del santuario 41 en sí, 6 en sus ministros ; y que antes bien recibirán de * mi autoridad estos sagrados objetos, toda la protección que 41 se les debe, conforme á la ley fundamental del Estado.'1'' Sa- bia muy bien, sin duda, V. E. la S'iblimc combinación dd cria- dor, que destinando al liombre ú la sociedad, quiso que no viese asegurada su existencia política sino por el influjo de la religión. Es de esta sábia combinación, Señor, que nacen las relaciones entre la libertad civil, y las opiniones religiosas. Relaciones, que sometiendo los subditos á las autoridades, y abrazando todas las condiciones basta la soberanía misma por el sentimiento de los deberes y las obligaciones, colocan el pri- mer anillo de esta cadena en las manos del criador. 7 a/ es el encadenamiento de las leyes divinas, morales y políticas. Pues que V. E. protege estos principios, permítame lu libertad de reclamar alguna parte, aunque pequeña, en sus afanosas operaciones ; extendiendo ti conocimiento de estas verdades, im- pugnando los errores que las combaten, y facilitando el cami- no de las reformas útiles, es como se coopera á esos altos desig- nios, y es tomo yo deseo hacerlo ton el pequeño libro, que ten-( xviií ) go el honor de dedicarle. Las obras que yo combato dan á la religión, nueva materia de escándalo. Sn autor á título de lo que se llama progreso de las luces, altera con sofisma la simplicidad de las verdades evangélicas, aniquila los pre- cejttos de la iglesia, y neutraliza los hechos mas constantes de la historia. ¿ Por que fatalidad esas palabras, que solo de- bían presentar el cuadro de los bellos descubrimientos del espí- ritu, solo presentan muchas veces las producciones atrevidas de un orgulloso delirio? Esto es lo que hace el autor de la cons- titución religiosa, y (jí es o/ro) tu apologista. Lleno de un espíritu de novedad, de crítica, de ironía, y de desprecio á to- do lo que sabemos, y queriendo reemplazar en apariencia el bien que destruye en realidad, no hace mas que sostihi i-, los es- tériles esfuerzos de los autores anti-católicos, á las sabias y profundas meditaciones de nuestros padres. Sabe V. E. muy bien, que los derechos que disfruta por razón de su autoridad son todos relativos al bien de los pueblos sujetos á su mando. Es este conocimiento el origen de esa atención piadosa, que le consagra á la religión católica, unida á los desvelos porque ellos gozen, después de tantos ultrages de que los ha libertado, la paz, el reposo, la libertad, y todas las dulzuras de la vida social. Idéase aquí precisamente lo que me anima á esperar, quiera V. E. por honor de la religión, y por el bien de sus sub- ditos, valorar con su protección mi débil of retida, y hacer que triunfe sobre los extravíos del autor constitucional. Esto es lo que implora de V. E. el mas humilde, y el mas obsecuente de sus admiradores. Dr. Gregorio Funes. INDICE. Página Prefacio.......................................................... I LIBRO I. Exámen del discurso primero en que se ponen las bases de la Constitución religiosa. ¡Sobre el primado............................................... 1 Capítulo li. Prosigue la materia del discurso priiiifro so- bre el poder legislativo...................................... 12 Capítulo III. Prosigue la materia del discurso primero so- bre la infalibilidad de la iglesia.............................. 2Í) Capítulo IV. Prosigue la materia del discurso primero. Se prueba que la infalibilidad de los Concilios generales fue reconocida en todos los siglos, y se vindican de las falsas atribuciones que se les atribuyen........................... 40 Capítulo V. Prosigue el mismo asunto...................... S9 Capítulo VI. Prosigue la materia del discurso primero so- - bre el símbolo................................................ 77 LIBRO II. Capítulo I. Sobre el segundo y tercer discurso, que trata de los artículos de la constitución religiosa, y en especial la tolerancia.................................................. 87 Capítulo II. Prosigue la materia del discurso segundo con relación al segundo artículo, y tercer discurso sobre ex- clusión de artículos de fe, y de las leyes eclesiásticas, en especial la misa............................................. 103 Capítulo III. Prosigue la materia del discurso segundo con con relación al artículos IV, y tercero y cuarto discurso. La confesión................................................... 124 Capítulo IV. Prosigue la materia del discurso segundo con relación al V. artículo, y tercer discurso, sobre exclusión de leyes eclesiásticas. La comunión....................... 215 Capítulo V. Prosigue la materia del discurso segundo con relación al 8." artículo, y á los artículos 3." y 4.° El ayuno......................................................... 257 Capítulo VI. Prosigue la materia del cnp. II con relación al art. 9." y al discurso 5". El matrimonio............... 271 Capítulo Vil. Prosigue la materia del cap. II con relación al art. 10 hasta el 14, y al mismo discurso ó." La indiso- lubilidad del matrimonio..................................... 28'á Capítulo VIII. Prosigue la materia del discurso segundo con relación á los artículos desde el 15 hasta el 27, y al oiscurso 6V Ordenes menores, obligaciones del obispo, Mi institución, vicarios y párrocos, fuero clerical, prima-( ** ) do de In iglesia, poder legislativo, bulas 2 y 3. «c 6 ) dicción sobre las otras, sino en el relieve que le daba la multitud de habitantes de la capital, silla del im- perio, y la afluencia de los extranjeros. Va en esto también al unísono el autor, habiéndonos dicho que la superioridad de los papas pareció ser efecto de ser Roma la primer ciudad del imperio Romano. El sábio Bergier. á quien citaremos muy á menudo por ser la principal guia que tomamos, con solo una pincelada hace piezas este modo de discurrir. "Se olvidó Grave sin duda, nos dice, que en tiempo de San Irineo los Emperadores eran paganos, que los papas se hallaban continuamente expuestos al martirio, que en efecto muchos lo sufrieron en este siglo y el si- guiente, y que los cristianos se veian obligados á es- conderse en Roma con mas cuidado que en ninguna parte. ¿Qué relieve podia entonces dar á la iglesia de Roma la corte del Emperador, la afluencia de los extrangeros, y la necesidad de ir allí en solicitudes de sus negocios ? San Irineo no funda sobre esto la primacía principal de la iglesia de Roma, sino sobre que ella era la mas grande, la mas antigua, la mas cé- lebre de todas, como fundada por los apóstoles S. Pe- dro y S. Pablo; en fin, porque ella habia conservado siempre sus tradiciones." Con estos antecedentes ya es tiempo que descen- damos á tomar en consideración el hecho del papa Víctor, á quien el autor de los discursos nos presenta como primer innovador, y la autoridad de S. Irineo con que cree haber abierto una brecha al primado de los papas. Está probado que el papa Víctor nada añadió, pues que su autoridad sobre las iglesias fué reconocida y ejercida en los dos siglos que le prece- dieron. Querer probar lo contrario con la autoridad de S. Irineo, es una temeridad sin apoyo, pues es que- rer ponerlo en contradicción consigo mismo. Impone falsamente el autor de los discursos cuando dice que este santo padre reprendió á Víctor arguyéndole con la práctica de los papas anteriores, y persuadiéndole que la religión no necesitaba de nuevos modos de gobernar. Aquí ( 7 ) el autor falsifica el sentido del texto, pues S. Irineo no le reprende porque use de su autoridad, sino porque en el modo excede sus límites excomulgando á los obispos de Asia, porque no se conformaban con su opinión sobre un punto de mera disciplina, cual era el dia en que debia celebrarse la Pascua. Añadamos por último una reflexión, y esta sea di- ciendo, que aun permitido que en los tres primeros siglos no hubiese vestigios de que los papas ejerciesen su autoridad sobre las otras iglesias, de este silencio ninguna prueba con vivos de fuerza puede deducir el autor á favor de su pensamiento. Solo un huésped en la historia puede ignorar que estos fueron para la iglesia los tiempos de su prueba. Siempre persegui- dos los fíeles por los idólatras y los emperadores, sus templos, dice un sábio historiador, eran las cavernas, y sus altares las manos de los sacrificadores. En nada menos podia pensarse que en tener una policía gene- ral : cada iglesia se gobernaba por sus propias leyes* unidas por una misma comunión, y por la profe- sión de su fé. Por medio de sus cartas se consulta- ban, pero quedando siempre independientes unas de otras. La de Roma gozaba en el concepto público de la primacía, mas sin poder ejercer debidamente toda su autoridad. El senado romano, enemigo impla- cable de un culto como el del cristianismo, que derri- baba los dioses á quienes creía que debia toda su grandeza, velaba mas atentamente por extinguirlo, que lo que velaban sus magistrados. De aquí es que, como observa Condillac, se profesaba ya abiertamente el cristianismo en las provincias retiradas, cuando aun estaba oculto en Roma, y en las provincias vecinas. ¿Que dice ahora el autor de los discursos ? ¿Fué por falta de poder la ninguna influencia de los papas (en el su- puesto dado) ó por el imperio de las circunstancias ? Pero el autor se lamenta del abuso de autoridad que progresivamente fueron haciendo los papas, des- pués de dada la paz á la iglesia, y quiere hacernos ver como la ignorancia de los siglos vino en auxilio de 6ii( 8 ) engrandecimiento. En esta parte catamos de acuerdo, con el. bien entendido, que jamas llevamos nuestra opinión mas allá de lo que nos muestra la exacta ver- dad, y mucho menos hasta el extremo de mirar este poder como un despotismo anticristiano. Para formar- se una cabal idea del aumento de poder que se nota en los papas, es preciso remontar hasta las causas que lo produjeron, líecha esta diligencia con severa im- parcialidad, se verá que las unas nacían de la ignoran- cia y la corrupción general, las otras del vivo anhelo por su justo remedio. La ignorancia en esos siglos tenebrosos llegó á tal punto, que se temían las ciencias como una calamidad, y extendiéndose como una lepra, abrasaba todos los estados y gerarquias. Reyes que no sainan firmar, prelados faltos de Luces hasta la gro- sería, eclesiásticos que para sei% les bastaba saber leer; esto es lo que nos muestra sin ejemplo la bar- barie de estos tiempos. Si alguna vez se vio alguna vislumbre de las ciencias, fué siempre con la corteza del mal gusto que se toma fuera de'las fuentes que les son propias. Posteriormente hubo mas cultura; pero con preocupaciones contrarias al progreso de las luces. Las letras no podían florecer en un tiempo en que los vicios eran tan escandalosos como universales. Entregada la Europa á la anarquía feudal, todo fué desorden, usurpación, escándalo y movimiento. Los bienes de los eclesiásticos tentaban á los grandes y á los pueblos, pero alucinados estos por aquellos, res- cataban sus crímenes pagándoles bieti cara su devo- ción. El poder del cuerpo sacerdotal crecia á sombras de la superstición y la ignorancia. En este tiempo fué que los papas adquirieron.dereehos sobre los pueblos, sobre los príncipes, sobre el clero y sobre los obispos, que fio conocieron sus antepasados. Aquí nacieron las reservas, las gracias espectativas. las anatemas la avocación de las causas, la institución privativa de obispos, y la citación á su tribunal. Aun esto no era tanto como el derecho de quitar las coronas de los ( 9 ) reyes, y el abuso de las excomuniones. Fácil es co- nocer que en este estado de cosas desapareció la ge- rarquía de la iglesia bajo un poder que lo absorvia todo. La ignorancia lo permitía porque faltaban luces 1>ara advertir lo que debía ser. Véanse aquí unas de as causas del engrandecimiento papal. Pero asi como reconocemos el exceso del poder, reconozcamos también su legitimidad. Decir que el ejercicio de todo poder debe ser siempre el mismo en la infancia de los estados, que en el de su virili- dad, en el de sus costumbres puras, que en el de su depravación, en el de la tranquilidad que en el de la ignorancia, sería no advertir con discernimiento su verdadera índole. Todo poder es establecido para el bien de la sociedad, y dejaría de serlo si dejase de obrar según el tono que le diesen las costumbres, los usos y las circuntancías del momento. Según ellas es que S. Pablo le dice á su discípulo Timoteo, ^1) que predicase la palabra, que instase á tiempo y fuera de tiempo: reprendiese, rogase y amonestase con toda paciencia y doctrina. Y sí esto debía practicar un obispo particular, ¿que correspondía á la cabeza de la iglesia? Encomendada de su gobierno razón era, que obrase según sus necesidades; es decir, en los tiempos de su cuna con mas blandura, en los de su adolecencia con mas actividad ; «n los puros con mas templanza, en los de la corrupción con mas fortaleza y energía. Así sucedió: el soberano pontífice, y los obispos de la primera edad siempre en la vigilia del martirio se limitaron á instruir con la palabra y el ejemplo. Sus sucesores debian oponer una resistencia mas activa y fuerte á los corruptores de la fé, y de la doctrina, á los pueblos que no conocían otro derecho que el de la espada, á los reyes que se atrevían á echar la mano al insensario, á los prelados tan simoniacos como vanos, en fin á los eclesiásticos sepultados en la corrupción y la ignorancia. Para que esta oposición (I) F-i i. 2 ad. Tim. cap. 4. v. 2. 3 /( io ) fuo.se con fruto, no debí lorse los papas de los mismos medios que estuvieron en práetica en ios tiem- pos puros : el m I rebozaba de la medida; razón era que el poder llegase hasta la cumbre. Ya hemos confesado de buena fé que este mismo engrandecimiento de los papas causó males incalcu- lables á la disciplina de la iglesia. Los unos malos en todo el cur>o de 150 años hicieron gemir a la iglesia; lo.-, otros en mucho mayor numero de una virtud su- blime, pero engañados con las fdsas máximas del seu- do Isidoro, cometieron enormes faltas. « Estos grandes pap.is, dice el sabio Fleuri, (I) encontraron las falsas decretales (que ya habian aparecido desde el si- glo VIH,) t;¡mbien establec idas que se creveron obli- gados en conciencia á sostener las máximas que ellos leian en ellas, persuadidos que esla era la pura disci- plina de los tiempos apostólicos y de la edad de oro del cristianismo." Pero es preciso confesar, que á pesar de esfe engaño, ellos 'contuvieron á príncipes feroces, sacrilegos, ambiciosos, reformaron las costum- bres, mantuvieron la fé en toda su pureza, y promo- vieron el imperio de las virtudes. ¿Que nos admira- mos de que no siempre fuesen sabios los medios de que usaron ? La ignorancia era general, y solo á fuerza de un prodigio podian preservarse de este con- tagio. Mas siempre es cierto que sin añadir nuevos artículos esenciales á la constitución de la iglesia, de- bieron revestirse de otro poder mas amplio del que antes usaron sus predecesores, y poner en practica Otros recursos qne solo venían ajustados al tiempo en que se obraba. Por lo que respecta á los viciosos, y al exceso de au- toridad que se tomaban los papas, el génio de los tiem- pos modernos reclamaba su reforma. Las letras habían extendido su esfera á la mitad del siglo XV de un modo mas activo y acertado que á la mitad del siglo XII. Con ellas se empezó á ver mas claro, y á desearse la xtin- (I) Discur. 4. ( H ) cion de los abusos que habian desfigurado el semblante de la iglesia. Los concilios de Constancia y Bacilea juzgaron que era preciso reformarla en su cabeza, y en sus miembros. Este fué el grande objeto á que los padres dirigieron sus esfuerzos. Pero ¡qué no pueden vicios encanecidos y profundos ! Por débil que fuese el poder de los papas, él fué suficiente para inutilizar muchos de sus cánones. Una mejor calculación debió hacerles conocer que su conducta era imprudente en unos tiempos en que los príncipes llevaban con impa- ciencia la pesada mano de liorna, y en que el clero estaba cansado de sus humillaciones. Esta fué la épo- ca en que Lutero levantó la voz, y la que abriendo un nuevo campo á mayores males, abrió también caminos al desarraigo de muchos abusos. ¡Oj dá que ellos hu- biesen sido menos cargados de tropiezos, y nos hu- biesen d ido el consuelo de vernos mas cercanos á los tienpos de gloria. Por lo que hemos asentado hasta aquí verá el autor de los discursos, que confesando los católicos la cor- rupción de la silla de Roma, nadie se ha atrevido á ne- garle que es la primera en dignidad y jurisdicción, y que su cabeza visible tiene autoridad sobre todos los miem- bros del cuerpo místico de la iglesia. Las reformas jamás han atentado contra este privilegio, y los que lo intentaron dejaron de ser de su gremio desde este punto, j De que le ha servido pues al autor de los discursos apresurarse á poner por primera base de su obra, que la constitución de la iglesia en algunos de los artículos esenciales, no es la primitiva que le dió Jesucristo? Hemos demostrado lo contrario: está pues desvaratada la primera base de su constitución.( 12 ) CAPITULO II. Prosigue la materia del Discurso primero. Sobre el poder legislativo. La segunda base (1) de esta constitución es que: rtcl poder legislativo pertenece á la congregación ge- neral de todos los cristianos, ó sus legítimos represen- tantes." El proyecto de constitución, del que son un resultado los discursos, contiene esta otra: "el poder legislativo quedó por disposición de J. C. en el cuerpo moral de la iglesia, y no en el Colegio Apostólico." Los censores de Barcelona calificaron estas dos pro- posiciones por heréticas en cuanto su autor intenta despojar á los Apóstoles y á sus sucesores de toda po- testad Eclesiástica. El Sr. Llórente, en clase de edi- tor del proyecto y de su apologista, se quejó de esta censura como infundada, y en su comprobación añade, que lejos da tal idea el mismo capítulo asentaba esta proposición: "por lo tocante al gobierno de las igle- sias, consta de S. Pablo y de los hechos apostólicos, que el Espíritu Santo ponia los obispos para que las rigiesen como rebaño propio de Jesucristo, adquirido a costa del precio de su sangre." En el autor del proyecto y en su defensor, nosotros no vemos sino dos atletas del protestantismo, arma- dos de una táctica análoga al espíritu del siglo. Ellos ponen en uso la división de los poderes legislativo y ejecutiv©, que con razón es tan del gusto de nuestras repúblicas, y fundados en su teoria, modifican el go- bierno de la iglesia, y lo hacen salir de sus verdade- (I) Decimos Ij segunda ei! el órdet) mas natural, aunque el autor la poue pac última. ( 13 ) ros principios. Desde que los reformadores del si- glo XVI negaron la obediencia á los pastores de la iglesia católica, muchos de ellos pusieron por uno de los elementos de su sistema, que los pastores eran los simples mandatarios de los fieles: por consiguiente, que Jesucristo dió la autoridad espiritual á la iglesia, esto es, á la asamblea de los fieles eclesiásticos y legos, y no á los pastores, sin tener estos mas autoridad que la que el rebaño les conceda. Esta fué la doctrina impía de Widef y Juan Hus, que condenó el concilio de Constancia, y la de Lutero y Calvino que condenó el de Trento. Por mas que los autores citados quie- ran paliar sus sentimientos, este será siempre en último análisis el resultado de la suya. Si en el cuerpo de los fieles está el poder legislativo, como ellos quieren, él ejercerá una gran parte de los derechos sacerdota- les, se reunirá para juzgar á la cabeza de la iglesia y á sus miembros, é influirá en la administración del go- bierno sobre todos los pnntos de disciplina, y aun so- bre los asuntos dogmáticos que suscite la heregía. ¿Como negar estas funciones á los legisladores de la iglesia ? \ Mas, ¿ como conciliar esta doctrina absurda escan- dalosa, anticatólica con lo que aprendimos de la misma boca de Jesucristo, y de la de los apóstoles ? ¿Ni como conciliaria con la misma doctrina del autor? Es una verdad sin réplica que para dar el Salvador una idea exacta de la iglesia que fundaba, escogió con especial predilección los emblemas ó símbolos expresivos de rebaño bajo sus pastores, y de familia á la dirección de un padre conductor.(l) Por ellos es que quiso significar un gobierno dulce, caritativo, pa- ternal, y de parte de sus subditos la docilidad, la su- misión y la confianza. Séanos lícito preguntar ahora, ¿en que parte del globo hay un rebaño, ó una familia cuyas leyes deriven de su consentimiento? ¿No sería un extravio de la razón decir que el pastor debe con- (1) Joa. a. 10 v. 11 y 11.( H > sültar á su erci los p ístales donde quiere ser llevada, y que el pudre indagase de su familia el método de su régimen interior ? ¿O lo que es lo mismo, que el rebaño gobierne al pastor, y la familia imponga pre- ceptos á su padre? Esto es lo que por una induceion forzosa sale de esa legislatura ideal, supuesto que, como acabamos de demostrar, y como lo exige por su naturaleza el poder legislativo, de él han de emanar las leyes que gobiernen á los padres y á los pastores. Es en vano que para salvar este mal paso nos diga el Sr. Llórente, que el autor del proyecto "reconoce ser el Espíritu Santo quien puso á los obispos para que rigiesen á la iglesia corno rebaño propio de Jesu- cristo, adquirido al precio de su sangre." Así es como dando un aire de catolisismo á la doctrina, se nos presenta un sistema de gobierno amalgamado de má- ximas evangélicas y profanas ; y por el que, bajo esta máscara, se pretende trasplantar en la iglesia una li- bertad de poder, y de soberanía colectivamente uni- versal, que solo es propia del estado civil. ¿ Como es que los obispos son puestos por el Espíritu Santo para regir á los fieles, si autorizados estos con el poder le- gislativo, están aquellos- bajo su dependencia ? Se nos dirá qne lo mismo sucede en las repúblicas profanas: los magistrados con el poder ejecutivo gobiernan los pueblos, y de estos con el legislativo dependen Jos magistrados, sin que implique contradicción. ¡Insi- dioso cotejo! El que lo haga debia empezar demos- trando, que la iglesia trae su origen de un contrato religioso, como lo trae el estado de un contrato social, y que los pastores son de institución de la iglesia, como los magistrados lo son del estado laical, únicas bases de su dependencia recíproca. Ambas cosas las desmienten las escrituras, y la última es confesada por los mismos autores. A pesar de esto, el apologista del proyecto encuen- 1ra apoyado su sistema en el mismo evangelio: "pues consta de él, nos dice, que tratando de la corrección fraterna, y hablando con S. Pedro Jesucristo, le dirigió ( W ) 4 él mismo la palabra, diciéndole, que si su hermano no hacia caso de su amonestación, diese parte á la iglesia, y si el corregido despreciase la resolución de la iglesia, Pedro lo reputase como gentil y publicano. La superioridad de la iglesia sobre S. Pedro, añade, está bien marcada. . . y siendo S. Pedro superior á los otros apóstoles, Con mayor razón la iglesia lo es á todos."! _ ' ■ *■ ■ »¿t>ut ovitBihohia oboüi uu gfi Todas Ir.s sectas eterodoxns han dqdp á la palabra iglesia el significado que les «bria camjno para eludir el sentídoÉcatólico, y afirmar s*is preocupacipnes, Unos han opinado,que prir ella se significaba da rueba de que sabia luchar contra los desórdenes de a inundación de los bárbaros, de la anarquía feudal, y de las guerras prolongadas de tantos tiranos. Con todo, el interés religioso no era ya el primer principio dominante que obraba en estos actos, porque la am- bición de las autoridades habia ocupado la escena, y aprovechándose de la apatía del pueblo, abria los es- píritus á nuevas ideas de engrandecimiento. Tomán- dose por motivo que "así los presbíteros como los diáconos y otros clérigos inferiores, dice el erudito y sábio Banespen, (1) constituían siempre un colegio, al que presidia el obispo, como su cabeza; pareció justo y natural, que los que formaban ese colegio, eligiesen de ellos mismos al que debia mandar." Gra- dualmente los derechos del clero fueron reasumién- dose por el cuerpo capitular, y es muy probable aña- de este erudito canonista, que á fines del 6Íglo XII la elección del obispo le fuese privativa, como ya lo era á los cardenales la del papa. Estos esfuerzos de la ambición solo fueron señales para que se llegase á otros mayores. Los cabildos usurparon los derechos del clero y del pueblo en las elecciones, enseñando así á usurparse los suyos por Jos papas. Una novedad tan sin ejemplo dejó sin ga- rantías el acierto de las elecciones, y causó disturbios espantosos como veremos en otro lugar. Entretanto véasemos aquí empeñados en hacer que retoñe entre nosotros ese tronco árido y viejo de la antigua disciplina, desechado por los potentados de la Eu- ropa católica, y condenado á que jamas tenga una im- portancia real. No seríamos consecuentes en princi- pios si habiéndonos merecido tantos sacrificios la li- (1) Part- 1. tit. Xlll de clcc. cap. IX.( 26 ) bertad' civil, dejásemos la de la iglesia, como hasta aquí, entregada á los excesos de la arbitrariedad. El resorte demasiado tirante de la opresión provocó la reacción de la libertad civil : así debe suceder en ia iglesia, porque es preciso que todo se encadene en los destinos de la sociedad. Aun parece que tiene algo de mas recomendable esta última, pues que toca & ia conciencia, y es sabido que nadie tiene mas am- plios derechos que su fuero entre los límites de la fé y la moral. La concurrencia simultánea de las dos hará que se presten un auxilio mutuo, y empezando á gustar una simpatía agradable, se estrecharán con lazos indisolubles. Si á las razones generales que ya apuntamos mas arriba, para que vuelva á renacer de sus cenizas la antigua disciplina sobre elecciones é instituciones de prelados, traemos á consideración las que favorecen a la América, ellas sin duda tomarán un carácter mas decisivo. Una de estas es haber preferido para cons- tituirse la América entre los sistemas de gobierno el representativo,, y ser este, según la observación del sabio Mr. Gregoire, el mas conforme al de Ja consti- tución de la iglesia. Interesa mucho oir las mismas palabras de este sabio. Después de habernos demos- trado con las expresiones mas llenas de sentido, que entre el sistema de la iglesia y el de la libertad hay una estrecha alianza, nos dice:(l) "el sistema re- presentativo es la reunión efectiva de una sociedad política, literaria, comercial, ú otra, por la interposi- ción de aquellos que ella ha escogido, y á quienes ha confiado sus intereses. Los publicistas se han dividido sobre el origen de este sistema, del que unos hacen una invención nueva, y del que los otros encuentran algunos rudimentos informes en la antigüedad. Yo ignoro si alguno de ellos ha observado que el sistema representativo es una parte integrante de la gerar- quía cristiana, y que pertenece esencialmente á su constitución. Desde la edad media hasta el presente, " fn ~J5n»5yñ IiistoiTOü sobre las libertado* de la iglesia Galicaua, cap. Uo. ( 27 ) el depotismo eclesiástico y civil han usurpado mu- chos le sus derechos, pero no están ellos apagados. ♦'Desde el primer siglo, la iglesia ha sido represen- tada por sus concilios : los unos ecuménicos, los otros regionarios, nacionales, provinciales, y por las sino- dos diocesanas. Los pastores, obispos, y sacerdotes son miembros de estas asambleas respectivas, pero en- tonces el pueblo concurría á elegirlos." Hasta aquí el Sr. Gregoire. Vemos por esta célebre autoridad, lo primero: que la constitución de la iglesia y la nuestra van univoca- das, si no en el todo de sus partes, á lo menos en el íbndo del sistema. En segundo lugar, que los prelados miembros constitutivos de los concilios, hacían una do- ble personería del pueblo; la una como sus pastores, destinados por J. C. á guiarlos y representarlos en los casos donde se tratase de su interés, como era en esas asambleas; la otra como puestos y elegidos por el mismo pueblo. Aquella tocaba en la escencia misma de la constitución, esta en lo accidental; porque sien- do de mera disciplina', podia padecer alteración. Pe- ro por eventual que sea esté influjo de su propia na- turaleza, nadie negará que la representación que trae su origen de este principio, tiene un título muy reco- mendable en ia estimación del pueblo. Este ama sus propias obras, y por esta dulce ilucion debe también acariciar sus frutos. Las leyes que, congregados en Jos concilios les impongan, serán recibidas con agra- do, y las creerán hechas por ellos mismos, en fuerza de aquel poder legislativo que habían ejercido sus co- mitentes. Esta fue la parte preciosa que tuvo el pue- blo en la antigua disciplina, de la que fué despojada inhumanamente por la nueva, y á la que pretendemos quevuelva por una retrovercion conforme A los cánones, al buen sentido, y á nuestras mas caras instituciones. Reservamos dar á este punto su última importancia cuando, tratando de las reservas, pongamos á la vista sus funestos efectos. ■No disimulemos un cargo que ya nos estará ha-( 28 ) ciendo la crítica. ¿ Donde está entonces, nos di- rá ese derecho de patronoto que dá tanto relieve á la dignidad del gobierno y fomenta su poder? No- sotros preguntamos en nuestro turno ¿ donde es- tuvo en esa edad de oro de los Constantinos y Te- odoros ? ¿ O fué que no lo merecieron estos prín- cipes como ios de la última edad ? ¡ Eh! el patrona- to de aquellos tiempos era mas noble, mas generoso, mas liberal, y por eso era compatible con las elec- ciones populares. Contentos los soberanos, como di- ce S. León, con saber que lo tenian, quedaban satis- fechos con que su nombre resplandeciese en las Basí- licas, como la de Constantino; con el homenage res- petuoso que les tributaba la Iglesia; con el derecho de que ninguno pudiese ascender al obispado sin su consentimiento, y con que en las elecciones presidie- se su beneplácito; respetaron por lo común la disci- plina sin ofensa de la libertad. No decimos por esto que esa laudable magnanimidad fuese un estorbo pa- ra que en casos señalados, ó cuando lo tuviesen á bien, proveyesen las mitras, y aun el pontificado. Así lo hicieron muchos-emperadores y reyes de la línea Me- roviginea y Carolina, como lo refiere en muchas par- tes S. Gregorio Turonense. ¡Qué ejemplos tan dig- nos de imitar por nuestros gobernantes! Ellos da- rian asi una nueva vida á la república cristiana, y ha- rían que el reconocimiento público ocupase los ánimos. I ( 29 > CAPITULO III. Prosigue la materia del discurso Io. sobre la infalibilidad de la Iglesia. El autor del proyecto y su apologista, inculcando siempre sin flojedad sobre su plan de dar una parte muy principal á todos los simples fieles en el gobierno de la iglesia, embriagados de su delirio, no solo sobre- pasan todas las realidades, sino también se sobreponen á sí mismos. En el progreso de este capítulo haremos ver que sus miras se reducen á causar en el rebaño una suerte de emancipación de su pastor, y aun mas; á poner las cosas en estado que toda la creencia cató- lica dependa mas del juicio de las personas legas que del romano pontífice con todo el cuerpo de pastores. El proyecto es desatinado, porque debían advertir que estando nosotros en la posesión de que nuestra pro- fesión de fé se encuentra en dependencia de las prue- bas mas positivas, y en una justa armonía con las San- tas Escrituras, necesitaban de una misión tan autori- zada como la de los mismos apóstoles, para que les fructificase su sistema. Sin embargo, sin haber penetrado el verdadero es- Íríritude la iglesia quieren que, '-el don de la infalibi- idad no está concedido al gefe del cuerpo moral de la iglesia, considerándole aislado, y sin unión con el cuerpo moral de ella, ni á los miembros principales del mismo cuerpo, considerándoles aislados, y sin unión con los otros; sino precisamente al mismo cuerpo mo- ral, que consta de cabeza, cual es el Papa, de brazos y troncos cuales son los obispos, y de piernas y pies cuales son los otros individuos del pueblo cristiano." Por esta breve descifracion de su sistema aparece de un modo inequívoco que él dá un paso mas avanza-( 30 ) do al de su t°oría sobre el poder legislativo. En cuan- to á los puntos dogmáticos se nos dijo allí que los fitUs láteos tienen derecho de asistir á los Concilios, de proponer, oir, y aceptar para la ejecución de las leyes, ó resistir estas, pero que no podian sufragar en materias dogmáticas. Mas ahora se nos enseña que la infalibilidad, está de tal modo adherida al cuerpo moral de la iglesia, que sin su concurso no hay ninguna. Esto á nuestro jui- cio tanto quiere decir como si se dijera el cuerpo moral de la iglesia no esta Integro sin los legos, luego tampoco sus decisiones loestan sin su expreso consentimiento. Pero aun concediendo á los legos solo el derecho de resistencia, como dijo antes el autor; siempre la fé que- dó á merced de snjuicio contra el tenor de las escrituras. Según esto, las decisiones conciliares en puntos de fé'y de doctrina, penden mas di último resultado de los legos-qúe dé los legados pontificios y de los demás padres. Es claro: para que los legos ejerzan ese de- recho de resistencia, dijeron también los patronos de esta doctrina, que debían y podian mandar á esas asambleas diputados quienesdos representasen, j Qué otro: derecho más activo para qué las controversias en ptíntos de fé se encuentren allí subordinadas á.su pa- recer? El número de los padres con sufragio es uti átomb en comparación del1 re6to de los fieles: por consiguiente .el de estqs, sus representantes, les exce- dería enormemente. Preguntamos ahora -¿ese derei cho de resistencia bs de^nvero» nombre,-ó. de un valor reaí? Si !lo'primero, notfjayjcuespon ; si lo segundo, está probado nuestro intenta, porque en última con- secuencia-viene "áresuUar.que.'es muy posible que- den sitrefecto ras resoludiónos dogmáticas de los pa- dres, y cotí el don de infalibles los puros legos. ¡ Véa- se aquí á la pobre iglesia condenada á caminar: con sus sagradas» manos, y ceder á los piés el lugar de su sagrada cabeza! ¿ Es esta la iglesia que tundo Jesu Cristo? Soft estos los pastores á quienes hizo he- rederos de su'poder en el último testamento que selló con su preciosa sangre ? < 31 ) El inmortal Bosuet (1) nos va á dar todo el plan de la infalibilidad que Jesucristo dejó en su iglesia para que la creencia de los fieles, teniendo una regla cierta, y una medida común, nunca pudiesen hallarse á mer- ced de las pasiones, ni del error. Cita primero la au- toridad de Lerins, quien nos dejó escrito. " Seguir la universalidad, es confesar que no hay verdaderos dog- mas de fé, si no los que reconoce por tales la iglesia difundida por todo el órbe ;" y luego sigue : " tal es la fuente de donde dimana la autoridad cierta é infalible que reconocemos en los concilios generales; porque la unidad, ó el consentimiento común no tiene fuerza en los concilios, ó en la iglesia congregada, sino por- que la tiene igualmente en, la iglesia esparcida. EL concilio en efecto, no tiene autoridad, sino porque representa la iglesia universal; y no se congrega la iglesia en concilio para autorizar la unidad y el consenti- miento común, si no para conocer mas fácilmente por los dictámenes reunidos de los obispos, que son los doctores de la iglesia, ese oonsentimiento que en la iglesia congre- gada tiene el mismo valor, «que ya- tenia en Ja iglesia esparcida." Dos consecuencias de la mayor importancia saca- mos de esta célebre autoridad. 1.» Que los miembros principales del cuerpo, de la iglesia independientes de los demás fieles, unidos á su cabeza, representan á la iglesia universal; y que siéndole concedida á esta la infalibilidad, goza perfectamente de ella el concilio general. 2.» Que no son los legos* y demás simples fieles, sino los pastores, en calidad de maestros y doctores de la ley, los verdaderos canales por donde 6e deriva el conocimiento exacto de lo que siempre, y en todos lugares enseñó la iglesia desde su origen. Sin mas que estas cortas observaciones queda dese- cho el sofisma, de que " 6¡endo la iglesia un cuerpo nioral (así se produce el apologista) no ejerce nunca sus derechos, sino cuando está reunida en asamblea (I) Dofen. del Cler. parta 3, lib. 7, cap. 5.( 32 ) completa, ó por lo menos representada por quien ha- ya recibido su delegación." El autor obra aquí sobre sus falsas ideas, y no sobre las que debió tomar de la misma constitución que Jesucristo dió á la iglesia. El quiso que los obispos* á quienes dió entre otros títulos de luces del mundo, pastores y conductores de los rebaños, fuesen sus representantes natos cuando se reuniesen á ventilar su* propios intereses, y gozasen el don de la infalibilidad. ¿Qué cosa mas digna de so infinita sabiduría ? Con todo, como si fuese defectuoso este plan, no encuentra el apologista ejercidos sus derechos en un concilio general por estos represen- tantes que Ies dió el Señor de su mano, sino por los que elijan de la suya propia. ¿Y no es este un insulto de la divinidad ? ¿ No es querer descarriar á la igle- sia por las sendas oblicuas de una fantasía abortiva? Desmontemos con atención el carácter de estos di- versos representantes, cotejemos sus elementos, ob- servemos su buena fé por sus intereses, por sus cos- tumbres, por sus pasiones, en tin, midamos sus luces por sus profesiones, y dígasenos, si aun por las reglas comunes, no es mas de esperar ese tacto de falso, j de verdadero en los padres y pastores, que en los que nada tienen de común con estos dulces nombres. El concilio de Jerusalen que celebraron las após- toles 6obre si debían observarse las ceremonias mo- saicas, es el modelo mas completo que le dejaron a la iglesia para su imitación en casos semejantes. Una gran conmoción lo causa, como las que en lo sucesivo habían de rasgar el velo del santuario, y romper el seno de la iglesia. Los apóstoles y los pastores de ¡a igle- sia se juntan, dice Bosuet en el lugar citado, y este c- (1) Codcí. Efe- part, l.cap. 30, n. 4- p. 429. (2) Ep. Theo. ad Cyñ. ivi. cap 32, p. 436. 13) Def. part. 3, lib. 7, r»p. lo.( 50 ) apologista si porque Nestorio y sus secuaces preferían su propio juicio al del concilio, dejó de ser tenida su sentencia por final y definitiva. ¿ Ño era esto lo que buscábamos para concluir que en aquellos tiempos se respetaba un concilio general con toda la veneración que inspira su infalibilidad? Deje pues el apologista de importunarnos con una ocurrencia, que si algo prueba es su mala fé. El concilio de Calcedonia, [cuarto de los generales] compuesto de mas de 600 obispos y los legados del papa S. León, fué celebrado contra Eutiques, quien imupgnando á Nestorio, que hacia de Jesucristo dos personas, cayó en el extremo opuesto de confundir sus dos naturalezas. Eutiques fué condenado en él, á pesar de que S. León en su carta á S. Flaviano ya ha. biah eho lo mismo. Eutiques sin embargo tuvo se- cuaces entre los monges de Alejandría, quienes cau. bu ron grandes tumultos. Fundado el apologista en es. tos adversarios del concilio Calcedonense no hace mas que producirnos fríamente su insulsa y pesada reflexión. Satisfechos de haberla combatido devida- mente nos creemos con derecho de despreciarla, y seguirle sus pasos, deteniéndonos donde se produzca con novedad. Solo diremos, que advirtiendo la igle- sia en la sentencia de este concilio ese último juicio irrefragable é irresistible de que carecia la sentencia de S. León, conoció y veneró en él la infalibilidad. Merece que nos detengamos un poco sobre lo que nos dice del quinto concilio general, celebrado contra los errores contenidos en los escritos de Teodoro, obispo de Mopsueta, Ibas, obispo de Edesea, y Teo- doreto. obispo de Efeso Como el apologista siempre saca sus doctrinas y sus noticias de los autores pro- testantes, enemigos irreconciliables de la iglesia cató- lica, no podia dejar de aprovecharse de la historia de este concilio, escrita por Basnage, llena de invectivas y falsedades. En su tono siempre decisivo y dogmáti- co, nos dice, que esos escritos (llamados comunmente bs tres capítulos) fueron aprobados en el concilio de ( 51 ) Calcedonia; y para probar que en aquel tiempo no era conocida en la iglesia la infalibilidad de los con- cilios generales, dando como un hecho cierto que el papa Vigilio aprobó el quinto, hace gran mérito de que España y las Galias se resistieron tenazmente a someterse á sus decisiones. Lo primero es una false- dad malévola, y lo segundo una equivocación grosera. Vengamos á la historia del modo mas sumario, y sin tomar partido en los puntos dudosos. Este quinto concilio fué convocado por el Empera- dor Justiniano año de 453, á presencia del papa Vigi- lio, quien no quiso asistir. Se hallaron allí á lo menos 150 obispos, casi todos orientales. El motivo de este concilio fué condenar los tres escritores de que ya hemos hecho mención. Los orientales miraban esta condenación bajo el aspecto mas importante, creyen- do que con ella se ponía un silencio perpetuo á mu- chos que bajo el pretesto de defenderlos renovaban el nestorianismo. El papa Vigilio por la suya, y loa occidentales creyendo que el concilio Calcedonense no solo habia terminado estas causas, sino también aprobádolas, temian ofender su autoridad. Si bien se mira este fué un error de hecho, que solo hace revivir el apologista para dar un colorido de justicia á su causa contra la evidencia de la verdad. No hay ya quien ignore, que toda la antigüedad no presenta un solo vestigio de que las obras de Teodoro de Mop- s uest.a hubiesen sido traídas á consideración en el concilio de Calcedonia, cuanto menos aprobadas. Antes bien por el contrario, renovando la condenación de Nestorio, no parece sino que echó su fallo contra las otras de su discípulo Teodoro. Por lo que res- pecta á Teodoreto, la sesión 8 de este concilio nos dá el mas brillante testimonio de que los padres, al paso que por motivos de la mas consumada prudencia no quisieron entrar en el examen de sus obras, contraje- ron toda su atención á que se purgase profiriendo un anatema claro y positivo de Nestorio. Los reverendos obispos^ dice, clamaron^ nada queremos, volver á releer con( 52 ) tal que anatematices á JSTestorio. Teodoreto salió entonces al medio y explicó sus conceptos; pero como se pro- dujese en términos siempre ambiguos, se le empezó á tratar de herege. No podiendo ya soportar este odioso concepto, dijo: anatematizo á JYesiorio, y á quien no llama á la Virgen María Madre de Dios. Entonces clamaron los padres : ya toda la duda se halla disipada. . . falta úni- camente que se profiera la sentencia para que ocupe su silla episcopal según lo mandó el santísimo arzobispo León. Eo seguida dijeron los padres: Teodoreto es digno de su iglesia. En cuanto á Ibas, que también asistió al con- cilio, era constante que había anatematizado á Nes- torio, y que su carta á Mario ningún ruido hacia en los espíritus. Todo pues concurría á convencer á los padres de Calcedonia que, sin entrar en el exámende esas obras, se contentasen con estar seguros de su fó personal. ¿ Pueden producirse pruebas mas decisivas contra el apologista ? De lo expuesto hasta aquí se vé la razón en que se fundó la iglesia occidental para no reconocer esta quinta sinodo por ecuménica. Ella á la verdad se fun- daba en un hecho falsor cual era que el concilio Cal- cedonense habia aprobado los tres capítulos; peroes- tomismo arguye á favor de la opinión en que se halla- ba de que las decisiones conciliares en punto de dog- ma no podían reformarse porque eran infalibles. Pa- ra no reconocer la quinta sínodo obraba también en s» espíritu la persuasión de que el papa Vigilio no la habia subscripto ni aprobado. Preguntamos ahora: ¿ con que lógica deduce de esto el apologista que no era conocida entonces la infalibilidad de los concilios ge- nerales? Si el occidente no reconocía al quinto por ecuménico, ¿ que extraño era que le reusase su obe- diencia? La resistencia de los occidentales duró mas de ud siglo, pero aprobado el quinto concilio por varios papas, y habiendo reunido después el consentimiento de las demás iglesias, llegó á ocupar el lugar de ecu- ménico é infalible. ( 53 ) El sexto concilio general fué también celebrado en Constantinopla, año de 680, reinando el emperador Constantino Pogonato, y en el pontificado del papa Agaton. Concurrieron á este concilio cerca de 160 obispos, á fin de condenar el error de los Monotelistas. Sostenían estos hereges que en Jesucristo no habia mas que una voluntad y una operación. El concilio decidió, que adhiriéndose á los cinco concilios gene- rales precedentes, declaraba que en Jesucristo habia dos naturalezas completas, divina y humana, y por consiguiente dos voluntades. Observa aquí el apologista que los monotelistas pro- siguieron en su error como si no hubieran sido condenados, porque nadie reclamaba la infalibilidad. No inculquemos mas sobre esta razón frivola, y hagamos una pausa so- bre el argumento que forma, teniendo presente la cir- cunspecta gravedad con que se manejaron á este res- pecto los obispos españoles. "Estos prelados, dice, recibieron las actas para dar su asenso, y respondie- ron que antes examinarían con todo rigor su doctrina: lo hicieron así año de 693, y subscribieron diciendo, que agregaban sus actas á las de los cuatro primeros, porque las habian encontrado conformes íi la fé. Todo esto prueba que no habia nacido la opinión de la in- falibilidad conciliar, ni reconocido como ecuménico el quinto." Por este raciocinio nosotros deducimos que el autor no se halla iniciado en los principios de la verdadera opinión, tocante á la infalibilidad de los concilios ecu- ménicos. El debía saber que la iglesia tiene princi- pios indeficientes para conocer cuando un concilio es general, y por consiguiente cuando infalible. Estas son que todos los obispos católicos hayan sido convo- cados, que presida el romano pontífice por sí ó por sus legados, y que sea recibido por las tres cuartas partes de la iglesia. Cualquiera de estas condiciones que falte, ni es general ni es infalible. No lo primero, porqueóno se encuentra allí el cuerpo de la iglesia, ó no se halla legítimamente congregada: tampoco lo( 54 ) segundo, porque la infalibilidad prometida por Jesu- cristo solo es al juicio de ese mismo cuerpo mor»| pronunciado por la boca de los pastores. Un error sería creer ó que un concilio de pocos obispos es ge- neral é infalible en sus principios, ó que sin concilio no puede gozarse de la infalibilidad. Nadie hay que ignore, que un concilio particular, aprobado por la silla apostólica, y recibido en toda la iglesia, goza de esta inestimable prerogativa en las materias doctri- nales. Nada es de extrañar que desnudo el apologista de estos principios camine á tientas, y se identifique con su error. Con aquellos á la vista debió ver, lo primero, que el responder el concilio XI de Toledo examina- ría escrupulosamente las actas del concilio VI, man- dadas por el papa S. León II, no fué negarle la infalibi- lidad cuando la mereciese; sino poner en uso los jus- tos derechos de la iglesia de España para ver por una indagación sinódica si estaban conformes con la tra- dición, con los demás concilios, y con lo que siempre habia profesado. Lo segundo, que no habiendo aun obtenido su aceptación, era este el verdadero y único motivo de no mirar á este concilio como infalible, y no el que aun no hubiese nacido la opinión que se fin- ge allá en su fantasía. Los padres del concilio Tole- dano en número de 19 obispos, y cinco vicarios por los ausentes, conferenciaron maduramente sobre las actas del sexto, y hallándolas conformes al de Nisea, Cons- tantinopla, Efeso y Calcedonia, resolvieron su admi- sión. Por lo que respecta al quinto concilio general, no era mucho que lo pasasen en silencio, porque no habiendo sido citados para él los españoles, ni estan- do aun reconocido por todas las iglesias occidentales carecía de la ecumenicidad. El séptimo concilio general, y segundo de Nisea, fué convocado por el zelode la Emperatriz Irena, de concierto con el papa Adriano, en Nisea, año de 787 contra la heregia de los iconoclastarios, que condena- ban el culto de las imágenes. Los padres de este con- ( 55 ) cilio fueron en número de 377, y declararon que este culto era permitido y laudable, pues que por una tra- dición constante subía hasta los tiempos apostólicos, y era muy distinto del que se atribuía á Dios. El papa Adriano confirmó la decisión conciliar. Contra la infalibilidad de este concilio levanta su voz el apologista, y piensa abrirle una gran brecha, tra- yendo á consideración que el año de 794 se celebró otro concilio en Francfort del Mein, por orden del em- perador Carlos Magno, al que concurrieron casi todos los obispos de Alemania y de Francia, á demás de otros dos obispos legados del papa Adriano: como el que por él se prohibió la adoración de las imágenes, di- ciendo que no debía seguirse la doctrina del concilio griego de Nisea, y que tampoco bastaba la confirma- ción del papa, si no intervenía el voto y consentimiento de las iglesias principales. El apologista ha tenido es- pecial cuidado en notar estas últimas expresiones para sacar de ellas por consecuencia, "que se creía ya entonces, (como era justo) que no es ecuménico un concilio en que el cuerpo moral de la iglesia no es completamente representado por la concurrencia de obispos y legos de todas las naciones. No sabemos que nos llame mas la atención si la perfidia con que afecta ignorar el verdadero espíritu de esos hechos, ó la injuria que nos hace creyendo alucinarnos como si fuésemos incapaces de conocerlo. Dos cuestiones se nos presentan aquí: 1." ¿ Estos dos concilios fueron realmente opuestos en doctrina? 2.» ¿el no adherirse el de Francfort al de Nisea fué por- que creia que, no habiendo concurrido allí los legos, no estaba representado el cuerpo moral de la iglesia t La primera cuestión está ya puesta en su último gra- do de claridad por lodos los historiadores y teólogos dogmáticos. Unánimemente nos enseñan, que/» fuese un error de hecho ó que, siendo los obispos de Fran- cia por aquellos tiempos, como dice Cristiano Lapo, unos hombres imperitos, rústicos, y serviles, no pene- trando el espíritu de la séptima sínodo, se rebelaron 9( 56 ) contra ella. En .efecto, todos los monumentos de aquellos tiempon. pero principalmente los Jibros ca- roímos (1) y la asamblea de Paris celebrada en 825(2) por orden de Luis Pió, nos instruyen que los motivos de esta no admisión fueron los indicados. El autor de las obras Carolinas^ dice Bergier (3) supone que Cons- tantino, obispo de Chipre, habia dado su sufragio al concilio en estos términos: "yo recibo y yo abrazo por honor las santas y respetables imágenes, y yo les tributo4*1 mismo servicio de adoración que á la con- substancial y vivificante Trinidad." En lugar que en el original griego dice: "yo recibo y honro las san- tas imágenes, y yo no rindo sino á la sola Trinidad uprema la adoración de latria." Por lo que respecta áfila asamblear es de parecer que el concilio ha errado diciendo no solamente que es preciso adorar las imá- genes, y llamarlas santas, sino también que se recibe la santidad por ellas. A pesar de todo, el. tiempo dio mejores conocimientos, y llegaron á conocerlos Galos que la séptima sínodo no se apartó de la verdad cató- lica. Nada de todo esto podia ignorar el apologista, pero como su objeto erano debilitar el triste triunfo que los protestantes levantan sobre la base de esa discordia, lo omite con meditado estudio. Pero en la segunda cuestión descubre mas á las claras su costado débil. Decir que porque á la sépti- ma sínodo no asistieron los legos por medio de sus di- putados, no estuvo íntegramente representado el cuer- po moral de la-iglesia, y que esta fué la razón de no admitirla el concilio de Francfort, toca ya en un atur- dimiento sin medida. Era de desear que el apologista nos hubiese convencido con alguna autoridad respe- table que cuando los franceses se oponen á la séptima sínodo por no haber intervenido el voto y consentimiento (!) Estos libros se escribieron con ocasión de haber el papa Adriano man- dado las actas de la séptima sínodo. (9) Esta asamblea se hizo por orden del rey Luis el Pío á solicitud del em- perador Miguel* (l¡) Dice. Euciclop. palabra Imaginer. ( 57 ) de las iglesias principales, querían decir también los legos, y no solo los pastores sus únicos representantes por la institución de Jesucristo. De otro modo arriesgar su dicha sobre la simple garantíade su palabra, es quererse llevar el triunfo á muy pequeña costa.^No- sotros oponemos ft su autoridad toda la de un Bosuet: otgAmoslo. "Nuestros ilustres antecesores, dice, los prelados de las Galias se opusieron á los decretos del séptimo concilio, no porque pusiesen en duda la autoridad infalible de los concilios ecuménicos, sino porque no habiendo sido llamados y citados, no reco- nocían su universalidad." ¿ Dice acaso por que no fue- ron citados los legos? Véa pues aquí, dos cosas el apologista, la primera qüe.^á juicio .de este sabio, no fué después del-siglo X qtie amaneció la doctrina de que los concilios ecuménicos son infalibles: la segun- da, que la oposición de la Francia á la séptima.sínodo no prueba que los concilios generales no sean infali- bles, sino que este por entonces aun no era general. Fué lo sí después que se aclararon Jas. materias, y que las iglesias agregaron su consentimiento. , . Los grandes disturbios que sufría la Grecia ocasio- nados por el injusto destierro del santo patriarca de Constantinopla Ignacio, y el entronizamiento en esta silla del intruso Kocio con los demás estrepitosos mo- vimientos que.se siguieron, dieron ocasión para que el papa'Adriano Segundo hiciese «convocar el octavo Concilio en Constantinopla año de 8.09, reinando en- tonces el emperador Basilio el Macedonio. Concurrie- ron 102 obispos con los legados del papa. Focio fué aquí umversalmente condenado como intruso, obligá- dolo á que se sometiese á la penitencia pública, y restituido á su silla S. Ignacio. Con su costumbrada mala íé altera aquí el apolo- gista todos los hechos históricos para sostener su opi- nión. En prueba de la defectibilidad de los concilios ecuménicos hace mérito de que el papa Juan VIII año de 879 convocó otro concilio en Roma para que Fo- cio fuese restituido á su silla, y de que por último se i( 53 ) celebró otro concilio en Constantinopla de 380 obispos, el que condenó las actas del de 869: " en fin, dice, la cosa llegó á términos que nadie colocaba el primer conci- lio entre los ecuménicos. Los griegos cuentan por octavo el del año de 679. Si los latinos contamos el de 869, es por causa del citado error de Focio (so- bre la procesión del Espíritu Santo ) cometido en el de 679." Que el papa Juan VIII celebrase ese concilio en Roma, y que muerto S. Ignacio consintiese en el res- tablecimiento de Focio, nada como esto nos hace ver mejor su prudencia consumada. El tenia muy pre- sente de lo que era capaz un Focio, hombre de géuio, sabio, ambicioso, y protegido del emperador Basilio. Esta restitución'nada otra cosa venia á ser que una medida política, que de ningún modo ofendía algún artículo de la féj y menos que este hubiese sido trata- do en el concilio octavo; siendo como e6, de la última certidumbre, que ailí no se trajeron á examen, ni se hizo mención alguna de los sentimientos de Focio, pero ni de ningún punto dogmático, sino todos de dis- ciplina, revocables por su naturaleza. Por lo que res- pecta al concilio de Constantinopla año de 879, falta indecentemente á la verdad el apologista que él hubiese condenado las actas del octavo tenido en 673, y mucho mas falta diciendo que si los latinos cuentan por octavo este concilio es por causa del citado error de Focio, pues que es un hecho, que Focio no fué condenado como herege, sino como intruso; y por consiguiente, la única razón verdadera de contar el de 69 como octavo es porque, contento el de 79 con reponer á Fa- ció no anuló las actas de este. • I » ¡: " fltailj . | ptf t-í.'-r v. . tu V) -iqo iih •fonoi*-:»-»?. ciuq aaDnuKúJ bq do oí J sol «oboJ *J$is otBií'r le»» ( 59 ) CAPITULO V. Prosigue el mismo asunto. liemos concluido con los concilios de los diez pri- meros siglos, cuyo espíritu es que el juicio de todos los obispos es la base indestructible de la catolicidad. Contrayéndose en adelante el apologista á la cuestión de la infalibilidad intenta persuadimos que este erra- do concepto atribuido á los concilios generales solo vino después que estuvo en crédito la falsa colección de cánones de Isidoro Mercator. Falsísima acercion. Si nos dijera que este fué el origen de la opinión que atribuyó á los papas esa infalibilidad, pase; pero dar- les esta misma fuente á los concilios generales, es un delirio que solo se formó en su fantasía en los accesos de un ataque febril. A lo que hasta aquí tenemos dicho para combatirlo solo añadiremos tres autoridades ir- recusables. Sea la primera la de S. Gelacio papa. (1) "Nunca hay justa razón, decía, que pueda autorizar á un concilio para que revea lo que se ha decidido por otro concilio; porque sería enervar la fuerza de la de- cisión el someterla á nuevo examen." Solo falta que el apologista nos diga, que este santo papa bebió su doctri- na enla fuente corrompida del seudo Isidoro pero por fortuna su existencia es muy superior á laue este hallaz- go funesto. Sea la segunda la de S. Gregorio el Gran- de. (2) '»Como están fundadas, dice, las decisiones de eStós concilios (habla de los cuatro generales) so- bre el consentimiento universales perderse á sí mismo el emprender atar á los que ellos desatan (se entien- de en materias de fé,) ó desatar á los que atan." Tam- (') Epis. 13, ad Epis. Dard. tom. 4, Couci. p. 1204. (2) Lib. 1, cap. il¿, alias 24.( 60 ) bien esta autoridad está comprpndida en los diez pr¡. meros siglos. Es una fatuidad decirnos, que estas ex- presiones hacen una excepción á los demás. Si el Es- píritu Santo rigió á aquellos, él mismo rigió a todos, j si hubiese habido tanto número do evangelios como habia de concilios, á todos hubiera sido igual la com- paración. Por último la de S. Agustín, quien hablando de la opinión de S. Cipriano sobre la rebautizacion, dice así: (1) " No habia sido aun examinada bastante la cuestión del bautismo. . . la verdad buscada con mas diligencia llegó, después de grandes agitaciones á ser confirmada en un concilio pleno." Aquí vemos que antes del siglo X ya habia un S. Agustín que en. contraba la verdad pura é irrefragable en boca de los concilios plenarios. Pero no es esto lo mas gracioso, sino que de esta misma autoridad hace uso c-1 apolo- gista para otro intento. Tómese ahora en las manos una balanza fiel, y pónganse en contraste estas autori- dades, y otras que ya hemos citado, con algunas de las que, escudriñando los rincones mas obscuros de la historia, nos objeta el apologista (dado que ellas sean ciertas.) La diferencia es tan enorme, que aun se tendrá por crimen haberlas confrontado. Hornos dicho con algunas, no porque la de S. Agustín, y la de S. Antonino de Florencia, que también nos cita, le fa- vorezcan, sino por no mezclarlas con las demás. ¡Á quien no asombra la audacia de querer comprobar un error dogmático con tan respetables autoridad?»! „• Pero á quien no asombra también el aturdimiento con que él mismo cava el foso en que lo han de preci- pitar? Es muy tragi-cómico este pasage. Para recha- zar la infalibilidad de los concilios, cita estas expre- siones de S. Agustín : w yo no considero como infali- bles sino á los autores de los libros canónicos; y aun- que sean santos los otros escritores, no me someto i su autoridad, sino á sus razones." Si esta autoridad tuviese alguna fuerza contra nosotros, igual ó maye (1) Trat. deBap. lib. t, cap. 7. la lendria contra el mismXqun la produce. El apolo- gista nos ha repelido hasta el fastidio, que un concilio general compuesto de prelados y demás fieles por sus representantes sería infalible, como que en él se hallaba el cuerpo moral de la iglesia, á quien Jesucristo pro- metió la asistencia del Espíritu Santo. Pero este con- cilio así organizado, nunca llegaria á dar á sus actas una escritura sagrada y canónica. Si es pues esta ca- lidad la que según S. Agustín ha de tener una escri- tura para que sea infalible, resulta de aquí, que care- cería de esta prerogatíva aun la iglesia universal. Mas: cuando S. Agustín dice que no considera como infali- bles, sino á los autores de los libros canónicos, no ex- cluye el juicio de la iglesia, que le enseña cuales son esos. ¿ Habló acaso S. Agustín boca á boca con algu- no de los Evangelistas, por ejemplo, para que le dije- sen cuales eran sus obras ? Véase aquí pues como ya tenernos otro infalible en su concepto, que no es nin- uno de esos autores. Por lo demás, ¿ á quien le falta I sentido común para no conocer que este Santo 'octor habla con relación al mérito individual de ada escritor ? Juzga también el apologista que la autoridad de . Antonino le subministra un grande apoyo para sos- encr su opinión. Pero por su desgracia ella dá el ismo resultado que la de S. Agustín, en orden á ser ontra el mismo que la produce. Después de haber icho este gran hombre, (I) que en aquellas cosas (1) Tom. 3, tit. 23, parag. 6.—Nam in his quas suntjuris po- tivi indubitanter est papa supra concilium, quia ipse est Ca- ut Ecclessiae unde licet potestas sit data papa}, et totaa Ec- Icssiae, papae tamen tributa est tan quam capiti, unde debet orpus moveri a dispoitionc capitis, et roborantur quam pluri- is distintionibus, et titulis juris canonici, sed in his quae non pendent á plena potestate papa? non est simpliciter dicendtim. od papa sit supra statuta concilü, ideo in concernentibus fi- ní concilium est supra papam. Unde papa non potest dispo- re contra disposita per concilium in hiijusmodi. Vide bonum xtum cum gloza distintione 19*. canon, Anastasius. Hiinc est od concilium potest condemnare papam de haeresi, ut dist 40.( 62 ) que son de derecho positivo e! papa es sobre el con- cilio en razón de ser la cabeza de la iglesia, por cuyo impulso toda ella debe moverse; y haber asentado de un modo igualmente positivo que en las materias con- cernientes al dogma, no es el papa sino el concilio el que goza de esa superioridad, en cuya virtud puedt causarlo, caso de iusidir en heregía ; pasa á exponernos una opinión suya en orden á la infalibilidad, que si bien nosotros no la hallamos conforme á nuestros principios, en igual grado no lo está á los del autor que impugna- mos. Dice así: "Juzga con todo, que si el papase fundase en mejoras razones y autoridades que el con cilio, se ha de estar entonces á la sentencia del papa En los casos concernientes á la fé aun el dicho de un privado sería preferible al del papa si se moviese por mejores razones y autoridades del nuevo y viejo tes- tamento, que las del mismo papa." Esta misma pre Si papa. Potest enim esse hasreticus papa, et de haeresi judia ni. Et dicunt doctores in cap. in 6dei favorem de hasresi lit>< 0°. quod concilium estjudex ; puta tamen, quod si papa move rctur melioriobtis rationibus, et authoritatibus quam concilium standumest tune sententiae papa». In concernentibus taniení dem dictum etiam anida privati esset praeferendum sentenl» papan, sí meiioribus rationibus, et authoritatibus novi etvetr testamenti moverctur quam papa . . . nam licet concilium gen rale totam ecclessiam universalem concernat. tamen ibi ver non est universalis ecclesia, sed representative, qnia univer saiis ecclesia constituitur ex collectione omnium fideliu Unde omnes fide'es terre constitutunt totam universfllcm eccl" siam saltem hujus capul ct sponsus est ipse Cristus. rV nutern est vicarius ipsius Chrisli. et non est verum caput eccl sia> ut notat glossa ne Romaní. quae etiam dicit quod mor: papa, ecclesia non este sine capite, quia non este sinc chis qui estocaput ejus, et ista ecclesia est quae non potest errare: un pos i hile est quod tota tides remaneret in uno solo, i ta quod I rum est dicere quia tides indeñeit in ecclésia ; sient jus univ sitatcm potest residerc in uno solo aliis pecantibus et hoc pat post passionem Cbristi, ubi remansit in sola virgine, quia om alis scandalisatj suntet tamen Christus ora vera t pro Petroao passionem ut non dcficeret fides sua ; ergo non dicitur eccl diheere, nec errare, si remaueat fides in uuo solo. ( 63 ) ferencia se la dá sin duda aun sobre el concilio, pues añade luego: "porque aunque el concilio general concierna á toda la iglesia universal, con todo allí verdaderamente no está esta sino representative; por- que la universal iglesia se constituye del conjunto y colección de todos los fieles. De aquí es que todos los fieles de la tierra son los que forman toda la igle- sia universal, á lo menos aquella cuya cabeza y cuyo esposo es el mismo Jesucristo. ¿ Que puede deducir de aquí el apologista que esté en armonía con sus sen- timientos? ; f^s acaso que en sentir de S. Antonino los concilios generales compuestos de solo el cuerpo de pastores, presididos del romano pontífice no son infalibles? La misma consecuencia sale contra los concilios en los que asistiese el cuerpo de los demás fieles representados por sus diputados, como él quiere que deban serlo. S. Antonino no reconoce infalibili- dad en ninguna iglesia universal representada, sino en la colección de todos los fieles, como que en ella se encuentra únicamente la verdadera iglesia univer- sal. Pero díganos mas el apologista: ¿está al unísono de su opinión, que el dicho de un simple particular es preferible á su concilio universal compuesto de prelados y demás fieles representados, si él se apoya sobre mejores razones y autoridades? Si lo afir- ma cae en una contradicción manifiesta, habiéndose esforzado á persuadirnos que solo á ese concilio así organizado está prometido el influjo del Espíritu Santo. El apologista se reservó el concilio de Trento para concluir sus observaciones sobre este punto, y des- plegar aquí el espíritu que lo anima contra el catoli- sismo. Lleno de una hipócrita compasión, se lamenta de haber dado Jugar los padres de este concilio ágran- des censuras en cuanto al tnodo de proceder por lo relativo á las resoluciones dogmáticas. Vimos ya en otro lugar que ájuicio del autor del proyecto de constitución el con- cilio iNiseno, y todo3 los demás hasta el de Trento, solo fueron congregaciones de obispos y clérigos que tenían interés en dar leyes á los cristianos para indu- 10( «4 ) birles ideas tic subordinación al dictámen clerical. En estilo mas disimulado el apologista sigue sus pasos. Sin embargo, historias fidedignas nos enseñan que muchos de los padres de Nisea eran unos de esos ilus- tres confesores que habian sido estropeados sobre los potros del martirio, llevando en sus mismas cicatrices Jas señales de su triunfo; y otras no menos ciertas nos atestiguan, que al de Trento asistieron hombres tan eminentes en santidad y letras, que fueron el orgullo de su siglo. Pero véamos mas en detalle los cargos que á.estos se les forman. Dice el apologista que para hacer la historia de es- tos cargos "no apelará á la que escribió Fr. Pablo Sar- pi, aunque católico, porque la Curia Romana lo con- denó reputándolo enemigo á causa de haber escrito verdades amargas." Este solo rasgo ya es un tiro de su daga homicida. ¿ Por que omite que ese Fr. Pablo, como dice Bergier, era un religioso Veneciano, pro- testante de corazón, y que tenia resentimientos perso- nales contra la Curia Romana ? ¿ Por qué calla que, exaltando su bilis contra el Concilio de Trento, cveyó hacer la corte al Senado de Venecia, disgustado en- tonces con Paulo V.? j Por qué en fin no dice que su obra ha sido refutada por Palavicino, y D. Gervasio Abad de Trapa? Pero vamos á otros puntos mas esenciales. Encarga el apologista que sobre todo se lean la? cartas del Fiscal Francisco Vargas, asesor auxiliar del emperador español al concilio; asegurándonos que por ellas solo el Papa era el que dominaba esta asamblea; que sus legados multiplicaban en Trento las intrigas de promesas y amenazas; y que allí no habia libertad. El mismo apologista confiesa, que cuando asi se expli- ca Vargas es por lo común con respecto á los asuntos disciplinares; pero también añade que indica los vi- cios con que se manejaban los dogmáticos. Pero ¿que peso tiene la autoridad del Fiscal Var- gas para que cautive nuestro juicio, dándole un asen- so absoluto? Aunque convengamos, que por lo res- ( 65 ) pectivo á conservar la Corte de Roma el predominio que se habia adquirido en los tiempos obscuros, res- tringiendo la jurisdicción de los obispos, disponiendo de los beneficios, y dispensando en los sagrados cáno- nes, maniobrase con toda la sagacidad y el artificio que le inspiraba el interés, es muy falso que allí se ca- reciese de toda libertad. Las actas del concilio, y aun la confesión del mismo Pablo Sarpi conservarán eterna la memoria de la firmeza y libertad evangélica con que sin temer disgustar al papa, se pronunciaron muchos prelados, y en especial los* obispos de Es- paña y Francia. En lo que sin escusa aparece con todo descaro la calumnia, es en lo que nos dice tocante á los puntos dogmáticos. Mírese por donde se quiera este punto, sea por el interés de los padres, sea por su ciencia, sea por los resultados del concilio, el convencimiento de su perfecta libertad siempre hablará con elocuencia. El Romano Pontífice autor de las violencias, según Sarpi y los copiantes, ningún interés podian tener en cohibir á los padres sobre la decisión de unos artícu- los que con igual anhelo que la iglesia de Roma re- clamaban las suyas propias. Todos eran católicos y fundaban su gloria en que en sus manos nada perdie- se la fé de que eran depositarios. Los autores que impugnamos h-dlan sin duda en es- ^ te común interés el motivo de no meditar bien las es- crituras, y abandonarse á su prevención. A lo menos nada ponderan tanto sus protegidos como la ignoran- cia de los obispos, y de los teólogos sus consultores. La apología y el elogio de los sábios que asistieron al concilio de Trento, está en sus propios nombres. Véan- se aquí; el cardenal Polus arzobispo de Canterbery, el cardenal Hocio obispo de Warnie'en Polonia, An- tonio Agustino obispo de Lérida, y después arzobispo de Tarragona, D. Bartolomé de los Mártires arzobispo de Braga, Bartolomé Carranza arzobispo de Toledo, Tomas Campege obispo de Feltri, Luis Lippoinan obis- po de Verona, Juan Francisco Commendon obispo de Ic n ) Sacynte, y después Cardenal &c. &c. El espíritu de las sagradas Jetras, y el conocimiento de la antigüe- dad, buscados en sus propias fuentes, y en la tradi- ción, formaron su saber, y los pusieron en estado de ilustrar al público con obras, cpie pusieron en contri- bucion al reconocimiento universal de la iglesia cató- lica. Lorque trabaja para sí mismo: es poderosa porque es ibre, y porque una instrucción conveniente la clirije. El contraste de los electos que producen los esta- dos, unos tolerantes y otros intolerantes dice un sábio que conocía bien la Europa, se hace sentir palpable- mente en casi todas partes. ¿Se encuentra una mi- serable aldeilla de lodo, cubierta de miseria, campos mal cultivados, paisanos tristes, groseros, y muchos mendigos? Poco se arriesga en asegurar que 6e halla uno en pais intolerante. ¿Se presentan por el con- trario, habitaciones risueñas, prósperas, ofreciendo el espectáculo de la comodidad, de la industria, y de campos bien cultivados ? Es muy probable que se halla en medio de un estado tolerante. (1) A vista de este cuadro, ¿como podrá un soberano que ama su pueblo dejarlo adormecido entre los bra- zos de la intolerancia ? Si quiere cumplir con sus destinos, él derribará esa barrera funesta, dará un asilo grato á todos los que puedan poner en movimien- to á la razón, caminará inquieto por todas direcciones, desenvolverá sus fuerzas, se amparará del campo de Tas ciencias, y contendrá á todos los que habían para- lizado el pensamiento. Véanse aquí sus precisos re- sultados. Es de este modo, que prevendrá el incon- veniente de hallarse débil cuando tenga que medir sus fuerzas con otro soberano que se ha hecho fuerte á beneficio de la tolerancia. Así por esta circunstan- cia debe estar ya decidida á su favor esta cuestión. Aun los mas intolerantes confiesan, que la tolerancia debe ser admitida en un estado católico cuando la in- duce una inevitable necesidad. Oigamos á Muzare- lli. (2) " Si el principe ó magistrado católico, dice, no (1) Para explicar esta diferencia, dijo desde el pulpito un religioso en cierta ocasioN ; ►* Mis hennaoos, reconoced en esta abundancia una pruebaM la admirable justicia de Dios, que quiere recompensar en este mundo á eso» pobres herejes los suplicios eternos que les aguardan; mieutias que nosotros, propietarios del Paraíso, morirnos de hambre.n (2) Opúsculo 5, toni. 1. ( 93 ) puede impedir la libertad de religión, sin un mayor perjuicio del bien público puede tolerarla como un niai menor para evitar un mal mayor, que de no tole- rarla necesariamente se habia de seguir." ¿Y que per- juicios públicos mas enormes que la depravación de la moral pública, y la flaqueza comparativa de un es- tado nacido de la intolerancia ? Pero se nos dirá que al lado de estos bienes, no son menores los males que resultan de la multiplicidad de religiones, y que es palpable la ventaja de que haya una sola creencia en el estado. Antes de entrar en la dificultad ; asentamos por principio, que no somos de la opinión de aquellos que dicen debe darse aco- gida á toda clase de religiones. Desde luego no son dignas de este favor aquellas sectas que profesan dog- mas contrarios a los fines de la sociedad civil. Los ateos en especial, que rompen en los poderosos el tínico freno que los contiene, y privan á los débiles de la única esperanza que es su consolación; que ener- van las leyes despojándolas de una sanción divina, superior á toda fuerza humana; que no dejan entre lo justo y lo injusto sino una distinción política y frivola; en fin, que no ven el oprobio del crimen sino en la pena del criminal: los ateos decimos, no deben recla- mar la tolerancia. Por lo demás, respondemos con el autor del Espíritu de las leyes, "que esas ideas de uniformidad hieren infaliblemente á los hombres vul- gares, porque en ellos encuentran un género de per- fección, que es imposible dejar de encontrar; es á sa- ber, los mismos pesos en la policía de un pais, las mis- mas medidas en el comercio, las mismas leyes en el estado, la misma religión en todas sus partes." ¿Pero esto conviene siempre y sin excepción ? ¿ El mal de mudar es siempre menos grande que el mal de su- lrir? Y lo grande del genio. ¿ No consiste mas bien en saber cuales son los casos en que conviene la uni- formidad y cuales la variedad ? En efecto, ¿ hay cosa mas absurda que pretender una perfección sin ejemplo."1 La diversidad de senti-M ( 94 ) míenlos, será siempre la dirisa del género humano, Los principios que influyen en el entendimiento del hombre son casi tan varios como sus semblantes, as. pirar á rcunirlos en una sola opinión, sin una gracia especial, sería lo mismo que aspirar á un efecto sin causa. El mismo Jesucristo que mandó á los aposto- les predicar su doctrina, les anunció las contradiccio- nes que sufrirían. Si se nos dice que la tranquilidad del estado exige se destierren los sentimientos con- trarios á las máximas recibidas, caemos en el escollo de cerrar en muchas partes la entrada á la religión verdadera. El predicador que quisiese introducir el cristianismo en un estado idólatra, ó la religión cató- lica en otro de distinta creencia, hallaría autorizado al poder para no permitirlo ; y todo esfuerzo de aquel sería inútil, a no hacer lo que los apóstoles, que la misma naturaleza les doblase la rodilla y confírmase su doctrina. Es una ilusión sin apoyo la que se deriva de los dis- turbios á que dá lugar la diversidad de cultos. Con- fesaremos que en los siglos precedentes hubo algunos en que se vió atizado el fuego de la discordia por ma- teria de religión, aun entre los mismos protestante?, y puesto el estado en la vigilia de sucumbir. Peroel origen de estos desastres lo hemos de encontrar nceii la diversidad de cultos, sino en la falta de tolerancia, lia objeccion misma es una prueba de nuestra aserción, porque si los profesores de esos cultos hubiesen esta-B do de acuerdo en soportarse, y solo hubieran procu-l ra do combatirse con el ejemplo ^ quien debe dudarP que de hay debió nacer la regularidad de las costum- bres, el amor de las leyes, y de la patria ? Por Iq que respecta á la iglesia, ella debe ser tari intolerante, como tolerante el estado. Su fé es una,» el que no la profesa está excluido de su gremio. £1 único recurso que le queda para atraerlo á su seno es la persuasión, el convencimiento, y todos los demás medios que inspira una caridad activa y fervorosa,I imitación de aquel SeBor que reprendió á sus aposto- ( 95 ) les, porque le pedian hiciese bajar fuego del cielo contra los samaritanos. En el estado de relajación y tibieza que hoy sufre el cristianismo, nada sería mas provechoso como la tolerancia de los cultos. Toda religión á los princi- pios tiene secuaces fervorosos, pero después que Me- tra ha evaporarse el calor que los anima, la tibieza se apodera de su alma, y contentos con las prácticas ex- teriores, dejan casi sin culto el templo vivo del cora- zón. La religión entonces degenera en una mera for- malidad que tiene poco ó ningún influjo sobre la mora- lidad de las acciones. Si confrontamos las costum- bres de los primeros siglos de la iglesia con las actua- les, nos veremos obligados á confesar, que el cristia- nismo no se ha eximido de este contraste. Somos de opinión que la concurrencia de cultos, cuya base es la religión cristiana, tendría la virtud de regenerar el sentimiento, haciendo nacer una fé viva, que corrigiese las costumbres. Los sectarios que de nuevo se esta- bleciesen procurarían acreditar su doctrina hacién- dose recomendables por sus obras. Los fíeles de nuestro culto que los observasen, tendrían á menos verse inferiores á aquellos mismos que ellos miran en el camino del error. Así es como nacería entre todos esa noble emulación que hace al alma fecunda, y re- conociendo el mérito y las acciones de otros, trabaja con valor en sobrepujar aquello mismo que admira. Como la religión es quien lo guia, lejos de manifestarse por la altivez y presunción, lo haría por medios tan honorables como virtuosos. Sería un error querer trasladar á nuestros tiempos aquel espíritu de severidad que no permitía á los pri- meros íich's ni aun saludar á los que no profesaban una fé pura. La seducción era de temer desde el primer encuentro, pero después que los hombres se estre- charon por relaciones de su mutuo interés, debieron conocer que la diversidad de cultos no debia ser un obstáculo á la comunicación de trato, de bienes, y de acciones. ¿Que sería deji comercio, de la civilización, 14( 96 ) y de aquella justicia universal, que une á todos bajo una sola ley, si reviviese la intolerancia de los siglos anteriores al quince? A lo menos deben confesar sus patronos que nada les favorecen las autoridades que recopilan de la antigüedad para poner hoy un entredicho á la comunicación de los católicos y los hereges en todos los actos civiles. Ya la licitud de estas acciones la decidieron el concilio de Constancia y el Lateranense bajo León X, y si ellos no autoriza- ron la tolerancia del culto público en un reino católi- co, tampoco la condenaron. El curso de los siglos templó la severidad primera en cuanto al trato, y él también ha puesto ya á los estados en la inevitable necesidad de templarlo en cuanto a la i ntolerancia de cultos donde es muy copiosa la afluencia do los que profesan distintas religiones. Cuando decimos que la autoridad pública debe to- lerar los cultos religiosos, no es nuestro ánimo desnu- darla de la preciosa prerogativa que la hace protecto- ra de la fé. Sabemos muy bien que no de valde ciñe la espada. Sí, no la ciñe devalde; no porque con ella deba degollar ai que yerra á íin de que se salve, sino porque debe reprimir al atrevido que la ultraja, é in- tenta por medios seductivos robarle sus verdaderos creyentes. No alcanzamos como pueda eximirse de esta obli- gación el gobierno de un estado, cuya ley fundamental es, que la religión católica, apostólica, romatia se debe profesar como la dominante. Nosotros, que por dicha vivimos en el seno de la verdadera religión, somos los que mas debemos reclamar esta ley, y gozar losefec- tos de su benéfica influencia. Si á esto se agrega que la religión católica, apostólica, romana es la que reci- bimos de nuestros padres, nace de todo un doble título, que asegura nuestro derecho á su protección. Tolerar los demás cultos no es aprobarlos, ni menos hacernos responsables á una criminal indiferencia sobre todas las opiniones de los hombres. Promovemos la tole- rancia práctica, no la especulativa; y esto solo á favor C 97 ) de las sectas que la merezcan, de los lugares, las cir- cunstancias, y los tiempos en que su falta traería ma- les irreparables al estado. Confesamos de buena fé que en el asunto que nos ocupa era á nuestro juicio la dificultad gefe la que debiati formar los embarazos domésticos de una fami- lia, cuyos padres profesaban distintas religiones. Las luces que en este examen hemos adquirido de perso- nas dignas de toda íé, nos conducen á decir, que para evitar todo tropiezo, ó se estipula préviamente en el contrato de esponsales la religión en que han de ser imbuidos los hijos, y todo lo que sea conducente á este respecto, ó el afecto marital de los consortes sugiere todos los medios de dulzura para decidirlos á un par- tido, ó en fin en un raro acaecimiento de discordia el tribunal de la parentela la termina. Al concluir este capítulo llegó felizmente á nuestras manos la Revista de la América del Norte, ntím. 42, y de la nueva serie núm. 17. Se halla en él el extracto de un discurso que pronunció en Octubre de 1823 ni.te la sociedad filosófica de Filadelfia el ciudadano C. J. Ingersoll sobre la influencia de la América en el espíritu. Nos es muy grato copiar de él lo que trae concerniente á los progresos que ha hecho en esta nación sabia la religión católica romana, en virtud de su ley sobre la tolerancia de cultos. Dice así: " La separación de los poderes político y religioso, y la tolerancia son los puntos cardinales de la iglesia de América. Sobre el continente de la Europa la to- lerancia en los lugares donde se pretende que ella existe significa la supremacía católica tolerando un protestantismo subordinado á sus órdenes, en el reino unido de la Gran Bretaña y de la Irlauda, ella signifi- ca una gerarquía protestante, animada por los no con- formistas, privando á los católicos de todos los privi- legios políticos, y sometiéndolos á pagar el doble de las imposiciones á favor del clero. Las discusiones entre la iglesia y el estado civil han sucesivamente desolado la Francia, la Italia, Irlanda y la España. A( 98 ) lo menos la tolerancia parece haber sacado algunas ventajas de e9tos combates sangrientos ; pero un po. der de la iglesia, segregado del civil, no parece haber hecho ningún progreso en la Europa. En los Estados Unidos estos dos principios no son solamente leyesfun- damentales y políticas, sino también doctrinas antiguas profundamente establecidas, cuyas bases fueron echa- das mucho tiempo antes de la constitución de la so- beranía política, cuando Guillermo Penn y Baltimore, por una notable coincidencia, las plantaron en todas partes. La tolerancia americana significa una abso- luta independencia, ó igualdad de todas las denomina- ciones religiosas. Ninguna autoridad humana puede en caso alguno predominar, ó entremeterse en los de- rechos de la conciencia. La experiencia de aquellos grandes problemas, no menos, ha ya manifestado su resultado benéfico. La bigolería, la intolerancia, y esa polémica sanguinaria pierden todo su veneno, y sus disputas se convierten en controvercias útiles cuan- do el gobierno no se mezcla en ellas. Nosotros dis- frutamos, una calma, y una harmonía religiosa, no solo desconocida, pero inconcebible en Europa. Nosotros estamos constantemente recibiendo aumentos de la in- tolerancia Europea, la cual siempre está desarmada por no haberse metido con ella. Nuestras escuelas, familias, legislaturas y sociedades no tienen embarazo en las variaciones de credos, los que en Europa en- cenderían la mas destructora discordia. "Desoía una misión en 1790, el establecimiento ca- tólico romano ha llegado á ser en I09 Estados Unidos una gerarquía muy respetable y extendida, la cual consta de una silla metropolitana, diez obispados y cerca de ciento sesenta clérigos, que tienen bajo su cuidado entre 80 á 100 iglesias; advirtiéndose que en algunas de estas, hay edificios los mas costosos y es- pléndidos. Estos establecimientos florecen y se extien- den hasta los lugares mas retirados de los Estados Unidos, á saber, desde las capillas en Damascoti del Maine, y Boston, habla las de San Agustín en Ja Fio- ( 99 ) rida, y de S. Luis en el Missouri. Hay seminarios ca- tólicos en Boston, y en Fi ankfort del Kentucky, un seminario católico del clero secular en el Missouri, colegios católicos en S. Luis, en Nueva Qrleans, don- de hay también una escuela católica Lancasteriana, dos escuelas católicas de caridad en Baltimore, dos en el distrito de Columbia, un seminario y un colegio católico en Baltimore, un colegio católico en el distri- to de Columbia, un seminario católico en Conmitsber- ry del Maryland, y una escuela libre católica y un asi-r lo para los huérfanos en Filadelfia. Estos grandes es- tablecimientos consagrados á la educación, por res- petables, y bien administrados que ellos sean en la mayor parte, no expresan los signos mas caracterís- ticos de la iglesia católica romana en la América. "Hay, á mas de esto, una circunstancia rica en re- flexiones y en resultados: esta es el establecimiento de los Jesuítas en este país, después que fué arrojado de la Europa. En 1801, por un breve del papa Pío VIÍ, esta sociedad, con el permiso del emperador Pa- blo, se estableció en Rusia, bajo un general, autoriza- do para regirla por la regla de San Ignacio de Loyo- la. Esta orden fué extendida en 1806 á los estados de América, cen permiso de predicar, educar jóvenes, administrar los sacramentos, previo el permiso y con- sentimiento del ordinario. En 1807, fué abierto un noviciado en el colegio de Georgetown en el distrito de Columbia, el cual iba progresando hasta 1814, cuando, pareciendo bastante bien adelantado, la con- gregación fué formalmente organizada por una bula del papa. Esta sociedad consta ahora de 26 padres, 10 profesqres de teología, 17 de filosofía, retórica, y bellas letras, 14 para el noviciado, 22 novicios. AÍ- |gunosde ellos se hallan dispersos en todos los Esta- dos Unidos, ocupados en las misiones, y en la conver- sión de las almas. Este establecimiento es suficiente i prueba de la grande ramificación de la iglesia católi- ca, romana en nuestro territorio; pero aun hay mas. ■*establecimiento católico literario mas antiguo os el( ioo ) colegio de que acabamos de hacer mención, el cual fué fundado inmediatamente después de la revolución por el clero católico de Marvland, pudiendo contener en. tretanlo 200 estudiantes sedentarios; premunidos de una biblioteca numerosa y escogida, un aparato filoso, tico químico muy moderno, y cátedras de griego, latín, trances, ingles, matemáticas, filosofía natural y moral, rotórica y bellas letras. Ya he dicho que esta iuslitu- cion fué puesta desde 1305, bajo la dirección de la so- ciedad Jesuítica,y por dar mas relieve á mi asunto, yo añadiré que este colegio así administrado, fué elevado al grado de Universidad por un decreto del Congreso de los Estados Unidos de América, y con un poder arn« plio para conferir grados en cualquier facultad. Asi, después de la supresión del orden de los Jesuítas, que tuvo lugar, poco mas ó menos, en la época del origen de la revolución de la América, esta famosa cofradía de propagadores había sido restablecida en los Esta- dos Unidos, y su constitución principal había sido or- ganizada y aprobada por un acto de nuestra legisla- ción nacional. f Los monges de San Sulpicio han sido incorpora- dos del mismo modo por un acto de la legislatura del estado de Maryland en la administración del flore* ciento seminario católico de lialtimore. En la mag antigua cosa religosa en América, la de los carmeli- tas, cerca del Puerto Tobacco en el Maryland, el nú- mero fijo de los religiosos es siempre completo. El convento de Santa María de Georgetown, en el dis- trito de Columbia, contiene 50 monjas, teniendo ba- jo su dirección una escuela diaria en que se educan mástic 100 niños pobres. El convento de las herma- nas de caridad de San Josef, establecido por la legis- latura de Marvland, en Conmitsbury, en el mismo es- tado, contiene 59 hermanas, inclusas las novicias, las cuales educan 52 ninas de buenas familias, y mas de 10 niños pobres. Hay también en Boston un conven- to de ursulinas, aun en su infancia, el cual se compone de una priora, seis hermanas y dos novicias, encarga- ( 101 ) das de cultivar en las personas confiadas á su direc- ción, no solamente todos los talentos útiles para la educación de niñas, sino también los de agrado. Las hermanas de la caridad de Conmitsbury tienen en New York una sección de su comunidad destinada al Jconsuelo de las pobres huérfanas; se dicequeen esta última ciudad ha crecido en los últimos 20 años, el nú- mero de los católicos romanos desde 300 hasta 20,000. La iglesia de San Agustin, en Filadelfia pertenece a los monges de esta orden, que la han edificado. Hay también en esta ciudad un ramo de las hermanas de la caridad de Conmitsbury, el cual se compone de al- gunas señoras piadosas y bien instruidas, que velan en la educación de las huérfanas. Las hijas de la cari- dad tienen otro establecimiento en el Kentucky, don- de hay también una casa de la orden de las Apoilinas recien aprobada por el papa, un claustro de Laureto, y otro convento. En el estado de Missouri hay un I convento de religiosas en la aldea de San Fernando, con un noviciado de cinco novicias y algunas postu- lantes; hay, á mas de esto, un seminario floreciente muy frecuentado de las niñas jóvenes de estas regio- nes remotas, y,también una escuela diaria para laspo- Ibres. En la Nueva Orleans hay un convento de ur- Ijjsuliiias muy antiguo, y ricamente dotado, el cual se 1 compone de quince a diez y seis hermanas profesas, y Ide un cierto número de novicias y postulantes. Las beñoras del corazón.de Jesús se ocupan al presente en ifundar en Opelousas un segundo establecimiento para ijjla educación. Acabaré estos pormenores curiosos, líos cuales, espero, no parecerán fastidiosos, añadiendo [solamente que en el Maine, y en el Kentucky hay tri- Ibus de indios aficionadas al culto católico romano, cu- Ivos ministros infatigables han conseguido civilizar á los nhorigines de este continente. En Vincennes, la principal ciudad do estos indios, donde ahora hay una Fapilla católica romana, había antes una residencia Be Jesuítas para este efecto." Estamos bien asegu- rados que con este discurso hemos dado materia para( 102 ) mil reflexiones sábias a todo espíritu pensador. Los estadistas verán en él los benéficos frutos que recoge un estado con la tolerancia de cultos, y los católicos que la miran con un ánimo desprevenido darán gra- Cias áun gobierno como el de los Estados Unidos, que ha hecho florecer la religión católica por no haber seguido sus propias máximas. .Nunca el protestan- tismo puede contar esta ventaja entre nosotros así, porque sus secuaces son menos adheridos á su reli- gión que nosotros á la nuestra, como porque la fuerza de sus pruebas deja un vacío que la de estas no deja. Pero aun hay mas, el católico siempre debe saber que no se salvará en otra tabla que en la de su religión; por el contrario el protestante debe advertir que pue- de conseguirlo en el catolicismo. Nadie se ha conde- nado por creer los dogmas que él profesa, así como aqupllos que los niegan por una ignorancia voluntaria y afectada. A lo menos el protestante puede hacer esta reflecciofl: yo nada arriesgo en seguir la religión ca- tólica, apostólica, romana, y sí todo en adherirme á la ove profeso. Digamos, por Ultimo, que en el cuadro que acaba- mos de presentar á nuestros estados, les señalamos como con el dedo la máxima importante de no admi- tir tan fácilmente establecimiento de esta clase,de que la educación sobre materias útiles, y el alivio délas pi conas miserables no saquen ventajas conocidas. Tndo es útil, todo benéfico cuando la religión une su« destinos con los de la sociedad. Entonces, al paso que con esta recíproca influencia se consolida la piedad, se sostiene el estado en aquel grado de fuerza, de cultura y de prosperidad á que es llamado por eu constitución ( 103 ) CAPITULO II. Prosigue la materia del discurso segundo, con relación al segundo artículo y tercer discurso, sobre exclusión de ar- tículos de fé, y de leyes eclesiásticas en especial. La JUisa. El segundo artículo dice en substancia, que la reli- gión que se adopta debe ser (en cuanto á sus artícu- los de fe, preceptos de moral, reglas de disciplina y gobierno exterior) arreglado al evangelio, á lo que los apóstoles predicaron en los dos primeros siglos de la iglesia, sin que lo establecido de nuevo pueda ser ma- teria de leyes eclesiásticas mientras que la nación no lo adopte. Como este artículo está concebido en conformidad de uno de los puntos del proyecto, y en él se limitaba ü creer los artículos de fé contenidos expresamente en el símbolo délos apóstoles, los censores calificaron sus proposiciones de sospechosas de heregía, por no admitir expresamente otra creencia que la de los dog- mas contenidos en el expresado símbolo &c. Ha sido siempre una manía muy antigua entre Jos autores protestantas, cuyo espíritu siguen el autor do estos discursos y su apologista, calificar por novedad perjudicial todo lo que no encuentran expresamente en la escritura, y lo que sale de los dos primeros siglos déla iglesia. (1) En orden á lo primero que perte- nece á la fé, nys parece ya hemos probado debi- damente, que sus artículos son exactamente los mis- mos que ios ensenó Jesucristo, y que predicaron sus apóstoles. Sin embargo, añadiremos dos palabras. Mclioin ni aun eslos perdona en la Hhst. Kcles. l.r>( 104 ) Si no debiésemos admitir otros dogmas que los que en términos formales expresa la escritura, deberíamos ex. cluir las tradiciones que derivan de la boca misma de los apóstoles ; y si para eludir este cargo se nos negase que hay alguna, los venamos estrellarse contra el mis- rno principio que tan escrupulosamente afectan; á sa- ber: ser la Santa Escritura la única regla de fé. En efecto, escribiendo S. Pablo á los tesalonicenses (l) les dice: manteneos firmes, mis hermanos, y guardad las tradiciones que habéis aprendido, sea por mis discursos, ó por mis cartas. Véase aquí una escritura, y véanse aqui también tradiciones que no están contenidas en ella. Mas, S. Irineo, que vivia á fines del segundo siglo, nos atestigua (2) que la religión se hallaba establecida entre bárbaros que ignoraban el uso de la escritura, y que á pesar de esa ignorancia, eran exactos obser- vadores de la doctrina. Estos pocos testimonios nos convencen hasta la evidencia, que no fué en pergami- nos perecederos donde Jesucristo y sus apóstoles pro- curaron principalmente dejar grabada su doctrina, si no como dice S. Gerónimo, en las tablas indestructi- bles de loe pechos humanos. La tradición original conservó por entonces el depósito general de la doc- trina, ayudado en mucha parte de la escrituraria, y no hay razón para decir que no ha llegado hasta noso- tros, estando también fundamentado en la enseñanza perpetua de la iglesia universal, conocida por la voz uniforme de los pastores, y de los padres. Se sigue pues que nuestros dogmas son los mismos que se en- señaron los apóstoles. Vengamos á las leyes disciplinares. Es una propo- sición escandalosamente temeraria decir, que no de- ba ser materia de ley eclesiástica, sino lo que practi- caron los apóstoles, y los doce primeros pontífices, mientras que la nación que quiere constituirse no la adopte. Por dos respectos descubre la perversidad de su sentido. El uno por considerar incompetente (I) Ej.is. 2, c. 2. (2) Lib. 3, c 4. ( 105 ) é ilegal la autoridad que estableció esas leyes poste- riores; el otro, porque contemplándola desnuda de esa dulce sensibilidad que inspira el gremio de la igle- sia, le impuso un yugo duro, y lo sacrificó á sus mas bajos intereses. La incompetencia la deriva del prin- cipio, que los concilios generales carecieron de pos- testad legislativa porque no entró el cuerpo de legos; pero como esta original extravagancia nos ha ocupado ya mucho mas de lo que merecía, y hemos manifestado al mismo tiempo los límites hasta donde se extiende el poder civil sobre esas mismas leyes, no tenemos necesi- dad de rebatirla. Pasemos al segundo. Aquí el autor de los discursos reúne en un solo punto todas sus preocu- paciones^ hace destilar por su pluma lo mas corrosi- vo de su hiél. Al oirlo, los obispos congregados, abu- sando de la sencillez de los pueblos, les hicieron creer falsamente, que ellos eran privativos jueces de la doc- trina, de la moral y de la disciplina, de manera que promulgaron las leyes que quisieron, y quisieron las que mas les convenia. Por desgracia del autor tienen siempre sus producciones en lo moral, tanto aire y realidad de puros absurdos, cuanto tendrían en lo físico las que quisiesen hallar líneas sin puntos, y materia sin exten- sión. ¿A quien que hace un justo aprecio de su ra- zón podrá persuadirle, que instruir su grei un pastól- es usurpar autoridad, ni que (hablando de los prime- ros siglos) los mas cumplidos modelos de santidad nada mas buscasen en sus leyes que su individual in- terés? Si aun á principios del siglo III ya vino á verse la iglesia en manos de ambiciosos y corrompidos, en breve desmintió Jesucristo su palabra de nunca aban- donarla; y es cosa aun mas extraña que sucitando á un Lulero y un Calvino nos diese á conocer que habia dispertado de su sueño. Ello es que el sistema de estos autores está formado de manera que, ó no habia de dar la iglesia otras leyes que los mandamientos de la ley de Dios, ó precisa- mente ellas debían ser duras, inhumanas, é interesa- das. Ya nos habia dejado dicho el autor, en su pri-( 106 ) mer discurso, que "ningún daño puede recelarse de que uno venere al Dios que lo crió; se abstenga de jurar falso; rinda culto pacífico y modesto á la Divi- nidad ; respete á mis padres y superiores ; no persiga ni haga daño á ningún hombre; no adultere; no robe; no calumnie á nadie, y obedezca las leyes que me baya, impuesto la sociedad en que vivo. Pues á esto se reduce todo el sistema religioso del cristianismo.'1 Pero aquí nos ocurre esta reflexión : La iglesia y el estado son dos repúblicas presididas por distintos gefes,y con objetos, no contrarios, pero sí diversos. Tan obligados están los legisladores de la iglesia á no desviarla de esos preceptos divinos como lo están los legisladores civiles del estado á no hacerlo declinar de esa justicia natural emanada de la razón, y que constituye, por decirlo así, el corazón humano. El autor reconoce, sin duda, que, si esa razón natural,ó esa justicia primitiva no se desarrolla por la sanción de las leyes humanas, ella sería vana con respecto á la mayor parte de los hombres. Digamos ahora la razón porque quiere que sin leyes eclesiásticas han de tener todo su vigor esos preceptos,ó que ellas han de llevar la calidad de insoportables. ¿ Es menos di- licil el camino de la conciencia que el de la vida ci- vil ? El fin primario de la religión está menos expuesto á los combates y prestigios de las pasiones que el del estado? j Ni la policía de la iglesia demanda menos orden, menos regularidad, menos decencia que el que demanda una república ? ¿ Por qué quiere pues el autor que, con los mandamientos de l;i ley de Dios y las leyes civiles, tenga el hombre lo bastante para lle- nar las obligaciones de cristiano?4 Leyes discipli- nares tuvo también la iglesia en sus dos primeros sig- los, y fueron los apóstoles los primeros que las impu- sieron desde el concilio de Jerusalen. ¿ Fueron estas inútiles y perjudiciales ó no? Si lo primero, no em- pezó entonces la corrupción en el tercer siglo, pues que ya venia desde el origen : Si lo segundo, luego no bastan los preceptos de la ley de Dios y las leyes ci- ( 107 ) , viles para hacer que enmudezca la iglesia,y deje á los cristianos sin el auxilio de sus cuidados. Fuera de esto, el legislador de la ley de gracia, Jesu Cristo, dio nueva sanción á esos mandamientos que el Señor co- municó á Moisés en el Sinai, enseñó una doctrina nue- va, y estableció una nueva iglesia. Esta necesitaba de otras leyes disciplinares, oíros usos, otras costum- bres, y otro nuevo modo de vivir. Para ser un buen cristiano, no bastaban pues esos mandamientos, ni to- das las leyes de los legisladores del siglo. Excitándonos á solas las prácticas de esos dos sig- los (á mas de la contradicion) inside también en mil absurdos. La policía de un estado es de su natura- leza variable, como la disciplina de la iglesia. Ciertos abusos introducidos por el tiempo, ciertos escándalos engendrados por crímenes nuevos, ciertas necesida- des reclamadas por las circunstancias hacen inútiles las leyes antiguas y dán origen á otras nuevas. ¿ Ha- bría un absurdo mas chocante como el de aconsejar á una nación que, después de diez y nueve siglos en que ha corrido todas esas vicisitudes, quisiese me- jorar su suerte, se amoldase á las leyes civiles de su, primera infancia? Esto es lo que se quiere de la iglesia, echándola á los dos primeros siglos de su na- cimiento en cuanto á su práctica. Ella abandonó re- glamentos muy útiles para su tiempo que dejaron de serlo en otro: ella ha templado su disciplina según la tibieza que observaba; ella ha tolerado abusos que no podía remediar; en fin, ella ha aplicado el remedio donde prevalecía la enfermedad. ¿ Puede concebir- se jamas que de tantos esfuerzos dobles de zelo, de virtud,y de sabiduría en que han empeñado á los pas- tores la incredulidad, la heregía, la relajación y la ti- bieza, no debe ya quedar ningún vestigio á fin de que solo revivan los usos de los dos primeros siglos ? No- sotros sabemos que fueron los mas santos, los mas puros, y que ellos deben ser los nuestros con prefe- rencia, siempre que los admita nuestra resfriada pie- d^d; pero es para esta misma adopción que necesi-( I»» ) tamos el zelo de la iglesia, ilustrada con los sabios preceptos de una tardía experiencia. Ya hemos apuntado en otra parte que, en los tres primeros siglos de la iglesia, su disciplina no pudo ser completa, ni universal ni pública; porque los fíelos siempre se vieron perseguidos del fanatismo idólatra, y obligados á habitar entre cavernas. Lejos de es- cribir y publicar los pastores las prácticas que se ob- servaban, ponian un estudio especial en ocultarlas,y solo se sabían cuando era preciso rebatir una calumnia. Infiérase de estos antecedentes, atestigüados constan- temente por todos los documentos de aquellos tiem- pos, el valor que debe darse al silencio de muchos usos para inferir de él su inobservancia de un modo positivo, y calificarlos de meras novedades. Este es el argumento gefe de los autores que impugnamos, y el que debe precaver á los incautos para no caer en sus lazos. Pero dejemos á un lado generalidades, y des- cendamos á prácticas mas especílicas. No se nos oculta, que en un tiempo en que se cree por no pocos que la cultura del siglo iba desterrando las prácticas vulgares de un catecismo absurdo, obra del interés y la superstición, los véamos invectivar contra un es- critor, que lejos de hacer agradable la vida, se em- peña en hacerla melancólica bajo el yugo duro de los preceptos eclesiásticos. La respuesta á este cargo nos es muy fácil. O esos preceptos de que vamos á hablar son los mismos que fueron observados en los siglos mas puros, apo- yados por toda la antigüedad, y mandados practicar por una legítima autoridad, ó no. Si se nos muestra que no lo fueron, hemos concluido. Nosotros dispu- taremos entonces su indulgencia al mas ingenioso de los moralistas cuando trata de complacer. Pero, si al contrario, ellos nacieron en la misma cuna del cris- tianismo, si los apoyaron los mas sábios y santos per- sonages, en fin si corren bajo el sello de la única auto- ridad á quien Jesucristo encomendó su iglesia, ¿será justo que los desconozcamos porque mortifican núes- ( 109 ) tras pasiones, y porque los vemos combatidos, ya por autores noveleros, ya por un legislador* sin otro título que el que se ha dado á sí mismo ? No, nosotros ha- cemos justicia á nuestros conciudadanos, y estamos persuadidos, que por grande que sea su prevención, ganaremos su sufragio si se nos escucha de buena fé. Haber reducido á obligación la Misa en los Domin- gos y fíestas del año, multiplicándolas hasta el exceso con perjuicio de las labores que daban el sustento á las familias, es el primer abuso de que se lamentan los autores que impugnamos. El autor de los discursos no tanto ejercita su crítica biliosa contra las fiestas, cuanto contra la falta de po- der en los concilios para reducirlas á precepto, y la imprudencia de haberlas aumentado en tanto número. En cuanto á lo primero, cree sin duda que estas cele- bridades debieron haberse dejado en clase de conse- jos, como lo estuvieron en los dos primeros siglos, evitando por esta via el número de pecados graves que se cometen por causa del precepto. Su apologista busca con esqvisíta diligencia un canon que imponga precepto formal de asistir á la Misa bajo de peca/lo mortal los Domingos del año, y no !o encuentra en nin- guno de los siglos anteriores á los de la ignorancia general^ yfixion de las decretales antecirinianas. Con todo, mas que le pese confiesa, que siendo " la consagración de la Eucaristía, y su comunicación á los fieles (así se ex- plica) el fondo y parte substancial de lo que llama- mos Santo Sacrificio de la Jlfisa, en este sentido puede decirse, que desde la época misma de los apóstoles fueron los cristianos obligados á concurrir á la Misa en todos los Domingos." Con esto solo desmiente ya á su protegido, porque si en la mas reciente época do m era cristiana fué de obligación la asistencia á la Misa, es falso que siempre hubiese sido un ukisejo. Es ridículo á todas luces decirnos en seguida ; " pero esta obligación era genérica, por consecuencia del pre- cepto general de dar buen ejemplo, y de imitar en lo posible á los apóstoles, mas no poique hubiese pee-( no ) cepto alguno especial, que declarase por pecado gra- Ve la infracción particular." Si la obligación de la Misa era efectiva, fuese por ella ó por otra causa, j puede mirársele como consejo, ni su falta bajo otro aspecto que el de una transgrecion ? Pero analicemos el punto un poco mas. No hay un hombre tan ignorante que no sepa ha- ber sido sustituido por los apóstoles el Domingo al Sábado de los judíos. Así en la religión primitiva, co- mo en la de este pueblo escogido, fué solemnísima la celebridad del Sábado; pero lo fué mayor entre los primeros cristianos el Domingo, porque fué mas alto y sublime el motivo de su dedicación. Nada menos tenia por objeto que recordarles la resurrección de Jesucristo; y obligarlos á tributarle el mas religioso de los cultos. Ya por solo este motivo la celebración del Domingo no podía dejar de caer bajo un precepto de la mas estrecha observancia. Este qae era el de santificarlo, ó se le considera como uno de distintos ca- pítulos, ó como muchos dirigidos á un objeto comun, todos debian ser de suma gravedad, j Que dirían de los cristianos los judíos, cuando teniendo su Dios Sal- vador dobles motivos á su reconocimiento que los que tuvieron sus antiguos padres á su Dios Legislador, eran ellos menos escrupulosos en levantarle un monu- mento eterno á su memoria, y en rendirle menos so- metimiento ? Pero el precepto de la santificación del Domingo 6e robustece cuando con su misma ritualidad se vé ya unido otro motivo tan alto y sagrado como el primero. Nadie puede imaginarse que los apóstoles dejasen de santificar este gran dia con el augusto y tremendo sa- crificio de la Misa. ¿Que otro rito mas propio para comunicarle toda su dignidad, ni otro mas eficaz para que los fieles tuviesen de su parte propicio al cieIo.J La Misa venia á ?er así una nueva renovación del prodigio obrado el dia de la cena, y un sacrificio im- petratorio que reemplazaba eminentemente las anti- guas hostias pacíficas. ¿ Podia ya la festividad del ( 1*1 ) Domingó subir á mas alto grado, ni podian los cristia- nos atestiguar mejor su reconocimiento, que ofrecién- dole á Dios el mas precioso de sus dones, su propio Hijo ? El sacrificio de la Misa llegó así á ser en la igle- sia de Dios uno de sus mas dignos caracteres. Sin él carecia el cristiano de un sacrificio con que poder tributar un culto igual al que era debido al criador, ni podia encontrar otra víctima de cuya intercesión se prometiese la abundancia de gracias que exigia su peregrinación. Sin mas que la consideración de este motivo inte- resante nadie podrá creer que sin un acceso de demencia, pudo el autor del proyecto llamar consejo al precepto de la misa, ni su apologista rebajarlo á la esfera de leve. Lo primero se convence, porque | no cabe en una rázou sana imaginarse que sin crimen pudiese alguno de los fieles dejar de asistir al sacrifi- cio, en un tiempo en que, según el autor de los hechos apostólicos, todos perseveraban unidos en la oración, y en la fracción del pan. Lo segundo, porque sale délo razonable, que tomando el precepto su natura- leza de la materia que trata, y siendo la presente de la mas alta importancia, se arroje á sostener su le- vedad. Ahora es que se descubre el artificio con que, queriendo minorar la materia del precepto, solo la en- cuentra en el cuidado de dar buen ejemplo, y de imitar á los Jlpóstolcs. Aunque el motivo de que acabamos de hablar, es decisivo en la materia, no es el único. Examinemos un poco mas esa liturgia de la Misa, y encontraremos otro, que descubre el precepto en el mismo origen del cristianismo, y reclama con energía su perpetuidad. La Misa celebrada en una congregación de fieles tuvo desde su institución el carácter representativo de la unidad de la iglesia bajo su legítimo pastor. Aquí es donde se vé la comunión de los santos, viviendo con un mismo espíritu, ofreciendo la misma víctima, parti- cipando de los mismos sacramentos, y recibiendo de su pastor el pan de la doctrina. S. Justino, que vivia( ) ú la mitad del segundo siglo, nos refiere en su apolo- gía la liturgia que en él se observaba. u El dia del sol, dice, (esto es el Domingo) todos aquellos que habilnn en la ciudad ó en el campo se juntan en un solo lugar: allí se leen los comentarios de los apóstoles, ó las es- crituras de los profetas, según el tiempo lo permite. Callando el lector, el que preside dirige al pueblo una oración con la que lo instruye y lo exhorta á la imila. cion de cosas santas." No es posible imaginarse una jjr.ictica mas sabia, ni mas oportuna para difundir la doctrina católica, y mantener siempre viva la lámpara de la caridad en los fieles. Así es precisamente como cumple el pastor las eminentes funciones de su minis- terio; y así es también como los fieles unidos á los pies de los altares hacen una profesión pública de su íé, y se inspiran mutuamente sentimientos de piedad. Cuando Jesucristo encomendó á los pastores el cuida- do de su iglesia, fué sin duda para que pusiesen en ejercicio la autoridad que les confió del modo mas provechoso á su grey. Hubiese sido cosa bien singu- lar, que siendo la Misa el medio mas eficaz, como se ha visto, de cumplir exactamente tantos y tan dignos objetos, bubierau omitido establecerla bajo un formal y rigoroso precepto. Usando pues los apóstoles de su legítimo poder, introdujeron esta práctica salu- dable. Fué por lo mismo esta institución la que en los si- glos posteriores hasta el presente, ha conservado la iglesia católica con un zelo siempre igual, y siempre activo. Consta esto mismo del concilio Sardicense (I) cuando dice hallarse ya establecido, que sea privado de la comunión el lego que por tres Domingos ó se- manas deje de asistir á la Misa: de la Sínodo VI (2) condenando á la deposición del clérigo, que perseve- rando en la ciudad, de tres semanas, deje una de con- currir: del papa S. Gregorio (3) ordenando la publi- cidad de las Misas ante un pueblo congregado, y pre- (I) Canon 13. (2) Canon 80. (3) Lib. 4, epis. 46. ( na ) cedido de su pastor. Es tan antiguo y tan repetido este precepto que con una santa emulación han pro- curado establecerlo todas las iglesias del orbe católi- co. Hablando el cardenal Bona (1) de la práctica re- lativa á la exhortación del pastor después del evan- gelio, nos dice. "Esta costumbre cuya série jamas fué interrumpida ha sido conservada desde el principio de la iglesia hasta nuestros tiempos." Traigamos ahora á un corto exámen las autoridades que nos opone el erudito apologista. La 1.a es el ca- non 10 de los llamados apostólicos: "conviene, dice este canon, privar de la comunión á todos aquellos fieles que entran en la iglesia, oyen la lección de Ja Sagrada Escritura, pero no perseveran en la oración.'* Este canon no es precepto de asistir, dice el apologis- ta, sino de perseverar. Tampoco decimos que lo sea, porque no es en su tenor que nosotros fundamos el precepto, sino en los gravísimos motivos que hemos apuntado, unidos á la práctica de los apóstoles, y á la constante imitación de la iglesia. Este canon supone va el precepto, y solo se limita á hablar de los que abandonan el sacrificio. Si no fuese así, él probaria oemasiado, y por consiguiente nada. Probaria que e« ese tiempo el Domingo era un dia profano, como lo» demás de la semana, pues que ninguno estaba oblí- galo á santificarlo, ni presentarse en el templo. la 2.a es el canon 88 del concilio IV de Cartago, quediceasí: " quien fuere á los espectáculos en un diatolemne, omitiendo asistir á los oficios eclesiásti- cos \n el templo, sea excomulgado." Aquí dice el au- tor, \o se manda asistir á la Misa, sino que se trata (le coligar al que sin ir á Misa concurre al teatro. Ningino mejor que este canon dá por asentado el pre- cepto \ porque solo una razón preocupada pudiera Jmagin\rse, que sin él se llegase al último extremo de la seyeidad, aplicando la última pena que conoce la iglesia, i Que reservaba entonces el concilio contra (I) Lib. 2yer. Liturg. c. 7, n. 6.( "4 ) los transgresores obstinados de los mas grandes man- damientos? La 3." el canon 47 del concilio Agatense, cuyo tenor es : "mandamos a los seculares cor» precepto especial oir en el dia Domingo las misas enteras. &c. " Lo es- pecial del precepto, añade el apologista, parece estar en que los concurrentes perseveren hasta el fin. No lo dudamos ; pero esto mismo nos muestra que la obli- gacion de oiría venia ya de otro precepto mas antiguo. De otro modo sería lo mismo que si se dijese: nadie esta obligado á dar limosna, pero el que Ja dé, debe darla hasta cierta cantidad. A mas de esto; ¿quien no advierte en el canon el precepto expreso de oir misa? Tiene este canon también la circunstancia de ser anterior á los siglos de ignorancia, pues ce de fines del siglo IV. Dos cánones mas produce el autor: los mismos que omitimos en obsequio de la brevedad, porque no tienen mas mérito que el de haber aumentado con ellos ripio y palabras. Después de haber producido sus pruebas, reflec ciona el apologista sobre la intención del autor de proyecto, y lo mira corno un modelo de verdaden celo, en cuanto procura reducir las cosas á su primr estado, y que se eviten las ocasiones de pecar. ¡ Qui- tando eí precepto de asistir á la misa los Dominas! ¡ Véase aquí un precioso medio de hacer íructiftar los dones de la gracia ! ¿No diremos mas bien \»e esta es una sacrilega conjuración para sofocar «) « corazón de los hombres todas las semillas de virud? ¿Se ha de abolir una ley porque haya quien laque- brante ? Y si de la abolición del precepto encues- tion se siguen muchos mayores males, ¿aun se» pre- ciso aniquilarlo? Es fuera de duda, que en ruestro estado de tibieza, la concurrencia á los templ* sería poca, jQuien guia entonces á los que se auentau. j Quien disipa las sombras de su espíritu? ¿ diñen los excita á la virtud con el cuadro imponente d> las pe- nas y las recompensas? Véa6C aquí lo graiufe del sis- ( H5 ) tema que impugnamos, hacer que no se cometa un crimen, dando ocasión á que se perpetren mil ma- yores. Dejamos concluida la primera parte del cargo : vengamos á la segunda. La autoridad eclesiástica, nos dicen, ha multiplicado las fiestas basta el exceso, con perjuicio del sustento á los que mas lo necesitan. Cuatro cuestiones debemos ventilar aquí: 1.* ¿La santificación del Domingo estubo siempre adherida á la cesación de obras serviles? 2.a j Es esta cesación nociva á la sociedad ? 3.» ¿ Lo fué á lo menos cuando se aumentaron enormemente las fiestas con esta cali- dad ? 4.a ¿ Qué arbitrio se presenta mas exequible para este mal ? En cuanto á la primera cuestión, somos de opinión que las obras serviles se miraron siempre como opues- tas á la santificación del Domingo. No admite duda que el reposo fué ordinado á los Judíos el dia de su Sábado : ** vosotros no haréis" dice la ley (I) " ningún trabajo este dia, ni vosotros, ni vuestros hilos, ni vues- tros sirvientes, ni vuestras bestias, ni el ext'rangero que seencuentre entre vosotros &a." El apologista no halla una razón que le satisfaga para llegarse á persuadir «que Jesu Cristo (así se esplica) dio á su iglesia el poder temporal externo que se necesitaba para dispo- ner de una materia puramente profana, laical, secular, temporal, externa, cual es el trabajo corporal de los hombres. " De aquí concluye, que le parece imposible probar que Jesu Cristo ó los apóstoles hubiesen impuesto esta ky para el nuevo testamento.'''' Asentando el autor esta proposición, nos parece que no ha entrado bien en el espíritu de la iglesia, en orden á la santificación completa de un dia de fiesta, y consagrado al Señor. Para no equivocarse en este punto es preciso no perder de vista los motivos que meron lugar á su institución. Por lo que respecta á '» festividad del Domingo, ya los hemos expuesto, y (') Exod. cap. 23, v. 12. y Deut. oap. 5, v. 14.( l'G ) ei se han pesado debidamente, nadie podrá negarnos que son incompatibles con tener el espíritu y el cuer. po entregados á los cuidados que demanda el meca- nismo de las obras serviles. En efecto, ellos desem. barazan al pueblo de esos afanes para traerlo á los altares á fin de que contemple los altos misterios de la religión, haga una pública profesión de su fé, nutra su espíritu de la doctrina santa y rinda un culto agra- dable al Señor ; ellos le exigen una dedicación piado- sa á las obras de caridad, á la lectura de los libros devotos, y al ejercicio de las virtudes ; ellos, en fin, lo excitan á que, ocupado de buenos sentimientos.se desvie de todo lo que puede profanar un día que el mismo Señor se ha dedicado como propio. Es preciso mucha adecion á sus preocupaciones pnra insistir en que todo este conjunto de objetos que están en contacto con el espíritu, dejen de escluirlas obras serviles. Pero si se quiere una prueba de que así lo entendieron los primeros fíeles, examínense sus ejercicios del Domingo en los monumentos de aquella edad. Todo nos indica que un regocijo santo los ocu- paba en las prácticas de religión, en el ejercicio de las buenas obras, y en una comida común de caridad, llamada ágape, que después se hacia, para cimentar la concordia, y para restablecer, á lo menos al pie délos altares, la fraternidad destruida en la sociedad civil por la gran desigualdad de condiciones. De estas comidas hablan S. Pablo (1), S. Justino, (2) Plinio('f) y otros. Nada hay aquí que no nos compruebe una cesación entera de esa tumultuosa agitación que cau- san las artes, el comercio, y otras profesiones lucra- tivas. Pero aquí la dificultad del apologista en concebirse que Jesucristo diese á la iglesia poder bastante pnra disponer de una materia puramente profana, cual es el trabajo. Nosotros no le damos la importancia q"e él le atribuye. Si esta fuese de algún momento proba- (1) L. con. c. 11, y. 20. (2) Apo!. 1«* n. 67. (3) Carta á Trafaou. ( «17 ) ria, que siendo como son los apóstoles los institutores de esta solemnidad, fueron tambin los primeros usur- padores del poder secular. Pero nada de tal usurpa- ción ni en ellos, ni en sus sucesores. No hay quien ignore que el ejercicio del culto público, y de la reli- gión tiene un enlace íntimo con muchas acciones de |a vida civil. Cuando Jesucristo encomendó al po- der de la iglesia promover ese culto y esa religión, comprendió en ese poderlas acciones civiles, sin cuya cesación no podian tener su debido ejercicio. No queremos decir por esto que la ley de la iglesia en lo que tienede temporal tendría cumplimiento sin la acep- tación del soberano. Sabemos que puede resistirlas, y ya lo hemos dicho en otra parte. Si lo hace con jus- ticia cumple su deber, de lo contrario él será respon- sable á Dios; pero esto no es un obstáculo para que la iglesia lo mande cotí sujeción en el cumplimiento á su soberana voluntad. Véase pues como se concilia muy bien que las obras serviles s^an profanas, y que Jesucristo revistiese á la iglesia con el poder de man- darlas cesar, como que eran contrarias á la santifica- ción del Domingo consagrado á su culto. Si estuvo en manos de los príncipes y de las naciones idólatras re- chazan la religión de Jesucristo que los apóstoles les predicaban, no estuvo menos en manos de estos de- járselas de predicar, si ella no habia de ser ejercitada con fruto y dignidad. Desde que el imperio romano conoció su importan- cia, y la admitió en su seno halló muy conciliable la ley política con la cesación del trabajo en el Domii - go. El gran Constantino, no solo no innovó la práctica de esa cesación, así como venia desde los apóstoles, sino que también hi.ro cesar las funciones del foro, á J'o ser aquellas que fuesen de una necesidad urgente, feodosio y Justiniano en sus códigos vinieron también e" auxilio de la lev eclesiástica sobre la cesación de obras serviles: (1) de manera que guiada siempre la (!) t'mi. Teo. 1 y2,tit.K.de Fesit, Les. I. Cod. <*>;.lust. 1 y 3, m, ií ik- ' esl. Le», 3.( no ) iglesia y los estados por un mismo espíritu de religión y de orden, se ha publicado constantemente lu ley de la cesación del trabajo. Para conciliar este punto, dejando demostrado que no hubo época en que las obras serviles no fuesen pro- hibidas el Domingo, solo nos resta salir de la dificultad en que el apologista piensa ponernos con el canon 29 del Concilio Laudiseno. Corriendo con su memoria este autor el vasto campo de los concilios, nos dice, que este fue el primero, según se acuerda, haber tra- tado del trabajo los dias festivos; y á renglón seguido nos pone el canon concebido en estos términos; "no conviene que los cristianos judaizen absteniéndose de trabajar en el Sábado; si no antes bien conviene que trabajasen en este dia : dando como cristianos al Do- mingo la preferencia en la omisión al trabajo, si k cesación les agrada.'''' En esta autoridad tan decisi- va halla una antorcha que lo ilumina para deducir sin equivocación: " primero, que la Iglesia no ha- bía puesto aun precepto alguno de cesación: se> gundo, que aun entonces no lo puso: tercero, que ni aun lo aconseja sino para el único caso de que acomode la cesación, y esto solamente por estirpar la observancia jüdica del sábado: cuarto, que des- cubre cual era el origen de cesar un dia por se- mana." Confesamos de bu na fé que nuestra sorpresa fué igual al rubor de vernos vencidos. Con todo siempre nos quedó el recurso de examinar el canon en docu- mento mas fiel que la memoria del autor. Con toda diligencia así lo hicimos registrando la famosa colec- ción de Labbé. Fué muy oportuno este paso: el tex- to lo hallamos corrompido, quedándonos solo la duda de si la traición estubo de parte de la memoria del autor, ó de su intención premeditada. Nos inclina- mos á este último, observando que refiere el canon > la letra, menos en la palabra que lo corrompe. Esde- masiada la pobreza de doctrina que un autor sienti cuando se resuelve á ser falsario. El canon como I» <*& ) trae la colección labbeana dice así: ("l") " no conviene que los cristianos judaicen, absteniéndose de trabajar el Sábado, sino antes bien conviene que trabajen en este dia; dando como cristianos al Domingo la prefe- rencia de no trabajar, si así pueden hacerlo" La dife- rencia de un texto á otro nada menos consiste que en- tre decirse que haga una cosa si se quiere, ó decirse se baga la misma si se puede. Diferencia que lauto vale como la que hay entre la libertad y el precepto. No inculcamos sobre los hallazgos que el autor se jactaba haberle descubierto su antorcha, porque ya debq conocerse que era l*iz fatua. Pero esta cesación ¿no es nociva á la sociedad ? Esta es la segunda cuestión que nos propusimos tra- tar. Nada arriesgamos en decir, qu*» si es solo con respecto á los Domingos del año, no solo no es nociva, sino también ventajosa al cuerpo social. Mandando el Criador el reposo del Sábado, tuvo también consi- deración, á que sobrepujando por lo común los traba- Jos diarios á las fuerzas humanas en los jornaleros, era de necesidad suspenderlos un dia á la semana, para que fortificándose la naturaleza, no llegase tan breve é su decrepitud. Esto no impedia, que si el trabajo .VI artesano, ó de otras personas, cuyo interés estaba udazado con el del público, ó con el priv ado, necesi- tasen las obras serviles de un modo imperioso y ur- gente, hubiese «le prevalecer la ley. La iglesia misma se presta á templar su rigor, y á venir en auxilio de la necesidad. Va por esta parte el bien es conocido. Por lo que respecta á Ja masa general de las rique- zas nacionales, solo á un proceder irreflexivo puede ocultársele, que la cesación del trabajo en los Domin- gos para (pie el pueblo se dedique á los actos de reli- gión, lejos de minorarla, la acrecienta. Nadie puede uegar que esa concurrencia á los templos, y v>a apü- (1) Concilium Laodicenum celebratum anno 320: apud Labb. tomo I." pag. 1¡>30, canoa 29. "Quod non o^ortetcíiristianos judiuzare, et in sabbato otian, se ipsos quodie oporari: diem airtoui dominicum preferentes utiari, sí "iodo possint ut cliristianos. Quod si inventi lWriot judaizantes sint ana- tema apud cl)ii3tum." 17( 120 ) cacíon á santificar el Domingo se dirige muy en espe. cial á criar una moral pública, que enfrenando las pa. siones dañosas, dé aliento á las benéficas. Conseguida esa moral pública, ella precisamente haría al pobre mas amante al trabajo, al de mediana suerte mas eco. nómico, y al opulento mas inclinado á dar mejor des- tino á lo que gasta en locas profusiones, j Es dudable ni por un momento que esa moral sería un fondo mu- cho mas productivo que todo aquel que le hacen pro- ducir los calculistas á las obras serviles en los Domin- gos? Convengamos pues, que aun mirado este pum0 con ojos camales, la cesación de obras serviles en los Domingos interesa enormemente al cuerpo social. Otra cosa decimos en el caso de'ver aumentadas las festividades siempre con la cesación del trabajo. Esta es la tercera de las cuestiones propuestas, y la que se presenta con mas claridad. La persecución contra los cristianos enriqueció á la iglesia de iná-ftires, que ar- mados con toda la fuerza del convencimiento y la vir- tud, desafiaron á los tiranos, y dieron á la religión ron su gloriosa muerte una nueva prueba de su verdad. Según el modo de pensar de los primeros cristianos, dice un sabio escritor, la muerte de un mártir era para él una victoria, y para la religión un triunfo: la sangre de este testigo cimentaba el edificio de la iglesia, r era preciso solemnizar el dia de su muerte, como «i fuese el de su nacimiento. Así pues los fieles se junta- ban al rededor de su sepulcro, y reanimaban su fév eu valor. A imitación de las fiestas de los mártires,se establecieron otras en honor de los confesores, cuva> virtudes habiau hermoseado el campo de la iglesia,' producido muchos frutos de santidad. Este celo desde luego era muy laudable, pero cora» la virtud misma es vicio en sus extremos, multiplican- do riñan y otras festividades hasta el exceso, vino* hacerlas gravosas al estado. La agricultura, lasarte y el comercio veian en cada paso interrumpido sugir* y el estado mismo experimentaba un déficit en su eran' diticii de soldar. ( 121 ) Pero no era esto el mayor de los males, si se pone en paralelo con el que padecian las virtudes del cris- tianismo. La corrupción de las costumbres tuvo poder para hacer que las festividades religiosas mudasen de objeto. Las que antes se deseaban por fomento de la virtud, eran ya convertidas en alimento jlel vicio. El antiguo esuíritu de religión dejó de subsistir, porque los pueblos cambiaron las fiestas en escenas de liber- tiiiage y de desorden. Las autoridades sintieron todo el peso de tantos males,y se esforzaron á quitar la ocasión disminuyendo el nJmero de fiestas. Son distinguidos en este género los concilios provinciales de Sens, de Burgos, de Bor- deaux, y las bulas de los papas Paulo III, Urbano VIII, Benedicto XIV, y Clemente XIV, por las que quedó rebajado un gran número de estas festividades, sin que por esto se crea que se ha llegado á dejarlas en su justa medida. Tratemos ahora del remedio, que es la cuarta de las cuestiones. Somos de sentir, que cuanto mas nos acerquemos sobre este punto á los tiempos apostólicos, y cuanto mas nos conformemos con el espíritu de la iglesia, tanto mas ponemos el pie en suelo seguro. Ademas del Domingo en memoria de la resurrección del Señor, se miran como fiestas de institución apostó- lica la de Pentecostés, la del Nacimiento de Jesucristo y de la Ascención. La iglesia no podia dejar de dedi- carle cultos á un objeto tan tierno como el que le pre- senta la soberana Madre de Dios. En efecto ella se los consagró por varios respectos, pero en especial por el de su JÑacimieuto, y su Asunción á los cielos. Las fiestas del Corpus, de Todos los Santos, y de los apóstoles San Pedro y San Pablo, son también de un carácter muy recomendable. Estas festividades con las de los Domingos del año son las únicas que a nues- tro juicio deben quedar en nuestro calendario, inter- viniendo en esto la legítima autoridad de la iglesia. Fué pensamiento original del Abad de S. Pierre, píéseti del afio. No lo vemos adoptado en parte a|gu. na, pero creemos que trasladando, no todas, á fin de no llenar todo el año de fiestas, sino las principales, este era el medio mas eficaz de conciliar dos grandes fines, el uno remediar el mal que causaba la cesación de obras serviles, y dejar complacida la cristiana de- voción de los Pueblos. Al oir este nombre devoción tememos se nos note, que con esta traslación de las fiestas solo aspirarnos i nejar alimento á la falsa piedad. No ignoramos que en el común dialecto del siglo un hombre ó una mu- ger devola, ó es un espíritu pusilánime y melancólico, ó aquel en quien las prácticas exteriores de devoción han infundido tal confianza, que ella destruye las ver- daderas virtudes, porque cree salvarse con sus vicios al abrigo de los'santos sus protectores. Es de lartien- tarse que un vicio harto coraun haya dejado en los ánimos esta impresión. Pera ¿nos engañaremos si de- cimos que en unos una errada opinión, en otros la va- na gloria de bellos espíritus ha generalizado mas de lo debido este concepto? Por lo que á nosotros toca es- tamos bien convencidos, que á pesar del mucho mar que causan las doctrinas impias de los libros euro- peos, hay mucha piedad en nuestros pueblos, y que á esto contribuye no poco el particular afecto que unos profesan á la vida ó virtudes de ciertos misterios y santos. No sabemos porque los hechos de un héroe profano que se leen en la historia de su vida han de t :er virtud de crear imitadores, y no la han de tener Jos de aquellos que por el camino de la virtud se abrieron la puerta de la inmortalidad. De aquí la só- lida devoción, porque hace al hombre caritativo, coro- paciente, sufrido y resignado á la voluntad de Dios. Pero como estas virtudes se cree deberlas á ía abun- dancia de gracias conseguidas por la intercesión del santo protector, piensa el devoto que entonces satis- face su deber, y lo pone de nuevo en el interés de su causa cuando le tributa un culto público, i Hay f» esto alguna cosa de reprensible ? ¿Son estas gente» ( *23 ) menos desinteresadas, menos benéficas, menos ejem- plares que los impíos? Si no es así foméntese pues una devoción que dá tan buenos resultados en favor de la iglesia y de la sociedad.( 124 ) CAPITULO III. Prosigue la materia del discurso segundo con relación al cuarto articulo, y tercero y cuarto discurso. La Confesión. El cuarto artículo del segundo discurso dice así: "Nadie será compelido por medios indirectos á la confesión específica de sus pecados, quedando á la devo- ción de cada cristiano acudir al mismo párroco y pedirle que le administre el sacramento de la penitencia, usan- do de la potestad de absolver concedida por Jesu Cris- to á los sacerdotes representados por los apóstoles; y el presbítero le absolverá si reputare al penitente con- trito; como Jesu Cristo absolvió á la meretriz, á la samaritana, la muger adúltera y otros pecadores arre- pentidos." En términos menos disfrazados, lo que el autor quie- re decir es, que nadie debe ser compelido á confesar- se, ni mucho menos á confesarse haciendo una expli- cación específica de sus pecados. Esta proposición Ja calificaron los censores por hcregía, por suponer que negaba el precepto ; pero el apologista niega el hecho y acusa á los censores de falsarios, añadiendo que la proposición solo se limita á decir, (hablando en nombre de un gobierno civil,) que nadie sea compe- lido á confesarse. Pero á no haberse propuesto estos autores en hacer una mezcla confusa de palabras y de ideas incoherentes, no es fácil concebir como es falso que niegue la existencia del precepto, el que, en términos categóricos quiere que nadie sea compelido á la confesión .... quedando á la devoción de cada cristiano pedir la administración del sacramento. Don- de hay precepto hay obligaciou; y donde hay obliga- (125 ) oion hay poder para obligar á su cumplimiento al que ]a tiene, sin que este quede pendiente de su libre re- solución. Mas aun: el autor del proyecto ordena en su artículo que el presbítero absuelva al penitente si lo reputa contrito, como Jesu Cristo (llamamos aquí no- sotros la atención) absolvió ú la meretriz, á la samaritana, á la muger adúltera, y á otros pecadores arrepentidos. Con estos ejemplos nada otra cosa quiso decir el autor, sino que, así como estos pecadores merecieron la ab- solución del Señor, sin que de su parte hiciesen una confesión de sus pecados, así deben merecerla del ministro los demás, sin el reato de confesar los suyos, siempre que pueda constarle de su arrepentimiento. No es esta una imputación arbitraria. El mismo apologista hace uso de ellos para probarnos que en el curso de la predicación de Jesu Cristo reconcilió á estos pecadores, sin encargar ni obligar á nadie el que revelasen sus pecados. Cierto es que este es un esfuerzo vano del autor si con él quiso probar que Je- su Cristo no impuso precepto de confesarse los fieles, porque estos hechos precedieron al momento en que, estando Jesu Cristo para subir á los cielos, instituyó el sacramento de la penitencia, diciéndoles á los após- toles : recibid el Kspíritu Santo : los pecados que vosotros perdonareis serán perdonados, y los que retuviereis serán re- tenidos. (I ) Nuestro deber es demostrar que, instituyendo Jesu Cristo el sacramento de la penitencia por las pala- bras que ya hemos citado, instituyó también la confe- sión específica y numérica de todos los pecados, y que desde los primeros siglos estuvo en uso la auricular. A fin de combatir estas verdades han hecho grandes esfuerzos los protestantes. Bergier nos dice (2) que Daille trabajó uti grueso volúmen sobre este asunto, y que fué refutado por muchos de nuestros contro- vertistas, en particular por D. Dionisio de Santa Mar- ta : quien hizo ver que no habia un punto de fé ó do (I) E*Mff'. de tí. Juan, cap. 2, v. 2á. v tí. Mateo, cap. 18, v. 16. (t) Dice. Eaejrok Theol. v. Cmi.( 12C ) disciplina sobre el cual la tradición sea mas Constante y m.»s bien establecida. Era muy de extrañar que empeñados el autor del proyecto y su apologista vfí hacernos gustar de esas doctrinas, hubiesen omiti- do este punto sin condimentarlo al placer de su estra. gado paladar. Pero mientras no borren de la Escrí- tura Santa estas palabras memorables con que Jesu Cristo autorizó á los ministros de la iglesia para atar y desatar, siempre tendrán por experiencia que es muj inútil trabajar contra los derechos de la verdad. Dicta la razón natural que para hacer los apóstoles un legítimo y sábio uso de ese poder debían entrar hasta el fondo de las conciencias, desarrollar todos tus pliegues, y penetrarse de toda la gravedad del crimen. Sin esto á no ser por un milagro, no harian mas que desatar lo que debia estar atado, y atar lo que mere- cía estar disuelto. Las mas veces se trataría de he- chos ocultos, de que solo el penitente era el testigo y el reo. ¿ Por qué otro medio que por el de su confesión específica y numérica podría el ministro pesaren su balanza las cantidades morales del crimen, conocer las habitudes del criminoso, y saber la situación de su alma? Claro está que sin ella ni conocería á los hombres, ni podría caracterizar sus acción, ni for- marse una ¡dea justa de lo que exige del en aquel caso su propio ministerio. El peso de estas razones tan concltryentes no fué bastante para que los autores que impugnamos, las avaluasen por su justo valor, y quisieron mas bien en- golfarse en un mar de conjeturas frivolas, que jamas podian aproximarlos a la verdad. El apologista reco- ce la potestad con que Jesucristo revistió á sus após- toles para atar y desatar las conciencias, expresado por los evangelistas S. Mateo y S Juan; pero nos opone que el Salvador " noexplicó en cual manera, ui con cuales circunstancias deberían los apóstoles usar de la potes- tad de perdonar los pecados, ó de neg-ar ó suspender el per- don." ¿Merece acaso este reparo ni aun la pena de con- testarlo ? Jesucristo dió á sus apóstoles un poder que ( 127 ) debinn ejercerlo de un modo humano en cuanto á ad- quirir el conocimiento del que juzgaban. Si no habia otro medio de llegar á él que la confesión, harta im- pertinencia es afirmar que ella no fué comprendida en el mismo poder. En los mismos lugares que con- fiesa el apologista, no expresaron los evangelistas si ese poder de absolver debía tener lugar á favor de los arrepentidos. ¿Será con todo bastante este silencio para afirmar que no fué requerido ? Dígase lo mismo de la confesión, y no nos veremos obligados á contes- tar preocupaciones de un humor cegado del capricljo. Pero nos pide textos que hablen expresamente de la confesión verbal. Será preciso dárselos. En las actas de los apóstoles leemos (1) estas expresiones; y muchos de aquellos que habían creído, venían confesando y acusando sus pecados. Con alguna mas expresión San Juan. (2) Si nosotros confesamos nuestros pecados, dice, Dios justo y fiel en sus promesas nos los perdonará. En fin, Santiago dice á los fieles. (3) Confesad vuestros pecados los unos á los otros. Tan terminantes expresiones no han sido capaces de quitarle la venda de los ojos. Oigamos sus respuestas evasivas. Confiesa sin duda el texto de los hechos apostóli- cos, pero, dice, no consta de estos hechos, ni de las epístolas canónicas, como administraban los apóstoles el sacramento de ta penitencia. No sabernos que clase de escritor es este, quo viendo penitentes, cuyos crímenes, rasgaban su alma, y turbaban la serenidad de su vida, los conftsa- ban y acusaban para reconciliarse con Dios y su con- ciencia, afecta todavía ignorar como se administraba el sacramento de la penitencia. ¿Quiere acaso que invente- mos otro dialecto acomodado a su comprensión para t|iio quede bien satisfecho? A la expresión terminan- te de estos textos nos opone el hecho de Simón el má- gico, quien cayendo en la tentación de comprarles á li* apóstoles el don del Espíritu Santo, y siendo re- (i) Hechos delo» Apoíf. cA¡i. IV, v. ¡ti. L. Joa. cap. i. v. 'j. K¿) C. 5. v. 1C. 18( 128 > prendido por S. Pedro, ni este le dijo que confesase su culpa, ni aquel, aunque al parecer arrepentido, |a confesó para recibir la absolución. Del mismo inoJo nos arguye con el silencio que guarda S. Pablo en su primera carta á los de Corinto; quien reprendiéndolos por el modo con que recibían la eucaristia solo les dice : pruébese á sí mismo el hombre (esto es, examine su conciencia, viendo si la tiene ó no pura) y no coma el pan eucarístico, ni beba el calix sin este examen ; pues el que come y bebe indignamente, se come y bebe su condenación, sin hacer mención de la confesión especifica, siendo asi que este era el lugar propio de encarecérselas. Desde luego advertimos que este escritor se forma un tribunal en materias tan serias, sin sujetarse á nin- guna regla de crítica. Hablamos así, porque á tener- las sería la primera, que mil argumentos negativos al lado de un solo positivo, nada prueban. Debia ver entonces que habiendo nosotros producido los que hablan de la confesión del modo mas bien pronuncia- do, es un arrojo temerario quererlos debilitar por los que de ello nada dicen. Pero esta reflexión no es la única. El apologista en sus discursos nos muestra que desconoce el principio de que es vicioso el raciocinio que prueba mas de lo que se intenta. El hace esfuer- zos los mas activos, á fin de convencernos que la con- fesión específica y sacramental jamas fué requerida por Jesucristo ni sus apóstoles; pero debió reflexionar que probando esta su tesis, caia en el compromiso de negar la institución de la penitencia, y el poder de alar y desatar. Está muy reciente el clamor de las razones con que hemos reducido á la evidencia, que ningún hombre ha recibido de la naturaleza el privi- legio de saber los crímenes secretos del corazón, sin el socorro exterior ó de la lengua ó de la acción; y debe estarlo en igual grado que no son remisibles los pecados que por algunos de estos medios no se han sujetado á las llaves. Téngase también presente que muchas veces no basta toda esla sujeción á las llaves para obtener la absolución. Hay crímenes, según lo* ( 129 ) mas sábio8 moralistas, que exigen restituciones, repa- raciones, y reconciliaciones precedentes, para no de- jar expuesto el sacramento á las irreverencias de una inconstante voluntad : sigúese pues, que destruyendo el autor la confesión específica, destruye al mismo tiempo la institución de la penitencia, y el poder de absolver ó condenar. Es á todas luces arbitraria la interpretación que el autor dá al texto de Santiago, queriendo que cuando ordena que los fieles confiesen sus pecados unos á otros, no habla de la confesión sacramental, sino de la de humildad, por la cual se imploraba el so- corro mutuo de las oraciones de los hermanos. Saca el autor esta interpretación de los autores protes- tantes, pero se engaña. Veremos en breve por la tradición, que desde el origen de la iglesia se en- tendió ese lugar de la escritura por una confesión hecha al sacerdote ministro del sacramento, con- fesión clara, específica, y numérica de todo. Entre tanto no omitamos hacer mérito aquí, de que, aunque el apologista niega el precepto de la Confesión específica y numérica de los pecados, si este solo se busca en lo literal de los libros del nuevo testamento, con todo está de acuerdo en confesarlo siempre que se entienda haber sido verbal, pasado á la posteridad por medio de la tradición. No se crea jamas que de esta pluma pudiese salir una confesión inge- nua y pura. Como si estuviese el autor arrepen- tido de haberla hecho, inmediatamente se corrige : "pero puede también suceder," dice, " que la inten- ción del infinitamente misericordioso Redentor no fuera sujetar la gracia de la absolución á términos tan rigurosos, contentándose con que (sin confesión específica y numérica) se absolviera, siempre que pare- ciese haber contrición y caridad, como él hizo con la muger pecadora en casa de fariseo Simón." Véase aqui como, en contradicción vergonzosa consigo mis- mo vuelve á reinsidir en el mismo error. Reco- nociendo el precepto verbal, halló justo, que habiendo( »» ) de ser juez el ministro del sacramento. . . esto no se puede verificar exactamente sin la confesión especifica y numérica ) Rcgu. brev.( 132 ) sario, según este padre, confesar los pecados á los de- positarios del santo ministerio. Así lo hicieron |0g que antes fueron penitentes. S. Ambrosio (1) dice examinémonos á nosotros mismos, y veamos si esta- mos desatados de nuestros lazos, para podernos ade- lantar siempre mas. Si halláis que no estáis todavía desatados, poneos en las manos de los dicípulosde Jesucristo. Sin S. Agustín estaria como incompleta esta cadena de hombres célebres. Será este el único que, por nombrarlo, tomaremos del quinto. Así se explica (2) en substancia : es una temeridad pensar que sin recurrir á las llaves de la iglesia el que se halla complicado entre los lazos mortíferos del pecado, pueda conseguir la vida eterna. Juzgúese así mismo el hombre, enmiende su vida, y venga á los obispos adminitradores de las llaves á fin de recibir la justa medida de su satisfacción. ¿Quien creería, que á presencia de tan relevantes testimonios tuviese aun frente el apologista para decir- nos : "habiendo examinado todo esto (es á saberlas escrituras, los concilios y los padres) con un cnidado mas que ordinario, no hé podido hallar un rastro anti- guo de que por tradición apostólica la confesión secre- ta sacramental deba de ser específica y numérica de todos y cada uno de los pecados conforme se bailan en la conciencia del confesante." Con esto solo que- damos convencidos de que, ó no los registró, ó deque entre sus manos la misma triaca se vuelve veneno.— En consecuencia de sus principios estraviados no es estrafio que mire la confesión secreta, como una prác- tica de mera disciplina, sujeta á todas las vicisitudes de los tiempos. Refiere algunos hechos históricos y algunas autoridades de que pretende sacar partido. Es de nuestro deber convencerlo que no le favorecen: sin negar por esto, que en cuanto la ritualidad w este sacramento tiene algo que pertenece á la discipli- na. ( I) Serni. sobre tqwIlM palabras del evangelio, prufecti in paguiu. («5 Kerm. 351. 2. 9. 1 ( 1327) El primer hecho es el sucedido en Constantino- pía, gobernando aquella iglesia el Patriarca Necta- rio año de 381. El historiador Sócrates lo refiere m y en compendio et» como sigue: después de la persecución de Oecio las obispos establecieron un sacerdote penitenciario para que oyese las confe- siones de loa que hubiesen pecado después del bau- tismo. Un delito perpetrado en la iglesia en tiem- po del obispo Nectario dio ocasión para que lo ab- rogasen. Cierta muger noble, llegándose al peni- tenciario hizo coi^ él una confesión general de todas sus culpas. El confesor le impuso la obligación de ejercitarse en muchas obras de mortificación y de piedad. En otra confesión que hizo después con el mismo penitenciario, se acusó de haber tenido fu Iropieso con un diácono de la iglesia ; loque, hecho público, fué arrojado de ella. Un suceso de es- ta naturaleza causó cierta conmoción popular, (auto por la gravedad del delito, como por la pro- fanación del Templo. Resintiéndose entonces (os eclesiásticos de una censura amarga y picante, el sacerdote Cudemou inclinó á Nectario á que abo- liese la plaza de penitenciario, dejando en liber- tad á los fieles para acercarse á La comunión, según) au conciencia. Este parecer fué abrazado. Los autores protestantes también han procurado dar con este hecho un gran colorido de verdad á su opinión; pero en vano. Lo que de él so deduce es, que antes de |a persecución de Decio, es decir, an- tes del año de 250, solo eran los obispos los que oian Jas confesiones de los fieles. En efecto, como antes de este tiempo ni fué tan crecido el número de los Cristianos, ni fueron tan enormes sus delitos, no ha- bí.» sido necesario crear un penitenciario, pud tejido (') üb. 5. histo. c. 19.( 133) el obispo solo ejercer esta función. Mas aumenta- do el cristianismo, roto ya el freno de la conciencia, y debilitado el nervio de la disciplina, el clamor público lo exigió, para que fuese un coadjutor del prelado, y oyese aun las confesiones públicas. El apologista con sus patronos quieren, que aboliendo Nectario este penitenciario, aboliese también la con- fesión privada ; pero esta inducion es arbitraria. Ni Sócrates ni Sosomeno lo aseguran; y pues que na- die ignoraba que antes se requería una confesión previa á la comunión, razón es inferir que con la abolición del penitenciario esta sola fué la que que- dó en práctica, volviendo á quedar todo en su primer estado. Entre los críticos católicos bay varias opinio- nes sobre este asunto; pero de todas debe constar, que ningún detrimento padeció con este suceso la confesión auricular; porque la que destruyó Necta- rio, fué aquella que dió ocasión al escándalo, lo cual es 'impropio atribuir á otra que n la pública, donde por imprudencia del penitenciario mandando á la muger que llevase allí su delito, se hizo notorio. Es muy débil recurso argüimos con el hecho de que Sócrates y So3omeno, afirman haber Nectario dejado al juicio de cada uno presentarse á la comu- nión según su conciencia. Si esto indicase aboli- ción déla confesión sacramental habria también de- recho para decir, que aun en la actual disciplina de la iglesia estaba abolida esta práctica. Nadie hay que ignore que el juicio de cada fiel es el regu- ladorde su conducta para saber si se ha de acercará la mesa del altar sin confesión ó con ella. Lo que quieren decir esos escritores solo es que no se exi- giese de ellos como antes una confesión fuese la que fuese. ( 133 ) En seguida al hecho de Nectario, nos ataca con |a autoridad de San Juan Crisóslomo, quien hablando á su pueblo en una de sus homilías (I) le dice así: "no te traigo al teatro de tus conciervos, ni te obligo á que descubras tus pecados á los hombres... Manifestad á Dios médico sapientísimo tus llagas, y pedidle que te cure." No sin la mas reprensible mala fé se quiere encontrar en este gran padre un patrono de tan mala causa. Su gana intención es que las confesiones sean tan secre- tas, que solo Dios sea quien las escucha. Pero ¿ qui- so por eso excluir á quien hizo su propio ministro? No por cierto jamas pudo concebir este santo doctor que los pecados pudiesen perdonarse sin la inter- vención de ese ministro : lo que si quiere decires, que la obra de la confesión se halla ocultamente concluida, cuando se revela á solo aquel que reves- tido con el poder de Jesucristo, hace sus veces. Por eso es que decía Paciano: lo que Dios hace por sus sacerdotes pertenece á él mismo. Y en otra parte: sea ue nosotros bautizamos, sea que administramos la peniten- cia, todo lo hacemos por el poder que Jesucristo nos ha dado. No pudiendo negar el apologista que S. León L prohibió el año de i-OÍ). la exomologecis, ó confesión -pública de los pecados, que un fervor demasiado Ardiente habia introducido en la iglesia, y cuyos grandes males producía ya por aquellos tiempos, no pierde la ocasión de inculcar en su manía, de (jue 110 consta claramente si la confesión privada, i|ue solo quedó en uso debia ser especifica y numé- rica de todos los pecados. Se puede inferir que así ™, d ice... pero también es cierto que esto no prueba i existencia del precepto de manifestar en secreto todos. Con fa este pensamiento repetido hasta el fastidio, nada fiemos que oponer de nuevo, sino que su autor á 'uestro juicio, dá menos importancia al juzgado de la feuteticía, que al de los jueces encargados de juzgar 1 'os criminosos. La ley exige que estos para ejer- (') homilía -J- del ¿.almo W.( M» ) cer debidamente su cargo, y no esponerlo á los u|. trages, obren con pleno conocimiento de causa, es decir se informen del carácter del reo, y entrón en la historia de todo lo «pie tiene relación con su crimen. Por el contrario aquí el apologista pide que el confesor solo conozca á medias su penitente, no vea su conciencia sino por un resquicio, que será siempre el que menos le muestre lo que del») saber, y en una palabra profiera una sentencia que sea menos en desagravio de un Dios ofendido que en indulgencia del ofensor. Nosotros no seguimos analizando las demás aufo- ridades que recopila el autor, por que con ellas solo pretende hacernos conocer que cuanto mas nos apar- tábamos de los primeros siglos, tanto mas fué gra- dualmente tomando vuelo la opinión de que era ne- cesaria la confesión específica y numérica de todos los pecados, hasta que en el cuarto concilio Late- ranense tomó por fin el carácter de ley. Nada tiene de verdadero esa progresión, y mucho menos lo que dice el autor del proyecto, estoes: "que varia- das las ideas de la primitiva disciplina, había excitado en un crecido número de clérigos la curiosidad de saber lo interior y mas secreto de la conduela persofial de los laicos;" poique lo que hizo el Late- rense, y renovó el Tridentino, en cuanto á lo esen- cial del precepto, es lo que enseñaron, á mas de los padres que hemos citado, los de todos los sigios, como puede verse en el conde Muzzarelli. ( I ) No bien satisfecho el apologista con lo que nos habia dicho hasta aqui, hace comparecer en la es- cena á Juan Barnes, natural de Inglaterra y monp Benedictino en Francia; quien según afirma, escribió un tratado dirigido á conciliar con la silla apostó- lica de Roma los ingleses separados de ella por el cisma del Rey Henrique VIII. y de su hija la lieinn Isabel. El título que puso á su obra fue el católico (1) B'jen uso do la loq en mat. de vn\i¿. oppmo, 10. ton» j- (*235 ) tomarlo pacifico. No es nuestro ánimo seguir paso por paso las huellas de este escritor, ya porque nos lle- varían muy lejos, y ya porque asi lo absurdo de muchos de sus discursos, como su debilidad, por sí mismo se palpan. £1 primer argumento que produce contra la con- fesión de los pecados, es la práctica de la iglesia griega, conservada en todo el tiempo anterior del cisma. Esta objeción es también de Daille, y haciéndo- se cargo de ella Bergier (1) se esplica asi: " nos en- gaña este teólogo cuando él avanza que los grie- gos, los jacob¡9tas, los nestorianos, los armenios no creen la confesión necesaria ; lo contrario es pro- bado de un modo incontestable por los libros y por la práctica de sus diferentes sectas. Ved el libro intitulado perpetuidad de la fé Asemam-biblioleca orien- tal. Estas sectas separadas de la iglesia Romana des- pués de mil y doscientos años ciertamente no han tomado el uso de la confesión. Es necesario pues que este uso haya sido el de toda la iglesia en el tiem- po de su separación." A mas de esto nos asegura Sel- vagio (2) que aun hoy en el dia se conserva entre ellos el penitencial de Juan II, prelado de Constanti- nopla. Natal Alejendro (3) trae hasta las fórmulas de la absolución que se encuentran en los euchológicos griegos. El mismo Barnes añade luego, que esta misma prác- tica de confesarse conservan hoy los griegos : en cuya comprobación trae una fórmula usada entre ellos, pol- la que se ruega al Señor quiera perdonar los pecados que callen por vergüenza. Pero esta es una abierta con- tradicion consigo mismo; pues acababa de decirnos: que los griegos católicos solo conocen obligación de confesar á Dios sus pecados ; y hay grande diferencia entre no te- ner obligación de confesar ninguno, y tenerla de con- ( I ) Dicción. Ensicl. tcolo v. consi. (2) Antigüe Lib. III. Cap. 12. ( 3 ) Hi,t. Btflo i3 v i4. Tc:n. 1. na¡r. 523, IO '( 23G ) fesar muchos. A ma9 de esto, si ese capítulo de su ■formulario es verdadero, la práctica de los griegos aun es mas opuesta á su opinión, que á lo que enseña y observa la iglesia católica. Véase aqui: desde la iu- troduccion á su sistema asentó de plano : ** que si nos atenemos precisamente á la ley de Cristo, puede ser absuelto por Dios, y ser admitido á comulgar, quien demuestra con indicios manifiestos de tener ya la ver- dadera fé y hi caridad, aunque no haya dicho una pa- labra concerniente al número y calidad de sus peca- dos." Los griegos, según su fórmula, no avanzaron á tanto, y si no van en un todo conformes con nuestra doctrina, á lo menos lo van en mucho. Pasamos en silencio la opinión del Panormitano, la Glosa, Graciano, Durando y Medina, en orden á que Ja institución de la confesión no es de origen divino, sirio eclesiástico; porque aunque en otro tiempo, y principalmente en el siglo IX pudiesen (salva su fe) discurrir así, ellos se hubiesen corregido en el dia después que la iglesia ha definido lo contrario; y por- que no es de tanto peso su autoridad para que merez- ca balancearse con los demás de quienes se apartarou aun de aquellos tiempos. Otra consideración nos exi- gen los dichos de aquellos que la iglesia conoce por sus padies; y es por esto que vamos á examinar con atención los que el autor ha recogido, y cree ser con- trarios á lo que ella profesa. Omitimos tomar en consideración los pasages que se nos citan de Tertuliano, así por su obscuridad, co- mo porque el mismo autor reconoce en ellos que hay error. El primero, S.Cipriano con cuya autoridad preten- de probar, que la confesión y remisión de los pecados, requerida por los ministros de la iglesia antes de la comunión, es una cosa que pertenece al foro externo- Para no extraviarse del verdadero sentido en que de- ben tornarse sus palabras, hemos creido indispensa- ble anticipar la explicación de una práctica muy an- tigua á la que se dió el nombre de exomologesis. (237) En la significación mas propia y mas común se que- ría entender por ella los actos y ritos exteriores de la penitencia pública, como eran los de confesarse pú- blicamente, cubrirse de ceniza los penitentes, llorar, castigarse, y otros de esta naturaleza hasta la recon- ciliación que les daba Ja iglesia. Pero no se puede npgar que algunas veces solo se significaba con este vocablo la confesión privada ó auxicuiar. Así parece que acontece cuando dice Tertuliano, (1) que la exo- mologesis es la petición del perdón, porqte el que pide confie- sa su delito: del mismo modo S.Cipriano (2) diciendo: " los que doloridos confiesan sus pecados ante el sa- cerdote del Señor, hacen la exomologesis de su con- ciencia, y exponen el peso que los oprime." JLa con- fesión secreta ó auricular es la que seguramente re- viste la naturaleza de sacramento en cuanto á la pú- blica, ó exomologesis propiamente dicha, esta era la penitencia impuesta en la privada, y por lo mismo no participaba de ese carácter. Por eso decia S. Agus- tín (^3) que si el pecado fuese tan escandaloso que á juicio del obispo debiese hacerlo póblico, el pecador «o debe rehusar esta penitencia. La primera de estas confesiones fué la que instituyó Jesucristo cuando co- municó á sus apóstoles el poder de atar y desatar, y la que constantemente persevera hasta hoy en su iglesia: lá segunda, sin precepto alguno, se introdujo por cos- tumbre, y como punto de mera disciplina pudo abo- lirse por el papa S. León I, desde que se vieron sus inconvenientes. Aquella era para los pecadores pri- vados; esta para los públicos de mucha gravedad. Con esta prevención entramos á examinar los pasa- ges de S. Cipriano que nos objeta. El primero es don- de dice (4) que la paz dada á los penitentes para ser admitidos á la eucaristía, y eti tiempo de muerte á la comunión de los fieles, era acto de la potestad conce- dida por Jesucristo cuando dijo cualquiera cosa que ala- re ¿y*c." La consecuencia que pretende sacar de este lugar el autor es, que, según S. Cipriano, la confesión ( i) Lib- de Oraii. ( ¿ ) De L.aps. ( 3 ) Scnn. 35i. t, 9. (4 j Lib. i. «pit.( 2.38 ) y remisión de los pecados pertenece al foro exterior, y no al de la eoneieticia. Pero al hacer esta inducción no cayó en cuenta el autor que tirándonos esta chispa incendia su propia casa. El mas inadvertido hecliará de ver que esta autoridad destruye del todo su siste- ma. Es su principal elemento que la confesión jamas fué institución divina, sino eclesiástica : luego no es pues sino que, ó desertando de él, ú obrando de un modo irreflexivo, nos produce una autoridad por la que se comprueba que hay una confesión establecida por Jesucristo. Es verdad que S.Cipriano habla aquí de la confesión pública, ó propiamente de la emologe» sis : pero esto nada prueba contra nosotros; porque como ya hemos dicho, esta era la penitencia impuesta t?n la privada, y en este sentido ella es acto de la po. testad de e'ar y desatar. El segundo pasage es donde hablando de los peni- tentes testifica, (2) que la plebe tomaba conocimiento de la causa, pero que él para poder dar lugar á la mi- sericordia, ornitia examinar plenamente los aconteci- mientos, y añade : disimulo muchas cosas, y perdono todas. Este lu^ar de S. Cipriano nos muestra la verdad con que hemos asentado que la exomologesis, ó confesión pública, por su propia naturaleza, no era sacramento, sino que era solo el cumplimiento de la satisfacción ó penitencia, á la que ya había precedido la confesión sacramental. Así es, y no de otro modo, como S. Ci- priano podia lícitamente omitir mucho de lo que esta- ba ya considerado en el propio y verdadero juicio en que tuvo lugar el uso de las llaves. Entre los detms lugares de este Santo, con que nos arguye, y que omi- timos, porque tienen este mismo sentido, hay uno que pone el colmo á los desvarios del autor. El mismo nos cita la carta trece cu que dice el Santo : que la exomo- logesis se hacia delante del diácono, ú Como conciba esle Jugar con el primero en que quiso probar que la paz dada á los penitentes era un acto propio del poder de atar y desatar? j En algún sistema fué acaso concedido í i ) LM>. epis. 3. ( 239 ) este poder á los diáconos ? Estos textos nada tienen de contradicion ni de absurdo en sus propios lugares; pero sacándolos de ellos el autor, y abusando de su eentido hace lo misino que haría el que desencaja de un grande edificio arquitectórico trozos labrados se- gún arfe y los coloca en otro de su pobre invención. Preciso es que así pierdan toda su belleza, y solo nos muestren diforjuidades. S. Juan Crisóstomo padece el mismo ultraje bajo su pluma; con grande satisfacción nos asegura que-está declarado por su opinión en la homilía 3II de la epís- tola de san Pablo á los hebreos, pues dice: basta con- fesar ú Otos, si no con la lengua, por lo menos con la memo* I ria—En ia homilía de la penitencia y de la confesión j dijo: cuando tú confusas solo Dios te vea—En la homi- lía 8 de penitencia desea b i, que el hombre se probase asi mismo en su conciencia estando solo sin ser visto de nadie mas que de Dios, el cual vé todas las cosas y después pasar á par- ticipar de la sagrada mesa—En la homilía 28 de la epís- tola Ia. de san Pablo á los corintios dijo: Jesucristo no mandó al hombre que se probase ante otro liombre sino que se probase á sí mismo. Como de estos mismos lugares se valen los teólo» gos protestantes para combatir el dogma de la con- fesión auricular, no se han descuidado nuestros con- troversistas en fijarles su verdadero sentido, y pre- servar á los lectores de los engaños á que los condu- cta la ilusión. Con las obras de este santo padrea Ja vista ( las mismas á que nosotros hemos tenido tam- bién el placer de asercarnos) ellos han demostrado que en unas partes el santo doctor reputa la confesión como hecha á Dios solamente cuando es hecha al mi- nistro que puso en su lugar; que en otras solo escluye aquel género de confesión, de que resulta una pública «lamicion del penitente, cual es la pública; que alli solo habla del examen cuotidiano de la conciencia, al que sin otro testigo que su dolor, debe acompañar el anto de sus lágrimas; que aqni se refiere á una con- "c'0'i, que en su estado de perfección ; borra todos( 240 ) los pecados sin el ministerio del ministro y solo coi» el propósito de confesarlos. Asi es como, siempre este padre consiguiente consigo mismo sin detrimento de estos lugares pudo decir en otra parte: (1) " porcuna razones necesario mucho arle para persuadir á aque. líos cristianos que trabajan, á fin de que después se Bometan de hueua voluntad a- las curaciones de los sa- cerdotes; y no es solamente para esto sino también para que esos mismos sacerdotes se recomienden con elios por el beneficio de la curación." Véase aquij san Juan Crisóstomo hecho un protector decidido de lu penitencia. Pero hagamos aquí una refleccion in> portante. Siempre que san Juan Crisóstomo habla de la confesión hecha á Dios, supone al pecador so- brecogido de un rubor que paraliza las facultades de su alma; este rubor no puede ser efecto de una confe- sión que el pecador hace á Dios solo en lo mas secreto de su conciencia, es necesario pues concluir que habla de aquella que manifestando sus debilidades á un mor- tal, lo humilla y lo confunde. Como los términos en que se esplica Lorenzo Na- varíense, que vivió poco después del Crisóstomo, y de «uva autoridad se vale el autor, son de los mas im- portantes para los que carecer» de instrucción, homo» creído conveniente no pasarlos en silencio. En subs- tancia se esplica así: "desde la hora y el dia que sa- liste del Libatorio bautismal, tú eres ya para tí una fuente continua, y una remisión prolongada : no ne- cesitas de doctor, ni de ladiestra del sacerdote: tú mismo eres tú juez y tú arbitro; y porque no podrias permanecer ¡nocente después del bautismo, Jesucris- to estableció en tí misino tu remedio, y la remisión en tú arbitrio, para que verificada la necesidad, no ten- gas que buscar al sacerdote, sino que tú corrijas tus errores dentro de tí mismo; la remisión está en un rorio de lágrimas; no tienes yaque buscar áJuan ni ¡» Jordán, tú mismo puedes ser tu bautista ¿" Lloró fX* ---_---■—"i ( i ) Lib. 3. de Sascr, ca¡>. 6. (211 ) segunda vez el ojo? ¿Cesó el imperio de la carne ? Absuelta queda ya el alma." Antes de entrar á dar esplicion á este pasaje, no es inoportuno reíleccionar que los que se valen de esta autoridad, nos la producen 'como un hallazgo nuevo, ocultando a sus lectores, que ella ha sido interpretada mil veces de nuestros escritores, no por lo que podia. inspirarles el espíritu de partido, sino por lo que Ies descubría la antorcha de una crítica justa y severa. Se vé aquí que este silencio es lleno de dolo, y diri- gido á ganarse secuaces abusando de su credulidad. Copiando nosotros la mejor respuesta de nuestros con- troversistas decimos, que nada mas bien averiguado, como el que cuando dice el Novariense, que los que salieron de la fuente bautismal, no necesitan de doc- tor ni de sacerdote para volver á la gracia, después de haber pecado, nada otra cosa quiso decir, sino que no necesitaban el ministerio de otra mano que los volviese á regenerar en esa fuente. Mas esto no es negar el influjo del sacerdote á quien Jesucristo en- comendó la remisión de los pecados cometidos des- pués del bautismo. Que este sea el genuino sentido de sus palabras, está de manifiesto si se advierte, que ellas son la respuesta de la cuestión poco antes pro- puesta por el pecador: "¿que haré de nuevo, pregun- taba este, que me resta que hacer, ó que otra espe- ranza me queda? Fui redimido, y he vuelto á ser sier- vo, perdí la gracia del benefactor, desperdicie el be- neficio del Redentor? . . ¿Que busco ahora? ¿Que expediente me queda? ¿'Donde busco la fuente ó donde encuentro el bautismo? ¿-Me volverá á recibir- me el agua? . . j Deberé buscar de nuevo la diestra de un sacerdote que me sumerja en ella y me vuelva s purificar? A estas preguntas dio Loreozo Novarien- se la respuesta que hemos oido. JNo tenéis necesidad, edice, de doctor ni de la mano de otro sacerdote que • vuelva á bautizar. Tú mismo eres tu fuente, tú mis- no eres el árbitro y el juez, porque puelles discernir 0 malo de lo bueno, y porque en tu mano está recur-( 242 ) rir á la penitencia, y labarte con tus lágrimas y con las buenas obras, sin el auxilio del confesor, si 1^ defectos son veniales, con su absolución si son Mo- rtales. No podia el autor omitir el hecho de Nectario, pueg que con él se cree abrir á la iglesia católica una bre. cha larga y profunda. Nosotros omitimos dar solución a esta objeción por que la dejamos ya disuelta, y solo añadirnos ser falso lo que dice en orden á que el eje», pío de Nectario, aboliendo la confesión auricular, fué seguido de todo el Oriente; como si fuese creíble que estando en práctica esta confesión, solo por este ejeni- pío pudiesen las demás iglesias ser tan dóciles pnra imitarlo. ¡Han Juan Crisóstomo fué sucesor de Nec- tario, y ya hemos visto su modo de pensar. Entre tantos reparos fútiles era de extrañar querl autor omitiese decir que en la iglesia romana la abso- lución de los penitentes no fué judicial, como es ahora, sino deprecativa. Sobre este punto de dis- ciplina no están de acuerdo nuestros críticos. Selva- gio en sus antigüedades (1) con otros, opina que fué en el siglo XIIÍ cuando dejada la forma deprecativa, prevaleció la indicativa ójudiciaria. Confesamos que no son de leve peso sus razones : pero nos decidimos por el juicio de Bergier (2) cuya opinión es, que la absolución se dio siempre en la iglesia por modo de sentencia ó de juicio. Apoya su sentir reflexionando! que Tertuliano en el siglo III habiendo ya caidoenlal heregia dejos montañistas, reprende á un obispo ca-l tólico por haber pronunciado en la iglesia estas pala-■ bras : yo perdono los pecados de odulierio y de fornicaciunm Jos que han hecho penitencia. Kn las constituciones apo^-i tólicas (3) cuando un penitente dice con David,yoM pecado contra el Señor, se exhorta á los obispos áqneseB ie responda con el profeta Natán, el Señ:>r os ha perdoim-m do vuestro pecado. No es pequeño fundamento tampo^B que según Bingham, ingles muy versado en la anlis¡|ie"B ( I ) Ib. 3 cap. I*. par- 6. ( 3 J lib. depudici- c 1. ( 8) Dix. ensicl. tcol. v. penitca- ( 243 ) dad, el Penitenciario entre los griegos diré algunas veces" según el poder que yo he recibido fie mi obispo^ vos ierás perdonado, ó sed perdonado por el Padre, el Hijo, y el Espíritu Sanio, Jin\en. Pero sobre todo este modo de pensar es roas análogo al poder que Jesucristo confi- rió á sus ministros de remitir los pecados. Del mismo modo que el Divino Salvador dijo á sus apóstoles: el que crea y sea bautizado será salvo, les dijo tatpbin: los pecados serán perdonados á aquellos á quienes los perdonaseis. Am es que S. Pablo, hablando del incestuoso de Co- rinto dice : ya he juzgado yo á este culpable, como si hubie- se estado prfismte. Natal Alejandro, á quienes ya hemos citado, siente, que aunque los antiguos acaso no usaron de esta fór- mula, yo te absuelvo de tus pecados, usaron de otras equi- valentes, y verdaderamente los confesores absolvían á loe penitentes bajo la forma deprecativa, porgue te- j)ia la misma fuerza. Después de lo que llevamos asentado nos creemos cou derecho para decir que solo por una fantaeia lle- na de orgullo pudo jactarse el benedictino de haber probado, que segan el mayor número de los escritores antiguos, era opinión que la confesión sacramental, ó bien fué genérica sin expresión de pecados, ó bien para satisfacer á la disciplina por las ofensas públicas uias grandes. No concluyamos este capítulo sin hacernos cargo de los males, que, según el autor de los discursos, es- tán afectos á la confesión auricular. Como bajo su lente los objetos pierden su estatura natural, cuando está de por medio el ínteres de la iglesia católica, él Se complace en aumentar el número de unps hasta el exeso, pondera la gravedad de otros sin medida, y supone falsamente no pocos bajo sola su autoridad. A Dios no agrada que querramos disimularlas flaquezas de los confesores con que no pocas veces han hecho gemrr a la iglesia, ni otros males que de cuando en cuando ha producido un pernicioso abuso. Sujeto lo Has santo y sagrado á los ultrages de la condición( 2 bres deberíamos evitar, supuesto que ninguno de los dos partidos puede hacer demostración visible delf*" tremo que reputa verdadero . . . ,. Creárnosla instiiu* ciou Divina del Sanlinímo Sacramento de la Etica ri* ( 2.01 ) ¿a, y del Santo sacrificio de la Misa, conforme Dios lo ha revelado ó su Iglesia, pero huyamos de cuestiones per- judiciales ; y comuniquemos con fé, devoción y pureza de alma, que es lo que pende de nuestra parte, dejan- do a Dios da inteligencia de los misterios, que nun- ca llegaremos á saber bien." Bien meditada esta tirada nadie puede dejar de co- nocer que ella es una censura maligna de la conducta de la Iglesia católica, un tiro contra el misterio de que hablamos, y una celada subterránea con las aparien- cias de falsa piedad. Notemos ante todas cosas la in- decente contradicción en que cae, olvidándose de su» mismos principios. Mas de una vez lo hemos oído sostener que la misa y la comunión fueron desde su origen unas prácticas de mero consejo, como los de- mas preceptos que indiscretamente estableció la Igle- sia después del segundo siglo. Su apologista siguió la misma huella, y procuró afirmar esta doctrina con sus curiosas observaciones críticas. Pero la defensa de una mala causa jamas permite ser uno consiguien- te consigo mismo. Después de tanto aparato de doc- trina, nos dice ahora, que despmes de la paz general de Constantino . .,. y generalizado el cristianismo fué totolmen- ie voluntario en cada cristiano el comulgar. Pero si antes fué on mero consejo ¿porqué filosofía no era voluntario? ósi entonces lo era ¿como adquirió después este carácter que ya tenia ? Si en esto h »bia de venir á parar la cen- sura, lo q«e resulta es que ella recae primero sobre los que gobernaron la Iglesia en los dos primeros siglos, pues de ellos venia el rigor indiscreto de esos precep- tos. Mas vengamos á otro artículo. El autor adultera en parte los verdaderos motivos de la introducción del pan bendito en la iglesia. El atribuye esta práctica h «notable diminución de las penitencias públicas y a haber cesado la necesidad de dar los fieles testimonio dehallarse en comunión. Convenimos en cuanto al primero, porque como hemos visto, faltar á la comu- nión eucarística, fira lo mismo que hacerse acreedor( 252 ) á las penitencias públicas: minoradas estas, mn» probable os que minorase aquella. El segundo motivo es del todo falr»o. En todos tiempos siempre se creyó que era necesario un signo exterior por el que consta- se hallarse los cristianos en comunión. Minorada la Eucaristía por la tibieza de la piedad se inventó el pan bendito, y al paso que solo se distribuía aquella a los que se hallaban dispuestos, se dió este en su lu- gar fi los demás. Uno y otro manjar aunque de tan distinta naturaleza tenían en este caso el mismo obje- to. Este no era otro que el de representar una fami- lia sentada á la mesa de un padre común, y llamada á poseer una misma herencia. En el siglo IX, uno de los mas bárbaros de la edad media fué donde con mas justa razón debió ser la iglesia mas económica en la dis- tribución de la sagrada eucaristía. En efecto asi lo praticó; y fue por esto que el papa León IV, los con- cilios y los obispos recomendaron mas que nunca la distribución del pan bendito. La expresión indefinida de que : muchos siglos corrieron sin que se promulgase pre- cepto eclesiástico de comulgar en la pasqua, es suceplible do un sentido falso y malicioso. Falso si se refiere al cuarto concilio de Letran; pues que ya queda asen- tado que en el siglo VIII. se estableció una ley sobre lo mismo: malicioso, si pretende persuadir que hasta ese tiempo la iglesia habia abandonado la práctica de la comunión sacramental á la pura devoción de los fie- les. Jamas la iglesia pudo revocar la ley evangélica que hemos citado ; pero como ella no asignaba tiempo determinado, quedó al celo desús pastores, encomen- dado el cuidadode moderarlo y restringirlo tomando por medida el fervor de los fieles, y no perdiendo de vista que se evitasen en lo posible los ultrajes del sa- cramento. Esto es lo que con suma prudencia ha he- clio, y lo que ya tenemos probado. Pero nos replica el autor diciendo: "desde que se puso precepto por estár resfriada la devoción, los incomeniventes fueron mayores : pocos querían pasar plaza de inobedientes, y los mas comulgaban ; per0 ( 253 ) coriio lo hacian por cumplir exteriormeníe la ley, es je recelar que careciesen de las disposiciones ne- cesarias al objeto : lo cierto es no haber visto al mun- do mejorado por la novedad." Véase aquí un orgulloso que prefiriendo á todo la opinión de su propio saber, desprecia el juicio de la iglesia católica en los concilios, en los papas, y en todos aquellos á quienes Jesucristo encargó su cui- dado. Sería sin duda bien deplorable la suerte de la iglesia, si ocultándoles el espíritu Santo a sus pas- tores el conocimiento de los mayores incomvenien- tes que iban á resultar de la ley relativa á la comu- nión pascual, se lo hubiese reservado al autor del proyecto. Pero consolémonos con saber, que no es el Espíritu Santo sino su presunción y su confianza las que le han inspirado ese fatuo orgullo. No hallamos otro epíteto con que caracterizar el pensamiento, que pone en inferior grado los males que resultarían con- tra la piedad y la moral pública, abolido el precepto, en cotejo de los que puedan ocasionar actualmente las comuniones exigidas en fuerza de la ley. Reynan- doesta en todo su vigor, un hombre criminal para con Dios, pero que conservase un exterior de honestidad, temería su pena, y no omitiría presentarse ante el tri- bunal de la penitencia, antes de acercarse á la mesa del altar. Esta comparecencia ya es un gran bien á favor de la moral pública, que proporciona la misma ley. Animado el ministro de la penitencia por todo el espíritu del sacerdocio, se aprovecharía de esta opor- tunidad para curar las enfermedades de este doliente, y ablandar su corazón empedernido. El penitente empieza entonces á sentir los efectos de esta gracia exterior, y si su obstinación no es un obstáculo, senti- rá también las que tocan al hombre interior y le ins- piran santas resoluciones. Concedamos que hay mu- chos que hacen infructuosos estos auxilios; pero ¿cuantos ha habido y cuantos hay que deben á esta práctica, llamada con razón por Lactancio la circun- cisión del corazón, una total reforma de su vida?( 254 ) Quitemos ahora la ley de la comunión, como quiere el proyecto, y está también quitada para estos |a práctica de la confesión. Es tari grande la corrupción de costumbres, que nos hace concebir el autor, que nada le imputamos de falso si decimos, que á su juicio la mayor parte de nuestros cristianos son de aquellos mismos de que hemos hablado. A no ser así, ¿ por que abolir un precepto que si daba ocasión á muchas co- muniones sacrilegas, era mas copioso el bien que pro- ducía ? ¿Que sucederá entonces? Sin el freno de la pena contra el infractor del precepto, y 6¡n la corifeo sion, ¿ será mejor el género humano ? El autor nos ha dicho : lo cierto es no ¡wber visto al mundo mejorado por la novedad : nosotros le decimos qwe el nombre de novedad á nadie cuadra sino á la suya, y que su objeto es de. primir el crédito de nuestra iglesia, destruir las prác- ticas que mas alimentan la piedad, y dejar sin trabas incómodas las grandes pasiones de los hombres. Es muy probable que su sistema pondría en peor estado al mundo católico. Lo mas escandaloso de este proyecto es atribuir al precepto de la comunión pascual las grandes controver- sias sobre la presencia real del cuerpo del Señor en la Hóslia. Pero estas controversias no nacieron de que la iglesia estableciese ese precepto, sino de que, habiendo di- cho Jesu Cristo este es mi cuerpo y esta es mi sangre, hu- biesen hombres que al cabo de diez y seis siglos en que ella estaba en posesión de este misterio, quisie- sen arrebatarle los títulos domésticos de su fé, y per- suadirla que se engañaba. Esto no puede negarnos el autor, si no es que quiera ser un indigno preva- ricador de la historia . ¿ Quienes fueron entonces los agresores, la iglesia renovando un precepto que puso el mismo Jesucristo, y sosteniendo su doctrina, ó estos novadores? La iglesia protestante tuvo sus doctores; la católica tuvo los suyos que salieron á la arena: na- turalmente la controversia debió subir á aquel grado a que la llevaba la importancia de la materia. Coa todo, el autor nos dice: que los hombres debemos ev> (255) (arla, supuesto que ninguno de los dos partidos puede hacer demostración visible del extremo que reputan verdadero. ¡ Ex- celente orador para fiarle la gran causa de la religión ! Esto quiere decir que el ateísmo sufrió injustas contra- iliciones de los apóstoles, de la iglesia, y de los docto- res que el concilio Niseno, y S. Atanasio debieron enmudecer delante de Arrio; que los otros concilio» y padres gastaron inútilmente el tiempo, y la pacien- cia en medir sus fuerzas con los grandes heresiarcaa, que combatieron nuestros dogmas, que S. Agustín fué un génio inquieto, derrotando sin piedad á los Pela- dos; en fin que el concilio de Trento fué un juez in- competente é injusto, y 6us teólogos unos sofistas es- colásticos, inclinados al estrépito de las escuelas. Pero ¿ quien le ha contado al autor del proyecto que para condenar y rebatir la iglesia un error dog- mático le es preciso que haga visible el modus del mis- terio que defiende ? Hablamos así por si acaso esto es lo que quiere decir con su proposición. En efecto, los misterios que propone la fé nunca pueden reducir- se á demostraciones visibles. Su examen es una quimera, porque el último resultado siempre sería confesar que nada se sabe. Jamas la iglesia ha entrado en esta dis- cusión. Tampoco dejará de tener la proposición un sentido erróneo si ella exige para entrar en lid la igle- sia contra los que combaten sus dogmas, que debe redu- cir con sus pruebas á una demostración visible que ellos 6on revelados. Las pruebas de la revelación son las que suministran la deposición de testigos sobre hechos posi- tivos que pasaron á 6« propia vista, su divina misión, la escritura santa, la creencia de la iglesia, la tradición, los concilios y los padres; pruebas todas que aunque llevadas á su última perfección no tienen el carácter de visibles para nosotros. Supuesto pues que el autor exige de la iglesia demostraciones visibles, es de opinión que sus pruebas son insuficientes para adjudicarse la •victoria, y que el mejor de los partidos que nos queda ?s evitar estas controversias, pues que la balanza es -Jgual. Pregúntamos ahora, ¿si un hombre imbuido en( 256 ) estos pensamientos puede ser (sin sospecha) católico apostólico, romano ? Difícil es llegarlo á concebir! Sin embargo, nada le defraudemos omitiendo su pro. fesion de fé; dice así: "creamos la institución divina del Santísimo Sacramento de la Eucaristía y del Santo Sacrificio de la Misa, confor.ne Dios lo fia revelado á su iglesia; pero huyamos de cuestiones perjudiciales, y comulgamos con fé, devoción y pureza de alma." Es muy notable que pusiese de letra bastardilla las expresio- nes que advertimos. Por las primeras parece que qui. so decirnos que esta institución divina debemos creer, la, no como dicen los concilios que Dios se la ha re- velado, sino como en electo lo reveló á su iglesia. Los concilios en su opinión no son la iglesia. Las últimas aun son mas equívocas; porque también los Calvinis- tas dicen, que aunque el Cuerpo de Jesucristo no está en el pan; pero comiéndolo con fé viva, devoción} pureza de alma se le recibe espiritualmente. ( 257 ) CAPITULO V. proi'gue la materia del discurso segundo con relación al 8°, artículo, y á los discursos tercero y cuarto. El Ayuno. «Será solo, dice este artículo, acto de fervor y devoción el ayunar. Los curas y los predicadores harán ver, que acepta Dios la mortificación del ayuno: que los após- toles imitando á Jesucristo ayunaron y que después lo hicieron los fieles con especialidad en la cuaresma, y otros dias del año; pero que no fué precepto, y desde que la costumbre lo hizo reconocer como tal han re- sultado culpas que antes eran solo falta de devoción: lo cual se verifíca también en cuanto al uso de las I carnes prohibido para ciertos dias." No es un obstáculo para los epicuros modernos, que combaten el ayuno, y lo miran como una práctica su- persticiosa el ver que ella se halló establecida entre los gentiles, entre los judios, y que fue conservada en el cristianismo. Mas disimulados el autor de esta cons- titución y su apologista, no se han atrevido á negar que ella es meritoria ; pero cuando los vemos que ba- jo el especioso pretesto de precaber ofensas de Dios, se empeñan en dest ruir la ley de la iglesia que los sos- tiene, y en que la gula quede sin este freno, mucho hay que sospechar de que sus intenciones no son mas rec- ias. A lo menos no podrán negar, que siendo esa Iry contra la fogosidad de las pasiones, hacerla que cadu- que es venir en su aucilio y restituirles toda su ener- gía natural. El objeto que nos proponemos probar en este capítulo es, que la práctica del ayuno cuadrage- simal viene desde los tiempos apostólicos, y que e« los cuatro primeros siglos de la iglesia era ya recono- cida, no solo por consejo sino por ley.( 258} Es preciso convenir que este ayuno cuadragesimal no es ;ira ellos el carácter de preceptos. La Iglesia, siem- pre sabia en sus leyes, aunque siguiendo el ejemplo oeJesucristo, aplaudióla conducta de los que aspira- an á la perfección por medio de esos ayunos riguro- os5 jamas las extendió sobre lo que era superior á la( 262 ) clebíltdacl de una virtud común. Orígenes, fué uno de los filósofos convertidos de la escuela de Alejandría, y ya lo liemos oido que solo hace mención de una cuaresma. Con esta exposición nos parece haber hecho bas- larite sensible, que es ideal y caprichosa esa rcvolu- cñon moral de ideas en los términos que el apologista nos la vende; pero principalmente si son de bastante peso los fundamentos que hemos aducido en prueba de que el ayuno cuadragesimal viene desde los após- toles. Probemos ahora según nos propusimos hacer- lo, que en los cuatro primeros siglos fué ya de obliga- ción. Por lo que respecta á los tres primeros confe- samos de buena fé, que en ningún documento de esa edad hallamos una expresión clara y sencilla de esta ley. Pero esto no es un argumento de que no la hubo siempre que ella pueda deducirse por raciocinios bien fundados. Uno de estos es el que nos provee el concilio general de Nisea, (1) mandando que en ade- lante se celebren dos sínodos en cada provincia. Sus palabras son : celébrense dos sínodos, la una antes de la cua- resma, y la otra antes del otoño. Es evidente que no pudo haber puesto por uno de los términos definidos la cua- resma, sin que esta práctica fuese tan estable y uni- forme en la iglesia como lo son las estaciones del año. ¿Y quien pudo haberle dado esa igualdad tan deter- minada si no, ó una ley, ó una costumbre de la misma fuerza? Se palpa mas esto mismo cuando le oimos decir á S. Basilio (2) : no hay un ángulo de la tierra doné no se haya oido ya la ley del ayuno. El concilio Niseno, y S. Basilio es cierto que pertenecen, aquel á principios del siglo IV. y este cuando escribía á su mitad ; pero esto mismo prueba que la obligación de ayunar la cua- resma venia ya encanecida desde los tres que le pre- cedieron. ¿Y que diremos cuando observamos que uno de los cánones llamados apostólicos (3) castiga con la deposición al obispo, presbítero, diácono ó can- (1) Can 5. (2) Homi. 2 de quadrag. jejun. (3) el 49. ( 263 ) tor que no ayunase la santa cuaresma, y con la des- comunión á los legos ? Nadie ignora la respetuosa deferencia con que siempre se han mirado estos cá- nones, á pesar de que según los mejores críticos no sean de los apóstoles, porque á lo menos en lo princi- pal contienen la disciplina que se observaba antes del concilio Niseno, Por lo que respecta al cuarto y quinto siglo la ley del ayuno cuadragesimal ganó á su favor todo lo que puede hacer respetable á una sanción humana. No sin fastidio de nuestros lectores produciríamos aquí todas las autoridades de concilios y padres que le apoyan, pero séanos lícito hacer mérito de algunas. Debe ser de mucho peso en la materia la del concilio Landiceno, celebrado el año de 366, quien en su ca- non 50 dice así: " no conviene cortar el ayuno de la feria quinta de la última semana de cuaresma, des- honrándola así toda, sino antes bien ayunar todos los dias, y observar la abstinencia conveniente comiendo cosas secas." De los padres, S. Gerónimo nos dice (1): "nosotros según tradición de los apóstoles, observa- mos una cuaresma en el tiempo conveniente al año; pero ellos (habla de los Montañistas) observan tres, como si tres Salvadores hubiesen padecido." S. Gre- gorio Nacianceno (2) después de haber hecho men- ción del ayuno de Jesucristo por espacio de cuarenta «lias antes de ser tentado, y del de la iglesia antes de la Pascua dice: " el Seilor como que era Dios se abs- tuvo de toda comida ; pero nosotros nos atemperamos en el ayuno á nuestros faenas." S. Ambrosio (3) : "cualquiera cristiano que no ayuna la cuaresma, sea tenido por un reo tenaz y continuas." Por este mismo estilo se explica Teófilo de Alejindria, Casiano, el Cnsóstomo, S. Cirilo, S. Pedro Crisogono, y S. León el Grande. ha consonancia de estas autoridades, y de las que Rabiamos antes citado, nos trae á la pluma una reíle- S'on, que solo puede ser desechada por los que á es- 0) Epist ad Maree. 54. (• Orati. 40. W) Serta. 34.( 264 ) tilo de los autores que impugnamos, solo buscan en la antigüedad armas para dañarnos. Por lo demás, á (o. do espíritu sabio debe servir de convencimiento ver que un ayuno como el de la cuaresma inculcado por todos los padres, y observado en toda la iglesia uni- versal, no puede tener otro origen que el de los mismos tiempos apostólicos. Así es como raciocina S. Agus- tín (I): "lo que se encuentra, dice, establecido en toda la iglesia, sin que se vea que su institución trae su origen de algún concilio debe mirarse como de fuente apostólica." Nada de esto hace el menor éco en los oidos de nuestros contrarios. Su adecion ca- prichosa al principio de que todo lo que no se obser- vó en los dos primeros siglos de la iglesia, y de lo que hicieron los doce primeros pontífices después de ' S. Pedro, es una mera corruptela, nos obliga á no de- jarles este efugio en la materia que nos ocupa. El apologista cree habernos propuesto con la obra del pastor de Hermes un argumento irrefragable de que solo era una devoción el ayuno á fines del sigl» primero y principios del segundo. Después de decir- nos que este autor fué discípulo de los apóstoles, nos pone el diálogo que tuvo con un ángel que se le apa- reció en forma de pastor, un dia que ayunaba, y que se hallaba sentado en la cima de un monte. Este diá- logo es muy largo: lo que de él sacamos que puede fa- vorecer la opinión del apologista, es lo siguiente. Habiéndole dicho Hermes que ayunaba aquel dia, le replicó el pastor, ¿que es eso de ayuno? Vosotros no sabéis ayunar para Dios, vuestro ayuno no es ver- dadero ayuno, porque no sacáis provecho para la cau- sa de Dios. El Señor no desea tales ayunos estériles que no producen fruto en favor de la equidad. .. El verdadero ayuno es, no hagas jamas nada malo, sirve ¡t Dios con alma pura, observando sus mandamientos. Si ademas de lo mandado hiciereis otras obras bue- nas. . . Si observas los preceptos, y añades las estacio- nes, (esto es, los ayunos) tu gozarás de mas honra y dignidad en la casa del Señor. . • Una vez cumplido* (1) De baptis, coutra Douatis. ( 265 ) j0s mandamientos, el ayuno es bueno.*' El Libro del Pastor ha sido mirado con mucho respe- to por varios padres de la Iglesia; menos por el célebre crítico S. Gerónimo, quien hizo muy poco caso de él. Entre los autores protestantes unos lo reputan por un visionario fanático. Nosotros convenimos en que la obra del Pastor es recomendable por la pureza de su moral; por lo mismo no podemos ajustamos á las ideas del apologista, en orden á que su diálogo nos convenza que todo ayuno á principios del siglo segundo era un mero consejo. Lo que entendemos es que en su sentir el ayuno no era verdadero, meritorio y santo, sino era acompañado de una conciencia pura y exacta en el cumplimiento de la ley divina. Esto es lo mismo que decia S. Juan Crisostómo (I): "hemos evacuado, dice, ta segunda semana de cuaresma: pero no es esto lo que debemos considerar: no es cumplir con el ayuno, si solo hemos pasado el tiempo, sino si lo hemos pa- sado acompañado de las buenas obras. Tengamos en consideración si hemos sido mas diligentes en la obser- vancia de los preceptos, si nos enmendamos de algún vicio, sí lavamos nuestros crímenes. Si alguno dice: yo he ayunado toda la cuaresma; di tú, tenia un ene- migo y me reconcilié con él: estaba acostumbrado á quitar la fama agena, y desistí de esta costumbre; era un perjuro, y me he corregido de este improbo vi- cio." Véase aqui el verdadero ayuno de los cristia- nos, deñnido por este Padre, por el mismo espíritu que animaba al autor del Pastor. Por lo demás, aunque de las Estaciones pudiese verificarse que eran obras añadidas y superiores al precepto, no viene bien de- cirlo de la cuaresma, cuya observancia era exigida, cuando menos por una costumbre con fuerza de ley. El gran ruido que el apologista hace con la autori- dad de Tertuliano, para probarnos que aun á princi- pios del siglo tercero, no era de precepto el ayuuo cuadragesimal, nos obliga á no dejarle con nuestro silencio una prueba de que jactarle. Disputando con (l) Ilota- 10 ad popu. anlioqutnuiri.( 266 ) los cristianos después de su caida, véase aquí como les habla : " ellos juzgan, dice (á saber los cristianos) estar señalados por el evangelio para el ayuno aque- líos dias en que á la Iglesia le fue arrebatado su esposo y que no hay otros ayunos legítimos para los cristia- nos por que ya son abolidos los antiguos legales Pero que después es indiferente ayunar ó no según ti arbitrio de cada uno.....Sin que haya imperio de ta nue- va dicip/ina. y qus loy Apóstoles observaron esta má- xitna, sin imponer yugo de ayunos determinados á todos los fieles en común; ni tampoco de estaciones, aunque tengan estas sus dias determinados." Si así como di- ce Tertuliano juzgaban los cristianos, no cabe duda que en su tiempo la cuaresma no era obligatoria. Pero ¿debe dársele toda fé cuando habla en el minio asunto que es la materia de sus errores? Nosotros nada arriesgamos en decir con Belarmino: (1) "que Tertuliano en su libro del ayuno expone del mismo modo la doctrina católica, como hacen hoy los lute- ranos, es á saber, mezclando calumnias y falsedades." Con esto solo habíamos salido de la dificultad ; pero recordamos a mas de esto, que no hace mucho le oi- mos confesar que los cristianos, á mas de los tres dias del ayuno antepascal, tenían también otros que de- bían ser los cuadragesimales. A mas de esto tenga- mos presente que el concilio Laudiceno, como hemos visto ya, está en oposición de Tertuliano en este pun- to, y siendo como es de la mitad del mismo siglo ter- cero, tiene mas derecho á nuestro asenso. Después de habernos combalido con estas objecio- nes el apologista se echa á registrar la antigüedad por un orden cronológico, siempre con el designio de hallar una rama aun que sea flaca en que agarrarse. La esterilidad con que pasa de un concilio á otro y de un padre á otro sin encontrar mas diferencia en las igle- sias, que en orden á los ayunos estacionarios, y á sus resoluciones según lo exigian las heregías de que pro- curaban preservará los pueblos, debía advertirle que la universal iglesia en el ayuno de la cuaresma, era (1) De bonis operibus. ( 267 ) invulnerable. ¿Que le aprovecha demostrar que hasta tiempo9 bien bajos no estuvo mandada la cuaresma por una ley expresa, si el concepto en que todos se hallan deque esta práctica venia desde los apóstoles, daba a la costumbre una sanción mas respetable que la que podía tener toda otra ley ? Csta sólida reflexión nos mueve á mirar como un trabajo inútil cuanto recoge el autor sobre este punto, y digno de pasarlo en si- lencio. Con todo exceptuamos la autoridad de San Agustín con la que el apologista intenta convencernos que es- te padre pensó como él pastor de Hervas en cuanto á que aun el ayuno de la cuaresma (de la que no ha- bló este) solo era un consejo. " El grande y general ayuno,dice el Santo (i) es el abstenerse de iniquidades, y placeres pecaminosos del mundo; este, este es el ayuno de cuaresma en cierto sentido cuando tenemos una vida bien arreglada, y tíos privamos de los gustos ilícitos " No es sino arrojándose á calumniar con des- caro á este gran padre, que pudo el apologista que- rerlo traer á su opinión, Bastaba advertir lo que sig- nifica esta expresión en cierto modo, para que se conoz- ca que el sentido de toda la cláusula no es absoluto. Pero es mas decisiva la prueba que el mismo Santo nos dá en otro lugar- Oigamos como se esplica en una de sus epístolas. (2) Después de haber asentado que el ayuno de la cuaresma tiene autoridad, expone muchos misterios contenidos en el número cuadrage- nario, y al fin concluye diciendo: que ia costumbre de la iglesia ha revoé'ado la observancia del ayuno de la cuares- ma- ¿Tiene esto visos de consejo ó de obligación? Lo mas singular de esta disputa es que concedién- dole al contrarío no ser tan antiguada la obligación del ayuno cuadragésima!, como aparece délos monumen- tos históricos, jamas podrá probar que fué viciosa ta W que la elevó á ese grado. En el nacimiento del cristianismo, queriendo los judíos obligar á los gentiles (') Can. 25, Dist. 5, de Consecrat'one, en Gractralio. (*) Epis. 119, ad Sanuariuin 23( 268 ) á (odas las observaciones de la lev judaica los aposto, les se contentaron (como hemos visto ya) con no ¡a>. ponerles otra carga que la de abstenerse de la sangre y de las carnes sofocadas. Véase aqui una ley de abs. tiueucia impuesta por la iglesia. Mas, la iglesia que rigió á los fieles en los siglos sucesivos hasta el pre- senté es la misma que aquella en su constitución y su poder.. Sigúese entonces, que si fué válida aquella ley lo fué en un igual grado la que posteriormente pu- so á la cuaresma, y á otros ayunos bajo de precepto. Sería el último de los excesos negar á la iglesia uni- versal e| poder de establecer leyes sobre el ayuno, principalmente si se tiene presente su verdadero obje- to. Todo nos enseña que este no es otro que el déla mortificación de los sentidos, el de domar las pasiones, expiar los crímenes, y merecer el favor del cielo por las obras de la penitencia. Sobre este principio tan propio de la iglesia, ella estableció los ayunos, y las abstinencias, y ha aflojadojiiojpocas veces la severidad de sus leyes, siempre que se le han presentado moti- vos justos que la reclaman. A nadie sino á ella enco- mendó Jesucristo este cuidado; y no sin un alucina- miento fantástico pretenderá alguno creerse en mejor aptitud de conocer lo que á lo común de los fíeles les conviene pura conseguir su salvación. Cuando ob- servamos la tenacidad con que por los contrarios se inculca sobre la abolición de la ley del ayuno, porque ella no es respetada y viene á ser una ocasión frecuente de transgresiones, nos creemos con derecho para de- cir que nadie menos que ellos están en estado de ejer- cer una censura justa y saludable. Ya hemos hablado de este punto, y si lo repetimos, cúlpese á quien nos pone en la necesidad de hacerlo. Nada mas absurdo, á nuestro juicio que el tomar por apoyo de este pen- samiento el dicho de S. Pablo no conocí al pecado, sino por medio déla ley. " No habiendo ley dice el autor di Jos discursos, no hay infracción, y sin ella no hay pe* -codo, porque Constituye su esencia* No advirtió»81" duda el autoi, coiuo Jo ha hecho un sabio escritor, q"e ( 269 ) aquí S. Pablo habla déla ley natural. ¿Es preciso abolir esta ley, porque ella es violada muchas veces? Cuando se han corrompido las costumbres públicas, no se respeta ninguna ley. Dicta la razón que no es este el caso de abolirías, sino de reformarlas si se pue- de. ¿ No es esto lo mismo que ha hecho la piedad de la iglesia con la de la abstinencia, y el ayuno? ; Aque están reducidos hoy estos preceptos, sino á lo que puede soportar la virtud mas frágil? Concluyamos este capitulo diciendo dos palabras sobre los manjares, cuya prohibición formé la ley de 1a abstinencia. En este punto es singular él modo de pensar del autor de los discursos. « Por lo que res- pecta á la prohibición de carnes, dice, confieso de bue- na fé haberla tenido por injusta, y aun ridicula. ¿ Que conexión hay entre el espíritu del cristianismo, y las carnes de animales peces, que no la haya cón la de los otros?. . . . ¿ Es por mortificación ? Muchos gustan ma«; de comer peces especialmente frescos. ^ Es ppr que las carnes de cuadrúpedos son mas substanciosas? En tal caso puede mortificarse con disminuir la can- tidad." En esto sigue el autor las huellas de algunos protes- tantes, quienes han sostenido, que en los primeros si- glos de la iglesia la abstinencia de la carne no era par- te esencial del ayuno de cuaresma, y que por esto solo se prohibía usar de nutrimentos delicados, fuesen los que fuesen. Este modo de pensar está refutado por muchos de nuestros escritores. Lo que hay de cierto en el particular es que en el siglo 4°. de la iglesia era práctica general de todos abstenerse en la cuaresma de la carne, de los pescados, del vino, y de (odo ali- mento esquisito. Posteriormente la prohibición re- cayó principalmente sobre la carne de los cuadrúpe- dos, dejando eu uso la de los pescados. Aquí es don- de el autor hace su reparo. ¿Que conexión hay, dice, entre el espíritu del cristianismo y las carnes de animales ove ñola hay con las de los otros ? Desde que expusimos los verdaderos motivos de la iglesia pura ej cstubieciwien-( 270 ) to del ayuno ya preparamos la respuesta á esta frívo- Ja objeción. La conexión que tiene ese espíritu es que el uso de las carnes de peces, como menos sucu- lentas, no dejan en tanto vigor las pasiones, como el uso de las otras. Esta parece que es una verdad de demostración. Bufón nos dice en su historia natural, (1) que el medio mas eficaz para domarlas, es U abstinencia de. estas carnes. La misma pregunta pu- do hacerles á los filósofos pitagóricos y platónicos. Los motivos de los cristianos para su abstinencia na- da tienen de común con estas sectas, y si en algo van iguales, es en lo que va conforme á la razón. Que mu- chos gusten mas del pescado, es un alegato digno de desprecio. El legislador en sus leyes prohibitivas so- lo se gobierna por motivos generales, sin traer á con- sideración los particulares. Pero aun mas ridículo es el arbitrio de que se minore la cantidad de la carne de cuadrúpedos. ¿Cual es entonces esa medida co- mún que venga ajustada á todas las complexiones? C >nvengamqs en que se prodiga demasiado el tiempo en contestar á estos delirios. (1) TomO'3, in. 12, cap. 4. p. 105. í-wl U-íP^l/t PK»if;.: )tl'»b WOlflOUlhifMI '• •» JlJtiJüliti '■' -'• ii ii ¡ f»lj i)Lo:i ( . M3 '»|, yiut . aj .- t*ní o rv. » . -i\-¿i tú «»|».-|. td-¡*thii««k-<í«• «-abol- t» • r • oL^í '.!. i * t í , ■ ahur > j • V~l IIO» Hflido'H] i.' "•< ..'i 1 ■ >i¡1 '•!»■<»■ • 'IU li i • I » ■ i.'i i. ■■<■ ¡ si i • i •• (271 ) CAPITULO VI. frosigue la materia del capítulo segundo, con relación al ar- ticulo nueve, .y al discurso quinto. El Matrimonio. ' • ?*ip i>' |y««-«»tn»iv».|-f ,o| ■ f.Jji:,; -.-v-;; U9t'd Olí ' -¡ uq El artículo nueve de la constitución del provecto dice así: " el sacramento del matrimonio se adminis- trará por la bendición del contrato ya celebrado de antemano conforme á las leyes de la nación. El obis- po y el párroco no se mezclarán en asunto de impe- dimentos matrimoniales, porque todo eso pertenece á la potestad secular, que cuidará de no autorizar contrato alguno matrimonial entre personas inhibidas, sin que haya precedido dispensa legal de los impedi- mentos, dada por autoridad soberana con causa justa. El obispo y el párroco para conceder ó negarJU» ben- dición nupcial, limitarán su exámen y conocimiento á dos cosas; primera, si los documentos que se les ex- hiben, ..acreditan ó no en forma auténtica estar cele- brado el contrato matrimonial conforme á la ley; se- gunda, si alguno de los cónyuges está excomulgado. Faltando este impedimento espiritual, y constando aquella celebración legal el párroco exhortará eficaz- mente á los contrayentes á reconciliarse con Dios, de manera que puedan recibir la gracia del sacramento." Aunque el artículo le conserva, al matrimonio su carácter de sacramento, unas pocas clausulas del dis- curso que lo perifrasea'dan bastantemente á conocer la violencia que le cuesta al autor el contesarlo : "no hubieran contado, dice, los cristianos al matrimonio en el número de los sacramentos, si no porque S. Pa- blo dijo que era un sacramento grande representativo de la «non de Cristo con su iglesia. Ls muy cierto, que sin( 272 ) una autoridad canónica y sagrada nunca pudieron los cristianos elevar al matrimonio á este grado de dignj. d~ad. Pero cuando el autor añade, que esas expresiona de S. Pablo admitían muchas y muy diferentes interpreta, dones, ¿que otra cosa nos indica, sino que solo por un texto de dudoso sentido es mirado el matrimonio como sacramento? Este es un error con que caluro, nra á los cristianos; y al mismo tiempo que poruña indulgencia confiesa el dogma, procura dejar en este punto no bien asegurada su fé. Hagámosle ver que trabaja en vano. La interpretación á que alude, no puede ser otra que la que los protestantes dan al texto de S. Pablo, para separar al matrimonio del número de los sacra- mentos. " Cl término de sacramento, dicen ellos, nada otra cosa significa que misterio; el apóstol quiere sig- nificar solamente que la unión de Jesucristo con la iglesia es un misterio, del cual el matrimonio de los cristianos es una imagen débil." Nuestros teólogos dogmáticos hacen sensible la violencia con que se saca la letra de su verdadero sentido; pero al Jar esta interpretación los reformadores dcbian advertir, que nos daban bastante fundamento para combatirlo) con buen éxito. Para que un acto tenga la realidad de sacramento, nada otra cosa se requiere, si no que sea el signo sensible de un efecto interior y espiritual, que Dios obra en nuestras almas. Supuesto que por su misma confesión el matrimonio es una irnágr de la estrecha unión de Jesucristo con su iglesia, preciso convenir que las señales que acompañan á alianza de los esposos, expresan de un modo cl oí bien pronunciado, que su .unión debe ser tan san' tan sagrada, tan indisoluble como la de Jesucristo con su iglesia. ¿ Si no fuese así en que estaría la ■ mejanza ? Pero ¿podrán conseguirse esas venta} sin el auxilio de una gracia interior que haga sope' ble la senda larga, escabrosa y perpétua del oa monio, por lo común sembrada de punzantes espiné Véase uquí reunido en él todo lo que forma ese c ( 273 ) puesto moral, al que se dá el sagrado nombre de sa- cramento, á saber, traer su origen de Jesucristo, ser Cíbolo de una cosa sagrada, y cantar gracia santifi- cante* Es de observar mas, queremos decir, que todo el contexto de ' lá epístola de S, Pablo á los de Efeso, después de haber dicho : este sacramento es grande, yo entiendo en Jesucristo y en su iglesia, (1) descubre el mis- mo propósito de instruir á los fieles sobre la institu- ción de este sacramento. En ella exhorta á los casa- dos á estrechar sus corazones con los lazos suaves de una dulce benevolencia. La principal razón en que se funda, es en que su unión es un misterio grande que tiene referencia á la de Jesucristo con la iglesia. ¿Cual es la fuerza de este raciocinio si todo el misterio es- taba encerrado en esta última alianza, y no en la pri- mera? Ninguna por cierto. Con una inadvertencia bien crasa vemos que el autor del articulo, después de haber imputado falsa- mente á la historia que los apóstoles solo bendecían las bodas de los cristianos fervorosos, porque se lo pedían, quedando los demás bien casados sin tal ben- dición, confunde el matrimonio celebrado en la genti- lidad con el de los cristiano*. Por haber dicho S. Pa- blo que si alguno de aquellos consortes se convierte, quedando el otro sin hacerlo, no por eso deben sepa- rarse, infiere de aquí, que según el apóstol no es precisa la bendición sacerdotal para el valor del con- trato en todas circunstancias. Esta ilación es desati- nada, porque no hay coherencia alguna da un caso con otro. El matrimonio de esos gentiles fué Ufe me- ro contrato natural, y bajo de este carácter persevera* sin investir la naturaleza de sacramentó, aun después de haberse convertido el uno de los conyu^u »s. Es por esto que para su validación no fué preciso nunca que interviniese la bendición sacerdotal. Todo lo contrario sucede en el matrimonio de los cristianos. Este fué cl que se elevó á la razón de Sacramento, y no aquel: (') Cap. 5, r. 3'.'.(274) y por lo mismo este ha sido el que para su validación exigió siempre esa bendición. Harto lamentable sería la Iglesia, si hubiese caido ep el error de tener por sacramento un matrimonio en toda mentido profano. Esta consideración es la que hace decir al sabio Bergier (1) ** á la verdad, si Jesn Cristo, después de haberse desposad» con su Iglesia, y haberla dotado con su sangre la hubiese inmediata- mente abandonado al error, y si la hubiera dejado corromperse hasta el punto de que ella fuese la pros- tituta de Babilonia, como dicen los protestantes, es- ta especie de divorcio, sería un muy mal ejemplo da- do á los cristianos que se casan: felizmente la calum- nia no es mas que una blasfemia contra la fidelidad del Salvador." En efecto, consúltese toda la antigüedad, y se verá que ella ha entendido las palabras del Apóstol en el mismo sentido en que las toma lá Iglesia católica. S. Clemente de Alejandría (2) y Tertuliano (3) conba- tiendo contra las heregías de su tiempo, que conde- naban al matrimonio como ilícito, están de acuerdo para mirar en él un íondo de sagrado, que lo saca del orden de las cosas profanas. El primero sostiene Que él e¡¡ no solamente destinado á santificar los esposos, sino también los hijos que nacen de ellos. El segundo es del mismo sentir, y no es una vez sola que llama al matrimonio Sacramento. S. León 1. S. Juan Crisóslo- mo, S. Ambrosio, S. Gerónimo y S. Agustin, todos lo llaman Sacramento y Misterio ; todos mirándolo por cierto respecto, lo tienen por una cosa mas que-huma- na. Por estos testimonios irrefragables se vé la falsedaJ con que asienta el autor del artículo, que la iglesia no tuvo intervención en los matrimonios sino después de contraidos. Pero lo mas célebre es que contra elloi nada otra cosa nos oponga que su tono de oráculo, ] (I) Dixio. Encielo. Theol. V. María. \l\ Siaom. lib. 3 (3) Lib. 6, conW Mancioo, cap. IB, (275 ) unos hechos que solo se encuentran en los archivos de su fantasía. Los respetables padres de la mas remota antigüe- dad nos instruyen que Jesucristo instituyó este sacra- mento cuando tuvo la dignación de asistir á las bodas de Canaan, y después que la iglesia en el concilio de Trento (1) ha decididoque Jesucristo es su autor, es te- meridad dudarlo. Esto supuesto, entremos á examinar ¡ajusticia con que el autor quiere que el Obispo y el Párroco no se mezclen en asunto de impedimentos matrimoniales. Bajo varios respectos puede ser considerado el matrimonio. El derecho natural, el civil, y la religión lo reclaman. Como contrato natural debe á solo el criador su esencia y su origen; como contrato civil, al segundo su forma; como sacramento, á la última su santidad y su consagración. Su naturaleza y sus obli- gaciones mutuas las explicó el mismo Dios. El orden público y la sociedad en general hicieron que los que la presiden le dedicasen sus primeros cuidados; la religión creyó deber consagrar y santificar un acto, cuyo principal objeto es dar ciudadanos al estado, y adoradores al verdadero Dios. Entre los Pueblos no civilizados solo puede ser un contrato natural, porque nada otra cosa los dirige, que los principios de un ser moral conformes á lo que dicta la razón. Entre los cultos sin perder su primer carácter, es también con- tracto civil por que no pudiendo bastar las primeras nociones para contener pasiones inmoderadas, las leyes lo acomodan á las necesidades y las ventajas del urden social. En la Iglesia todo es á un tiempo con- trato natural, civil, y sacramento. Todo contrato para ser válido exige verse libre de los obstáculos, que inducen su nulidad. Hemos visto que el matrimonio es un todo compuesto de tres par- tes sumisas á tres autoridad:- 5, á la naturaleza, á las leyes, y á la iglesia. Justo será pues que cada cual pueda poner los que se oponen á su respectivos dei*- (t) Sec. 24. can. t. 24( 276 ) tino?. En cuanto á las leyes positivas, el autor de la constitución quiere que el derecho de poner impedí, mentó* dirimentes sea exclusivo al poder civil: |0¡j autores ultramontanos lo adjudican con ta misma ex. clnsion solo á la iglesia ; nosotros tomamos el camino medio, y decimos, que las dos autoridades pueden po- iierlor* bajo diferentes respectos. Después que anatematizó el Tridentino (1) al que di- gese que la iglesia no tenia potestad para constituir impedi- mentos dirimentes del matrimonio, ó qiie erraría constituyen- dolos, esta verdad pasó á ser un dogma. Seguramen- te los padres de este gran concilio vieron venir esta doctrina, apoyada en el sufragio de la venerable anti- güedad. Aun no se habían reconciliado con la igle- sia los emperadores paganos, cuando ella declaró nu- los los matrimonios contraidos entre infieles y cristia- nos. Diciéndoles S. Pablo a los Corintios (2) que no si casasen con infieles les dió una lección de este impedi- mento dirimente. El canon 26 de los llamados apos- tólicos, cuya respetabilidad hemos ponderado en otra parte, da también un testimonio claro del uso antiqui. simo que la iglesia ha hecho de esta autoridad, cuan- do dice : " de aquellos, que no habiéndose casado aun fueron promovidos al clericato, mandamos que si quie- ren casarse solo puedan hacerlo los lectores, y canto- res. Los emperadores, convertidos á la religión, lejos de abrogar estos cánones los confirmaron. El papa Siricio, escribiendo en el cuarto siglo á Himerio tar- raconense de ciertos Monjes, que despreciando su sa- grado propósito, deseaban casarse, les dice: (3) tfit así las leyes públicas como los derechos eclesiásticos condena- ron este procedimiento. En el mismo siglo escribiendo S. Basilio a Diodoro de cierto viudo, que muerta su mu- ge r se había casado con la hermana de esta, reprueba este matrimonio, y le dice: " podemos objetar contra él la costumbre, que en estas materias es de mucho momento, pues que ti?ne fuerzade ley; en razón d£ (I) Sec 24. c 4. ftj 1. Cor. c 7. v. 33, etll. Cor. c. 6. v. 14, (3J Epis. cap tí. ( 277 ) qae estas sanciones nos han sido transmitidas por va-» roñes santos." La prohibición a los padres cristianos de no dar sus hijas en matrimonio, no solamente a los judios y á los paganos, sitio también á los herejes, fué decidida por el concilio de Laudisen, segn.i Bingharo (I) citado por Bergier, pero hay la diferencia que el matrimonio de una persona cristiana con una infiel es nulo ; mas no asi el de una persona católica con un herege, aunque este sea prohibido por l t igle- sia. (2) De manera, que según el erudito canonista Van-Espen (3) fundado Gervecio en muchos tes- timonios y ejemplares de la antigüedad, ha demos- trado la potestad que por todos Jos siglos ha usado la iglesia para poner impedimentos al matrimnni >, y demuestra aun mas, que este poder no lo recibió délos principes sino que le viene del mismo Jesu- cristo. Si de estas fuentes puras hubiese sacado su doctri- na el autor del artículo, teniendo por inseparable en- tre católicos la razón de contrato, en el matrimonio, de la de sacramento, desde que Jesucristo lo elevóá es- ta sublime esfera, no hubiera insidíelo en el error de creer que la iglesia pudo alguna vez dejarse de mez- clar en una causa tan propia de su fuero, ya bendi- ciendo las nupcias, ya estableciendo impedimentos, y ya en fin dispensando sobre los establecidos. Alas él, haciendo un divorcio monstruoso para los oidos de un católico, entre el contrato matrimonial de lo- fieles y el sacramento, aplica los principios anticatólicos a to- da la disputa, y haciendo tomar al matrimonio una for- ma y una existencia toda profana antes de recibir la bendición de la iglesia, encuentra el secreto de ex- cluirla para su validación. Si esto fuera asi cuales ese contrato, ese matrimonio, qno Jesucristo elevo á sacramento en su iglesia ? Guiado el autor por sus princios deve decirnos, que no es todo aquel que ce. lebren los cristianos, porque ya vemos que nos dice (I) Ofi/f. «chafe*. Iil>. 33 cap -¿. (?) I)ic<-¡. ensclo- v. Murían. Jus aciesias, par. II. sec. 1. tit. 13. cap. I.( 278 ) estar este acabado y completo antes que la iglesia |0 bendiga. Pero entonces como dejaba ese contrato de ser sacramento, y de estar sujeto á las llaves de la ig|e. sia, siendo como era un símbolo de la unión de Jesu- cristo con ella? Mas si la razón de sacramento la ad- quiría después del contrato por la bendición, habién- donos dicho: que los apóstoles bendecían las bodas de los fieles fervorosos, que los convidasen á ellas, ó que por elevo, cion les pedían sus oraciones.. . quedándose los menos fervorosos que omitían esta suplica, tan casados comosi no hubiese religión cristiana, se infiere evidentemente, que eso de recibir el matrimonio el cáracter de sacra- mento pendía únicamente de la arbitraria voluntad de los esposos. Jamásse dude que el autor del artículo sea de la opinión que después de celebrado el contrato, recibe con la bendición sacerdotal la esencia del sa- cramento. Después de haber dicho que solo las leves civiles podían prescribir todo loque habia de ser ca- paz de anular las convenciones y sus efectos legalc6, añade: «• no diré lo mismo en cuanto al sacramento. Es cosa espiritual, y debe pender de las leyes ecle- siásticas. La iglesia puede mandar con justa causa negar el sacramento &c." Pero este es un delirio que no se acomoda sino al sistema que él se ha creado. La razón de insidir el autor en la disonancia de estos ab- surdos la encontramos nosotros en la monstruosa unión que ha querido hacer del sistema de la iglesia católica con el de la reforma. En este último el matrimonio-no es sacramento sino un mero contrato natural y civil; por lo mismo aunque extraviados sus profesores de la sen- da de nuestra creencia, ellos han podido formarse M plan mas unido, y extraer al matrimonio del poder de la iglesia en su esencia, en su forma, y en sus impedi- mentos. Sin este auxilio el autor del artículo no hace mas que rodearse de precipicios y caer en implican- cias cada paso que dá. No esde nuestro argumento entrar en disputa conlo* teólogos ultramontanos que atribuyen este poder ásola la Iglesia; porque á serlo produciríamos la autoridad de ( 279 ) Santo Tomas (1) quien compendiosamente se hace car- gode los tres respectos por los queel matrimonio se ha- lla sugeto á la ley natural, á la civil, y á la Eclesiásti- ca. Por lo expuesto séanos lícito decir, que es muy errónea, y demasiado libre la opinión del autor de la constitución, queriendo que el Obispo y el Párroco no se mezclen en asuntos de impedimentos. No se nos oculta que la revolución de Francia dio nacimiento á la opi- nion-de que era preciso secularizar las ideas que sobre este punto habían corrido hasta entonces, y que en materia de impedimentos, y de sus dispensas los pre- lados de la iglesia habían sido los vicegerentes de los príncipes. Tomadas estas proposiciones en toda la estension de la palabra, ellas son falsas é insosteni- bles. Mas si ellas quieren decirnos, que, sugeto el matrimonio á dos poderes que influyen sobre su exis- tencia, cada uno de ellos puede potier impedimentos dirimentes, y dispensarlos; sin que el poder laical obre pasivamente, dejando toda la acción á la iglesia, como lo hizo en alguna época, nada hallamos eu ellas que sea repugnante. Por lo demás, la opinión del autor debe ofender con escándalo los oidos católicos. " Yo me he estre- mecido, dice un protestante muy juicioso, y muy buen filósofo citado por Bergier, siempre que he oído dis- cutir filosóficamente el asunto del matrimonio." ¡ Que diferentes modos de ver, que de sistema?, que de pa- siones en fuego ! Se nos dice que pertenece á la le- gislación civil proveer todo lo que concierne á él; pe- ro esta legislación ¿no está entre las manos de hom- bres cuyas ideas, intenciones, y principios se mudan to- dos, y se cruzan á menudo ? Observad las cosas ac- cesorias del matrimonio que han sido dejadas á la le- gislación civil; estudiad en las diferentes naciones y en los diversos siglos las variaciones, los caprichos y 'os abusos que allí se han introducido; conoceréis en- tonces cual sería el reposo de las tamilias y de la so- ciedad si los legisladores humanos fuesen los dueños (I) Lib. 4. cont. geo. cap. 7U.( 280 ) absolutos en esta materia. Es pues un gran beneficio que sobre este punto esencial tengamos una ley 0 i vi. na superior al poder de los hombres. Si ella es buena guardémonos de ponerla en peligro dándole otra san. cion que la de la religión. Pero hay un gran número de raciocinadores, quienes pretenden que ella es detes. ble : sea así: pero á lo menos hay un gran numero de hombres quienes sostienen que ella es muy sábia y á los cuales no será fácil hacerlos mudar de parecer. Ved aquí la confirmar-ion de lo que yo digo, estoes, que la sociedad se dividiría sobre este punto, según la preponderancia de los pareceres en los diferentes lugares. Esta preponderancia cambiaría por todas las causas que hacen variable la legislación civil, y este gran objeto, que exige uniformidad y constancia para el reposo, y la dicha de la sociedad, sería la ma- teria perpétua de las disputas las mas acaloradas. La religión ha hecho pues un gran servicio al género hu. mano, dando sobre esto una ley bajo la cual el capri- cho de los hombres está obligado á someterse; y no es esta la única ventaja que se saca de un código fun- damental de moral, el cual no les es permitido to- car." ftt Confesamos que hubo épocas en que por la injuria de los tiempos no se observó ese feliz concierto que reinaba entre el poder secular y el eclesiástico, de que resultaron los mas escandalosos abusos, y de I» que se valen muchos para probar que el contrato no estuvo siempre unido al sacramento. Pero, reinando en el occidente Carlos Magno, y en el oriente León, llamado el filósofo, ella volvió á renacer. El primero prohibió que pudiesen celebrarse matrimonios sin las preces y oblaciones de los sacerdotes, y declaró que fuesen nulos los que sin esta ritualidad se hiciesen. (2) El segundo prohibió del mismo modo que se tuviesen por válidos los que careciesen de la bendición sacer- dotal. Lo que también según la opinión de mucho» (1) Cartas sobre la historia de la tierra y del hombre, tom. I. p- 48. (2) Capitular lib. 7. cap. 362. (281 ) teólogos decretó el concilio Lateranense IV, y últi- mamente el Tridentino. Con todo, cuando no se trata del sacramento, cuan- do no hay mas objeto que el contrato civil, cuando solo interesa saber las consecuencias y los efectos de cste contrato en el orden de la sociedad, de examinar si las convenciones sobre esto son legitimas, si los que las han hecho eran capaces de entrar en este empeñó con respecto á las órdenes de la policía exterior; en una palabra, cuando se trata, no de su estado interior y espiritual, sino de su estado exterior y político, en- tonces el poder de la iglesia cesa enteramente, y como dice el gran canciller Daguesseau,(l ) ella dá al Cesar lo que es del Cesar, y no pretende conocer sobre lo que halla enteramente sometido al poder temporal. (1J Obras del autor, tora. 6. p. 275.( 282 ) CAPITULO VII. Prosigue la materia del capítulo segundo, con relación al ot- \ tículo I O, hasta el 14, y al mismo discurso 5.° La indisolubilidad del J\I'atrimonio. El artículo 10 de esta constitución dice así: «ls perpetuidad del vínculo matrimonial prevenida en el testo evangélico que dijo no deber el hombre separar lo que Dios había juntado, sera entendido como lo fué du. rante muchos siglos; esto es, de manera que no pue- da ser disuelto el vínculo por autoridad propia; por- que solamente la potestad suprema (bajo cuyas reglas están todos los contratos) es capaz de soltar la unión conyugal; y no lo hará sino con causas gravísimas, cuya designación dependerá de las leyes civiles que se promulgaren á las cuales se arreglarán los obispos, párrocos y vicarios." El autor de este artículo asienta como un hechoin- contestable, ó que el texto evangélico de que hace mérito, fué uniformemente entendido por todos, du- rante muchos siglos en el sentido que lo toma, ó de que á lo menos por la mayor y mas sana parte delal iglesia. Aunque confesamos, que el divorcio en cuan-l to al vínculo, estuvo autorizado por las leyes en mo-l chas partes, será de nuestro empeño probar que lejos! de ser ni uniforme ni mas universal la opinión de sol solubilidad, lo fué al contrario. Como el fundamento! de esta gran cuestión es la sentencia que profirió Je*l sucrhto diciendo: loque Dios ha juntado no lo sepan m hombre ; es preciso ante todas rosas fijar su verdadero! sentido. Se hallan estas palabras en el evangelisl'i S. Mateo: (1) "y se llegaron á él los fariseos, diceJ (í) Cap. 19. v. 3 y siguientes. | ( 263 ) loándole y. diciendo : ¿es lícito á un liombfe repudiar & su muge** pon cualquiera, causa ? El respondió y lee Jijo : ¿"O, habéis leido que el que hizo al hombre des- de el principio,,. mflCibq, y, hembra los hizo ?, Por esto djejavá el hombre padre y madre, y Vfl ayuutar* á su i&uger, y serán dos en una carne. A.SÍ que ya riO' son das, $¡oo una carne, P>oc tanto lo, que Pió», juntó, el JjjOíibW «?o 1q separe*" Replicaron los fariseos; "¿ pues porqué mando Moisés dar carta, de divorcio y repu- diarla? Les dijo: porque Moisés por fe j dures* de vuestros, corazones o» permitió MppwÁff * vuestra* mujeres: mas al principio no fué así. Y d'goos, que todo aquel que repudiare á au muger, sino por la for- nicación, y tomare otra, comete adulterio." , A la verdad los fariseos i>o ignoraban ni sus leyes jij gus costumbres pátfias, dice Calmet. (1) Sabian que el divorcio les estaba permitido por ellas; pero acaso esperaban oír de la boca de Jesucristo,(que por cualquier Qtra causa les era lícita, y tomar de aquí ocasión para concitarle enemigos, así entre el pueblo, cotilo entre las diferentes escuelas que no estaban de acuerdo en este punto. Para, probarles el Salvador, que ese divorcio permitido á ellos era contra la insti- tución misma del matrimonio, sube hasta el origen de la creación del hombre y la muger. Habiéndose hecho por su unión una misma carne, como les dijo Jesucristo, les dio bien á conocer, qu.e «9 debían separarse; ni por su propio querer, ni por la sentencia del juez, ni por |a autoridad soberana, pues que su unión era in- disoluble. Es verdad añadió, que Moisés os permitió el seos á tentarlo con la misma pregunta, á la que satis- fizo reproduciendo lo que refiere S. Mateo. Mas á so- las en casa con sus discípulos, insisten estos con el mismo tema. La cuestión aquí ya no se reducía ása- ber, que ordenaba la ley de Moyses, sino cual érala doctrina que les dejaba para su instrucción. Aquí es cuando sin limitación alguna les dice -. cualquiera quert- puntare á su mugcr, y se casare con otra, adulterio comek contra aquella. Véase aquí renovada en toda su ener- gía la ley primitiva del criador, y afirmado el principio dé que no es dado al hombre separar lo que ha unido Dios. '' Con todo, el apologista, siempre dispuesto á hacer suya la causa de su protegido la toma aquí con el ca- lor que siempre, y aun no repara que se adelanta i mas de lo que él quiere. Los censores de Barcelona ca- lifican el artículo por herético, en razón de negar la lej divina'de la indisolubilidad del matrimonio. A esta cen- sura ha lacha de mera ligereza, asegurando que el au- tor no niega la existencia del precepto, antes bien lo confiesa, Pero, después de lo que llevarnos asentado, nuestros leetores serán bastante cuerdos para adver- (i) Cap. iO. v. ii, ( 285 ) tir que solo abusando de los términos puede decir que conoce el precepto. Mas adelante probaremos que a |o menos su inteligencia vá en sentido contrario á lo que cree la Iglesia Católica; de lo que deberá sacar por consecuencia, á pesar suyo, que no es buena con- fesión la que se hace con esta surrapa. Pero el apologista se empeña en buscar pruebas pa- ra convencer que la ley divina de la indisolubilidad del matrimonio no es tan absoluta que no admita ex- cepciones. A su proposito trae tres ocasiones en que habló Jesucristo con la frase mas exclusiva, sin quo por esto ellas dejasen de admitirlas. La primera es aquella en que el Salvador dijo á sus apóstoles: á no, ,*er que os convirtáis, y os hagáis como párvulos, no entrareis ai ef reinó de los cielos. Esto, dice el apologista, se ha entendido siempre como- mero consejo: véase aquí pues como hay expreciones al parecer "absolutas, que no lo son : lo misino debe decirse de aquellas en que está concebido el precepto de que se trata. Advir- tieudo antes todas cosas que el texto no se encuentra en el capítulo 8 de S. Mateo, como falsamente afirma, sino en el.capítulo 18, verso 3, decimos que la excep- ción de que son susceptibles las palabras de Jesucrisr to en el lugar citado, está dictada en la misma fuerza de las expresiones. Era preciso ser un fatuo para Mel- garse á persuadir que ellas debian tomarse á la letra, obligando á los hombres á que vuelvan á un grado de inocencia y sencillez, que está fuera de los límites de su edad. Pero ¿tiene esto alijo de semejanza con la frase precisa y perentoria : no separe el hombrr lo que Dios ha juntado, ni con las concluyentes razones en que se fundan ? El segundo ejemplar lo toma de lo que dijo el mis- roo Sefior á Nicodemus: (1) á no ser que fuere renacido de atfua y del Espíritu Santo, nadie puede entrar en el reino de Dios. La iglesia, dice el apologista, aplicó esta sen- tencia para probar la necesidad del bautismo, y con todo tiene por bautizados á muchos, que no han reua- (0 Cap. 3.^ 2^6 ^ Ib 'sé batftizá'ron 'é¡n 'su ^arigré, y los irtfiétes tjüe 'rniifc renVféis'éá'ndóTo fctíft veídadera cbtí fr'ic'idn. Convenirnos ñeédé lúegp éVdtfe, asVla sárigrfe'tfél ftlártír, córtíb 'él % *éb VéWéínenté béVbkntléitíb Hél Wba ten el gé-nWI haQ hecho sus veces para^áé'éYí el 'tidiic&jjto de la iglesia pe téh^an pbr^utifcados. Estes stíh los dos bautismos r0- nocidos con los nénnlbres, el brío dte sángre'y él otro de llama. Los sanfos inocentes triu'ertbs pdr He'rodés jbéfón'baptizados dél pWmér género, reconociéndolos la iglesia como rVrdadérbs rCráHtires ; y él buen ladrón a quién Jésufcrislo'bea'tifiéó :á su lado. loTulé del iíioílo ségUñdo. Cbrre a'caénta del apologista ;da'rhós unos testimonios Hjn clásicos como éstos de las excepciones que quiere, y le.protestamos ser de su opinión. Por su desgracia él no tendrá otra satisfacción qüe producir- nos pruebas muy inferiores á'las qué apoyan la nuestra. EHtefcer éjérripllar lo éligé dé1 Ib qde en cierta oca- sión ílijo Jesucristo a sus oyentes, según S. Juan: (1) B «o ser'q'u'e'c'omtíis la bbtüe deshijo del hombre, y bebáis la •sangre del mismo, no tendréis vida en vosotros. El apolo- gista halla la'excepción de esté-precepto eh'lbs nífiús que mueren y áé salvan sin habér gustado de la Euca- ristía : ebrícluyeudó de todo, que lo mismo debe de- cirse del precepto qbé tiene por objeto la inflisolübi- dad del raátfhiíónio. Hubo tiempo en que'la-Eucaris- tía se administró también a los párvdlos, y por abuso de alguria iglesia hasta 'á'lós difuntos: pero esta disci -plina'fbé corregida por otra mas sensata. La réfleo cion hizo Conocer, qué siendo la Eucaristía un sacra« Wetrto qüe obi'a su.gracia según Ta disposición del qué lo recibe, no era justo prodigarla á los niños antes (fe llegar al uso de la razón. Por este mismo principio ha debido advertir el apologista, que debiendo enten- derse las palabras de Jesucristo de solos los adultos, el que se salven los párvulos sin este sacramento ni aun merece la calidad y nombre de excepción. La misma indisolubilidad del matrimonio pudieras Ir) Cap. 6. (287) haberla «énonoéwfo tos witores que inpugnamos en las ¿plátolws'de San'Pablo, «empre-que las leyesen Ubres ¿e toda 'prevención. >En 'la que escribió á los Roma- nos, (1) tesque haga paz con su marido. ¿ Donde está sooí ese divorcio tan reclamado, donde esas exepcio- nes de la ley divina ? ¿ Que ocasión mas oportuna se le presentaba al Apóstol para hablar de ellas si debían ietwr tugaren la ley de gracia ? Pero ¿ como S. Pablo fodia pensar al gusto de los que hallan soluble el ma- trimonio cuando en su carta á los de Eíéso (3) com- prando su unión con la de Jesucristo y la iglesia, nos dio bien á entender, que ella era eterna é indisoluble cuanto podta serlo? (0 Cap. ?• (2) ;Prnn. Corin cap. 7. y. tO y n. (3) Cap. 6, U3.(288 ) A vista de textos tan expresos, con toda anticipación se previno el apologista para decirnos: "es constan, te, asi habla, que los papas, los obispos y los hombres pios mas adictos á la religión han propendido siempre a entender la doctrina evangélica en el sentí.lo maa favorable á la indisolubilidad absoluta." Dicebas, tanteen la realidad; pero a porque no dijo que un gran número de concilios fueron de ese sentir, y que entre esos hombres //ios se cuentan los mas célebres p& dresde la iglesia ? Estos se hallan citados en abun- dancia por nuestros teólogos dogmáticos, canonistas, críticos, é historiadores, que sería muy largo y pesado referir, A pesar de todo, el apologista se toma la fatiga de recoger los testimonios que de esta especie hacen a su favor. Con una sola respuesta damos solución á la mayor parte de ellos. El sábio Bergier nos la provee en el jugar que ya lo hemos citado: dice asi: " es pre- ciso observar con todo, que como las leves de los em- peradores permitian el divorcio por causa de adulte- rio, no ha sido posible á los pastores de la iglesia cor- tar de pronto este abuso : ellos se vieron forzados á tolerarlo durante los primeros siglos. Se pueden ci- tar algunos padres que no se han atrevido á condenar- lo absolutamente, 6ea por el temor de ofender al go- bierno, sea porque las palabras de Jesucristo les pa- recieron suceplibles del sentido que les dan los pro- testantes .... Pero el sentimiento mas generalmente recibido ha sido siempre que el adulterio del uno de los conyugues no disuelve el nudo que los une." El muy oportuno citar aquí al gran S. Gregorio (1) para que se vea la lucha en que se hallaron muchas veces los papas con las leyes civiles. Por la novela 23 se disolvía no solo el matrimonio rato, sino también el consumado, en favor de la profesión religiosa. Contra esta ley habla este santo papa y dice así." Si piensan, que por causa de la religión deben disolverse lo» matrimonios, debe saberse, que si esto lo concedel» (i) Lib. 9. epist. 39 ( 289 ) |Py humana, con todo, la ley divina lo prohibe,...... • Quien podrá contradecir á este divino legislador?" * Nos viene aqui á la pluma hacer mérito de la doc- trina de un escritor moderno r^l) en cuya opinión parece que el divorcio, cuando es autorizado por tas leyes, viene á ser la base de la moral civil, y formar el encadenamiento de las leyes del orden. El censura la conducta del papa Nicolás Io. dando por la primera vez el ejemplo de oponerse al casamiento de Lotario rey de Lorraine con Valdrade, después de haber este repudiado á Thautberge su legítima muger. En la de- bilidad de este príncipe, que no supo imitar á Carlo- magno repudiando á Imiltrude, encuentra la audacia del papa, y pretende probarnos, que la materia no era de 6U fuero. 44 El matrimonio, dice, es un acto civil, que por su naturaleza jamás puede someterse á otro imperio que al de las leyes : las reglas ó máximas reli- giosas, que pueden serle concernientes, no tienen fuer- za exterior ni eficacia positiva, sino cuando están in- corporadas en los códigos nacionales : ellas no lo es- taban en los del siglo nueve; y por consiguiente el ministerio eclesiástico debia reducirse á recomendar er» secreto y sin escándalo la observancia puramente voluntaria de esas máximas. Pero esta sabiduría, aun- que tan natural, era ya agena á las costumbres de un clero, cuyo ministerio acababan de erigir en poder las falsas decretales ; y ni los pueblos ni los reyes eran ca- paces de aquel grado de atención necesaria para ad- quirir ideas precisas de sus derechos civiles y de sus obligaciones religiosas. " Nosotros observamos en esta mano-¡ cuan fácil es atreverse á decir lo que se exime uno de probar.! El (licernimiento que ya hicimos de los tres respectos in- separables del matrimonio, la dependencia de las au- toridades á que ellos lo eugetan, su íntimo enlace con el sacramento, la posesión en que siempre estuvo la iglesia por traerlo á su conocimiento y su tolerancia en los siglos dominados de la costumbre para disimular (0 Eosa bist sobre el poder tewp. de ios papas, sijj. 9, prito p. 68. ■ 1( 290 ) lo que no podía remediar, parece que nos demuestran los estravios del autor. Pero pues que.de la natura, leza misma del contrato saca razones para justificar el repudio, tomemos de ella misma las que nos auton- zan para combatirlo. Es un falso raciosinio decir que porque el mntriroo, nio es un contrato, está sujeto á toda ley : seguraipeo, te no lo está á las que fuesen contrarias á su divina institución. Oe esta naturaleza fueron las que pera», tian el repudio, cuyos efectos eran disolver lo que Dios hizo indisoluble, si las luces de la filosofía y de la re. ligion no bastaron para que los principes de los a mi. guos siglos conociesen bien esta verdad, a ellas boj dia todos se someten por un sentimiento común, y iio> facilitan la prueba de que la iglesia pudo oponerse á aquel abuso. No vale decir, que las máximas de la religión no tenían fuerza exterior, pues que no estaban incorporadas en los códigos nacionales; la razones porque si ellas no lo estaban era por un error, y a lo menos, lo estaba el mismo contrato en los de la iglesia desde que subió á ser un sacramento» Seguramente no fueron las falsas decretales las que le dieron este carácter, y por lo mismo tampoco fueron ellas las q.w lo hicieron del resorte de la iglesia en los efectos sa- cramentales, y aun los civiles que están en inmediato contacto de la indisolubilidad. Pasemos ahora á los padres que el apologista cuen- ta á favor de su opinión: es uno de ello» Tertuliano^!) pero debió saber que este Padre algunas veces se contradice, ó no es muy exacto en 6us expreciones. A lo menos en su tratado de monogamia (2) se expli- ca claramente contra la disolución del vínculo matri- monial. Menos fuerza aun hace su objeción tomada m concilio español elveritano, aüo de 303, su canon 1 dice asi: ** si una muger cristiana repudiare á su ma- rido cristiano adúltero, y casare con otro, prohíbasele (i) EscribienJo á su muger en elcop. i. del iib. 2. \¿) Cop. 9 y iO. ( 29Í ) unirse con él. Si se uniere no se le dé la comunión hasta que muera el marido repudiado, á no ser que ocurra urgenc ia por enfermedad. " Una mediana re- flexión hace conocer que este canon es contra el mis- mo que lo produce. Alega el apologista, que los pa- dres no declaran nulo el segundo matrimonio, infirien- do de aquí que el divorcio en su juicio disolvía el vín- culo; pero se eugaft«; porque en el mismo hecho de consentir que la muger perseverase con el primero* solo negándole la comunión por haber desprecia-» do sus exortaciones, está visto que lo tuvieron por nu- lo. Esta consecuencia es de absoluta necesidad ha- cerla, á no quererse imputará los padres, que siendo válido el segundo matrimonio, permitían un contuber- nio. En orden á las demás autoridades que nos cita, re- producimos la respuesta de Bergier; pero es curioso y útil detenernos sobre lo que el apologista nos arguye con el procedimiento del concilio de Trento en la for- mación del canon 7. de la sesión 24. Según Palavisino (I) este canon habi i sido redactado con anatema con- tra los que dijesen que el matrimonio consumado podia ter disuelto por el adulterio; pero que los oradores venecianos expusieron que concebido así este canon podia ofender notablemente á los Griegos habitantes en los lugares suatos á ha República ; es á saber, las islas de Creta, Chipre, Cephalia, y otras, á quienes aunque profesores de la doctrina queda derecho á di- mitir la muger adúltera y casarse con otra, nunca fue- ron anaína! izados por los concilios generales Lug- dunense y Florentino. El efecto de esta oposición fué que el canon se redactase en términos mas suaves, limitando el anatema contra los que digesen que la Iglesia yerra cuando ha enseñado y ensena, que según la doctrina evangélica y apostólica, no puede disol- ver el vínculo del matrimonio por el adulterio de algu- no de los conyugues. A la verdad los padres de este concilio no declararon por herética la doctrina de la Cj Lib. 22, cap. 4. 26 *( 292 ) Iglesia griega, contentándose con sostener la de Ja Iglesia latina á imitación de lo que hizo el concilio Milevitano. Pero ¿que le aprovecha al Apologista toda esta historia ? El mismo confiesa que todos loa católicos están obligados, bajo la pena de anatema, á creer que la Iglesia no yerra diciendo que el vínculo no queda sin soltarse, de manera que el cónyuge inocente no puede contraer segundas nupcias mientras viva el com/u^ reo. Por ventura ; es esto compatible con la solubiii. dad á que provoca todo el artículo de su protegido? Pero ¿ ni es compatible con lo que, á pocas lineas des- pués, dice el mismo, queriendo que la materia de que se trata es puramente disciplinaria ? A este propositónos cita el código de Napoleón, y su casamiento con Ma- ría Luisa de Lorena, aprobado (según dice el apolo- gista) por Pió VII, viviendo la primera muger; y.es por estas mismas pruebas que nosotros vamos á de- mostrar lo contrario. No puede haber atrevimiento que acobarde al apologista después del que ha tenido para imputar á Pió Vil. la calumnia de haber aproba- do el casamiento de Bouaparte con María Luisa de Lorena. Cuando observamos que con este rasgo im- puro insulta á la cabeza de la iglesia, á la historia yá los mismos contemporáneos de este suceso, nosotros lo miramos enmo el último, y el mas coharde exceso de maldad. Nada tememos al asegurarlo bnjo la garantía de un historiador respetable, (I) cuyas páginas en este punto, vamos á copiar por entero, á fin de no defrau- dar á nuestros lectores de tan interesantes noticias. Dice así: "después de una costumbre inmemorial, las sentencias sobre la nulidad de los matrimonios con- traidos por los soberanos católicos eran del resorte de la corte romana : Pió VII, se negó absolutamente á exa- minar las razones que podían inducir nulidad en el de Napoleón Bonaparte y de Josefina Taseher. Las so- licitaciones del Emperador Francisco II. jamás pudre- ron alterar sus resoluciones en este punto. El modo con que Bonaparte se vengó del papa, no tiene ejeia (1) Desuduatnls hUt- de la revol. frao. toin. 6. ¡>ág. 64. ( 293 ) «lo en la historia, desde el pontificado de Silverio, desterrado á Patávia, en Licia, por Belisario, en 537. pjo VII. fué arrebatado de Roma con mucho misterio, » arrastrado hasta las fronteras de Provensa, después de haber atravesado la Liguria. Era necesario pasar al medio de Genova porque se temia una conmo- ción popular. Los carceleros del pontífice lo obliga- ron á embarcarse en una tartana, cerca de Castaguia, ¿poca distancia de la ciudad. Asustado Pió VII. se creía en el ultimo instante de su vida. Sin ocuparse de- sús cuidados, se dieron á la vela. Fué desembarcado cerca del arrabal dé S. Pedro de Arena. Vuelto á to- mar en su carruage, se continuó el camino de la Cor- niche, hasta llegar por fin á Savone, donde «e le alojó en la casa episcopal, bajo la guardia de un regimiento de infantería y de un cuerpo numeroso de gendar- mería. "Se acusaba al cardenal Maury de haber sugerido I Bonaparte esta inescusable violencia, haciéndole en- tender, que retirado el Papa de su corte, aturdido con su caida, y poco seguro de su vida, compraria su liber- tad no reusándole satisfacción alguna. Maury debía á la casa de Borbon el capelo de cardenal; se lisongea- ba, que por sus bajas condescendencias con el empe- rador de los Franceses, llegaría un diaal Pontificado. La firmeza del Papa prevaleció sobre los artificios del cardenal Maury, y del ministro de la policía, Fouché, empleados en esta intriga larga é infructuosa. " Después del deatierro del Papa, se dispersó la corte de Roma; la mayor parte de los cardenales vi- nieron á Paris, pasándoles el gobierno una pensión de treinta mil francos. Este acontecimiento resonó en toda la Europa, mientras que en Francia hacía po- ca impresión. De ningún modo se hablaba del Pa- lpa, y generalmente se le suponía residente en Roma. I^on todo, su destierro, inútilmente prolongado sobre p costa de Geraur, inquietaba á Bonaparte y á sus mi- lilitros. Una escuadra inglesa cruzaba el mediterráneo y un desembarco improviso podía libertar al prisíoue-( 294 ) fo. tfh cuido sordamente extendido, atribuía |,„ lucieses 0Í designio de transportar ál papa á Malla, con todas las consideraciones debidas á su emíupuie dignidad, ponerlo en posesión del palacio del gran maestre, de la bella iglesia de San Juan, y de nsegu. rarle una renta bastante pingüe, para juntar con es. plendor en esta Isla la corte pontifical. El gobierno francés previno este suceso, trayendo al papa al cas- tillo de Fontainebleau. Bonaparle, se proponía ne. gocíar él mismo con sirnuevo huésped. Los pormeno- res de este asunto quedaron en los dobleces tortuosos de la diplomacia. Hubo un tratado entre el papa j el emperador, que no fue conocido, sino por un k deum cantado por el cardenal Maury en la catedral de Paris; pues que sus artículos no vinieron al conoci- miento del pueblo. Acaso también este acto redacta, do por plenipotenciarios, jamás fue signado por Pió VU. Se suponía qne Bonaparte daba al papa, en cam- bio del estado romano, el condado Venaissin, con una renta de cuarenta milloues en tierras libres de todos cargos, y la libertad de residir, á su arbitrio, en Avi- Ron, Paris, y Roma. Lo que hay de cierto es, que na- da de esto fué ejecutado. Pió VII. perseveró prisio- nero en Fontainebleau hasta la caida de Bonaparte; enf 'Mcesse retiró á Roma. 44 No pu liendo Bo iaparte conseguir el asenso del papa aobre la uulid td de su matrimonio, se dirigida »u senado con respecto á los efectos civiles, y por lo to- oántfl a los religiosos al cardenal Maury, administra- dor d°l arsobispado de Paris. Por ninguno de los dos lados debia encontrar contradicción. Adherida Jose- fina á sus obligaciones, á su esposo y á la Francia, hizo en esta ocasión el sacrificio de su corona con una ge- nerosidad superior á todo elogio. El acto fué presen- tado al senado el 16 de Diciembre. Se leia en él: "el año 1809, á 15 del mes de Diciembre, á las nueve ho- ras de la tarde, nosotros, Juan, Santiago, Regis Catn- baseres. principe arcbirhancilier del imperio, establo en la sala del trono, en el palacio de las Tuilierm f 295 ) asistido de Miguel Luis Fstevan Regnnld de San Juan Je Angely, ministro de estatlo, secretario de estaco de la familia imperial, S. M. el emperador y rey se ha dignado dirigirnos la palabra en estos términos. *'Os be llamado cerca de mi para manifestaros la resolu- ción que yo y la emperatriz, mi muy amada esposa» hemos tomado. El interés y la necesidad de mis pue- blos, exijen que yo deje hijos herederos del trono en que la providencia me ha colocado. Después de mu- chos años yo he perdido la esperanza de tenerlos de mi matrimonio con Josefina. En su consecuencia creo yo deber sacrificar \ni mas dulces afectos de mi cora- ron, y querer la disolución de nuestro matrimonio. Debo afiadir, que lejos de haber tenido jamás de que quejarme, al contrario no he tenido sino motivos de aplaudirme de la adhesión de mi esposa. Ella ha em- bellecido quince aflos de mi vida; su memoria estará siempre grabada en mi corazón; ella ha sido corona- da por mi mano, yo quiero que conserve el puesto j título de emperatriz. " H Habiendo cesado de hablar el emperador, la em- peratriz tomó la palabra y dijo: "No conservando ninguna esperanza de tener hijos, estoy resuelta á dar ámi esposo la mas grande prueba de sacrificio, que jamás ha sido dado en este mundo. Yo consiento en la disolución de un matrimonio, que priva á la Francia U felicidad de ser gobernada por los descendientes de un hombre sucitado de la providencia para borrar los males de una terrible revolución y restablecer el altar, el trono, y el orden social en Francia. Este ac- to, dictado por la política, Ir» forzado mi corazón; yo tile sacrifico al bien de la patria." El Senado pro- nunció:" El matrimonio contraído entre el emperador Napoleón y la emperatriz Josefina queda disuelto. La emperatriz conservará el título y el puesto de empera- triz reina coronada. So viudedad es fijada en dos millones de francos sobre el tesoro público." La mis- ma disolución fué pronunciada bajo loa respectos reli- giosas por ti prori¡»or de Paris*( 296 ) ** En otro tiempo, Francisco II, acaso hubiese duda, do si estaba legalmente disuelto de sus antiguos lazos. Lias circunstancias no le permitían mezclar incidentes en este asunto. La ar«.h¡duchesa María Luisa llegó á San Cloud el 30 de Marzo de 1810. La ceremonia religiosa del matrimonio fue celebrada en el castillo de las Tullerias en el salón de los retratos. El cardi- nal Tech, arzobispo de de León, dio á los esposos la. bendición nupcial, en presencia de algunos carde* nales. Los otros se habían escusado de venir al cas* tillo bajo diferentes pretextos. Este era el efecto de una congregación, en la cu il habían decidido, que el matrimonio de Napoleón y Josefina no habiendo sido anulado por una sentencia del Papa, ellos no podían autorizar con su presencia su nuevo himeneo sin da- ñar su conciencia. Este acto secreto vino á noticia de Bonaparte. El privó á estos cardinales de sus pen- siones, los desterro á lugares pequeños, prohibiendo* les que to;nasen el título de cardenal y de llevar su trage. Josefina se retiró á su tierra de Malina ¡son. Allí murió poco tiempo después de la vuelta de Luis XVIII á Francia." Después de esto ¿á que recurre el apologista para sostener su ti xión? ¿Será acaso al silencio de Fio VII, y á que no habiendo hecho tronar al Vaticano, dió una prueba de su consentimiento? Pero esto seria querer que el Papa se arrojase á los últimos excesos de la de- mencia para conservar intacto su primer juicio. ¿ Quien no advierte que habían ya pasado los tiempos en que Nicolao I, Pascual II, Inocencio III, y otros pa- pas arrojaron escomunioues contra reyes que repu- diando sus legítimas mugeres, se habían casado con otras? El bien de la religión, los derechos de la Igle- sia, y la paz de los pueblos exigían que el Papa no provocase la ¡ra del hombre mas absoluto, mas fuerte, ymns ambicioso que pisó la tierra. Un acto de au- toridad ejercido por Clemente VII, (acaso precipita- damente) contra el matrimonio de Henrique VIII, con Ana Bolena, repudiada que fué Catalina de Aragón, su ( 297 ) legítima muger, consumó el sisma de Inglaterra. ¿ Que temor mas fundado de que suscediese otro tanto en la Francia, si Pió Vil, menos prudente, menos cauto, hu- biese imitado á Clemente VII, principalmente en una época en que la irreligión contaba tantos triunfos? Nunca se advierte mejor loque vale la perpetuidad del vínculo matrimonial, como lo sostiene la iglesia cá- tolica, que cuando se palpan los funestos efectos de su disolución. Hasta aquí hemos considerado al matri- monio como un compuesto moral de contrato y de sa- cramento; haciendo sensible al mismo tiempo cuan contrario era el divorcio á su mística significación. Con- siderémoslo ahora solo como contrato y con respecto á los efectos civiles que produce. Bajo este punto de vista es preciso convenir que no hay ninguno que exi- ja mas imperiosamente 6u perpetuidad. Tres intere- ses los mas grandes la reclaman; el de los esposos, el de los hijos, y el de la sociedad. El de los esposos, porque sin la certidumbre de una unión inseparable, su amistad fluctuaría á cada paso. No hablamos aquí de esas amistades caprichosas que forma un amor loco enemigo de toda coacción, sino de aquellas que son el fruto de un amor sábio, siempre guiado de la razón. Al paso que aquellas nada mas aman que la libertad para entregarse á todos los extravíos de la pasión, es- tas al contrario la detestan, porque un gran interés las fortifica, y el tiempo mismo las afirma. No ignoramos que la violencia de las pasiones, y la corrupción de Jas costumbres perturban muchas veces la paz ¡me- nor de las familias, y llevan los disgustos hasta el ex- tremo de una separación; pero nosotros sostenemos que la esperanza de una ruptura perpetua unida a ia de contraer otra alianza, aumentarían el desorden, y avinagrarían mas esas acedías del corazón. Desenga- ñémonos, desde que la unión no es indisoluble, cesa la confianza, desaparece el respecto mutuo, y no deja ">as seguridad de un auxilio para la vegez, que la que puede dejar una amistad pasagera. Desliérrese esa esperanza, y la reconciliación será mas fácil, por que( 298 ) todo conspira ft ceder á la necesidad, y a que se renurt, cié una inclinación que no puede satisfacerse. Para dar lugar al divorcio perpetuo, y al derecha de contraer nuevas alianzas, se trae á consideración, que el cónyuge inocente fué separado como un i vic, tima de la brutalidad y la disipación; esto se pondera para concluir que no se debe ofrecerlo otra vez en sa- crificio por la prohibición de los sentimientos mas le. ge irnos. Este modo de discurrir pierde de vista el verdadero origen de esa interdicción. Este no es otro que el interés de su mismo personal beneficio. Sin esa prohibición sus males en el matrimonio hubiesen sido mas acervos, como nacidos de un principio que atoja, ra el restablecimiento de la paz. Si se nos vuelve á replicar, que á lo menos esas penas podían endultarse con el conocimiento de que pasando á otras milicias sería mas afortunada, respondemos, que este consuelo era muy incierto, y que siempre sería preferible el me- dio deqne sus disgustos no fuesen mas que momentá- lieos, cerrada que fuese la puerta con la indisolubili- dad. Con respecto al cónyuge delincuente también se encuentra razón para que pueda nuevamente ca- sarse: la edad y la refl-xión, se dice, madurará su juicio, y podrá encontrar una compañera, que obten- diá de él una afición tan constantemente rehusada á la primera. Pero respondemos, que es una inconsecuencia dar virtud al tiempo y a la reflexión está seguro de per- manecer? Un matrimonio sujeto á ser disuelto no puede contribuir á la felicidad de las familias, ni a la pureza de las costumbres. ¿Cual es después de un divorcio, y de un nuevo em- peño matrimonial la suerte de los hijos ? Los orado- res que abogan por esta causa de separación absoluta, no parece que propenden sino á una felicidad (mal en- tendida á la verdad) de los cónyuges. La muerte na- tural de uno de los padres se ha mirado siempre como una época desgraciada para los hijos, por que ellos vie- nen á quedar expuestos á pasar al dominio de una ma- drastra, ó de un padrastro extraños, y á sufrir todas las frias indiferencias de su desafecto. Que la muerte sea causa de esta fatalidad, digno es de soportarse es- te infortunio : pero ¿ por que aumentarles el que nace del capricho de sus autores, autorizándolos a que ha- gan infeliz su posteridad, como dice el mismo Humeí* Erito hace ver la ilusión que padecen los oradores del divorcio, figurándose que los padres no deben perder la esperanza de borrar por el cuadro de una unión pías feliz, las fatales impresiones de la guerra civil que presenciaron en la primera. ¿Como podrán borrarse ésas impresiones, cuando no se ha hecho mas que sos- tiluirá esa guerra doméstica escandalosa otra lenta en que ellos solos son las víctimas ? En cuanto al interés del estado es fuera de duda que esta clase de divorcio notablemente lo deteriora. Sean las que fuesen las causas que 6eñale el legislador pa- ra que pueda verificarse, ellas se aumentan por analo- gía de principios con notable perjuicio de la moral fMiblica, y de la misma población Los mas sabios po- íticos han observado que desde el momento en que Uno de los consortes quiere romper el lazo que lo liga, empieza á sentir la tentación de cometer el crimen & que esta afecto el divorcio. Jamás los adulterios 27( 300 ) hnn sido frecuentes inodo Tril- laría (2) ponderó su importancia, y el Tridentino(3) aunque reformó en parte su antigua disciplina, le hizo lugar entre sus sanciones. Este mismo impedimento corre el padrino y los padres del haijado. El impedimento de púb/ica honestidad tiene lugar en el matrimonio rato no consumado, y en los esponsales de futuro. Antiguamente se extendieron estos impedi- mentos á muchos grados entre ios parientes de estos casado?, á pesar de no haberse verificado ninguna con- sanguinidad propiamente dicha; sucediendo lo mismo entre los deudos de los desposados, sin haber aun tenido efecto el matrimonio. Las lecciones de una amarga experiencia dejaron bien advertida á la iglesia para restringir estos impedimentos, y preca- ver los males que causaba u.ia dilatada extensión. El concilio Lateranense. y el Tridentino la miraron ron un ojo desfavorable, y pusieron límites bien estrechos. Los embajadores de las naciones que asistieron á ellos consintieron en estos acuerdos, no de otro modo, que io hicieron sus soberanos en la disciplina que antas reinó. Vendrá acaso un tiempo en que las autorida- des de la América, no consientan estos impedimenti>«¡ creyendo que ellos empobrecen a la sociedad de fa- milias, que necesita para su mayor prosperidad. Por lo que respecta al impedimento, que trae su origen de la disparidad de cultos, este se entiende que hace nulo el matrimonio de una persona infiel ron i'11* cristiana ; pero no de una persona católica con una (I) Inte 26. ood. de oupliis. m Ex can 53. (3) Cap. 2. secc. 24. de refurm* matriia. ( 303 ) herege» aunque sea este matrimonio prohibido como |0P8 por las leyes de la iglesia, y aun por las de mu- chos soberanos. Los motivos de esta prohibición, se íecomiendan por sí mismos. Salta á la consideración mas pasagera el peligro de perversión en su creencia, éque está expuesto no solo el cónyuge católico, sino pus hijos y otras generaciones,( 304 ) CAPITULO VIII. Prosigue la materia del discurso segundo, con relación 6 los arííctdos desde el 15 hasta el 27. y al discurso sexto. Ordenes menores, obligaciones del obispo, su institución^ vicarios y párrocos, fuero clerical, primado de la iglesia, poder legislativo bulas de los papas, errores dogmáticos de muchos de ellos. Comprendemos en este capítulo desje el artículo ]/) hasta el 27 inclusive del discurso según.lo; en los que el autor de I proyecto trata de las materias que ván indicadas en este título. Como si estas solo fue- sen del fuero laical, las pone bajo su mando y exclu- sivo poder. En cuanto a las órdenes menores, ordena que puedan conferirse con la primera tonsura: reco- noce en los obispos la jurisdicción espiritual, pero sobordinada a la temporal,siempre que sus provideo- ci r. «•idos en sus peculiares funciones, como sucedía cuan- do estuvo en vigor la antigua disciplina, sino con el fin de no omitir una rictualidad que exigía la promocional presbiterado y al obispado. A pesar de esto, aun hov mismo desea la iglesia que se recuperen los antiguos usos, y que, teniendo ejercicio estos órdenes, se lie. gue al sacerdocio poruña vocación probada (l) Por lo expuesto se hecha de ver claramente, quee| autor del proyecto confunde los abusos con los dere- chos, y aun podemos adelantar el concepto hasta de- cir, que se aprovecha de esos mismos abusos, que de- bió censurar, para calificar de inútil el mejor medio que proporcionan los cánones para tener ministros escogidos y llenos de su espíritu. Entre las causas de la relajación de esta disciplina prefiere el autork invención de recibir dinero por limosna, ú honorario Je la Jlíisa, por administrar los Sacramentos del Bautismo, Peni- tencia, Eucaristía, Extremaunción y matrimonio ¡por predi- car, exorcisar, y auxiliar á los moribundos : cuyos ejerci- cios reservándoselos los Presbíteros, y añadiéndose á todo la curiosidad natural de saber vi/as ágenos por la con» festón, produjo la decadencia de todos los órdenes. Véanse aquí los sentimientos de un autor, que solo tornó la pluma para censurar á la Iglesia católica, y llenar de afrenta al sacerdocio. Consultando su ver- dadero origen, espusimos ya de donde venta la deca- dencia de la disciplina en cuanto á los órdenes infe- riores al sacerdocio, y el cuidado de la Iglesia por mantenerlos, cuanto es posible en el pie de su insta- lación. Llama invención el recibir dinero por la Misa, por la administración de los demás Sacramentos/ otros oficios Eclesiásticos. Pasemos por alto la ca- lumnia de que.haya estado en uso (á lo menos univer- sal) que interviniese el dinero ni aun á título de limos- (I) Trid C XI ref por lo respectivo los órdenes menores, y el mismos! ccioo ¿3. cap. 13. y 14 Ue ref por lo que mira al subdiacoaado y diaconal. ( 307 ) na ú honorario por todos los actos que refiere : ¿ por que omite que esa intervención en los que ha tenido lugar, se subrogó á las oblaciones voluntarias de los fieles, desde que los retiró del altar su falta de fervor? ¿Por que calla el disgusto con que la iglesia vió in- iroducirseen el santuario, este instrumento de su profa- nación; la severidad de sus penas contra losque fue- sen guiados de un sórdido interés ; y el zelo de. los obispos en todos tiempos á fin de cerrar las brechas que abrieron á la disciplina los desórdenes.? Como si esto presentase una causa desesperada, quiere el autor que se miren como inútiles esas órdenes, y que amas de que así quede manca la gerarquía de la igle- sia (hablamos con respecto á las mayores de diácono ysubdiácono) se suba al presbiterado por aquellos que jamás se iniciaron en las funciones del servicio di- vino, ni dieron pruebas de su aptitud. Decimos que esto quiere, así porque los llama inútiles, como por que el conservarlos (dice el mismo) solo á fin de cho- cármenos con las ideas, recibidas. Por lo demás, solo el desprecio es una justa contestación, al cargo menliro- sode esa curiosidad en órden, a saber vidas agena.s que atribuyó á los sacerdotes en el sacramento de la pe- nitencia. Pasa luego el autor del proyecto á mandar que el obispo confiera el órden de presbítero en cualquier domingo del año sin sugecion á los cánones que pre- vienen se confiera este en alguna de las cuatro témpo- ras del año. " Ciertamente, dice, no descubro ningún motivo de utilidad en limitar la colación de órdenes á tales dias." O no hizo ninguna diligencia el autor para encontrarlo donde debía, ó lo que es mas proba- ble, despreció el verdadero por dar lugar á sus anto- jos. De todos modos nos es grato el decirle que una consideración relativa al bien de la iglesia, y de la so- ciedad fué el motivo justo que limitó la colación de Menes á las témporas. Considerando la iglesia que °" el campo del Señor la mies era mucha, y los ope- rarios pocos, creyó de su deber excitar al pueblo para 28( 308 ) que por medio de sus preces públicas obligase aldue. fio de la mies á que le diese operarios rapaces de ira. bajar en ella. Este santo y piadoso pensamiento, de la tifiarte! sínodo Mediolanense (1) es eu un todoconfor. me al espíritu de la iglesia en la institución de lastéaj. •ni poras, cuyo objeto fué el que se aplicasen estas obras de mortificación y penitencia, para impetrar del Cielo ministros dignos de su culto. Este fué el verdadero origen de que las órdenes no se confiriesen fuera de estós'tiempos, teniéndose por corruptela reprobada por Alejandro III. lo contrario. (2) Véa ahora el autor del proyecto si hay un motivo justo de esa limitación, y si no se cree autorizado para dictar por leyes sin sentimientos personales, confiese de buena fé SU6 es> travíos. Un punto de los mas graves en disciplina ecleciás- tica ocupa luego las serias meditaciones del autor constitucional. Manda legislativamente que el orden de obispo debe ser conferido por el arzobispo de la provincia, ü por otro cualquiera obispo de ella, y el del arzobispo por el obispo decano, sin que para estnsórde nes concurra la influencia del papa con sus bulas, se- gún la moderna disciplina. Sobre este mismo punto hemos hablado en el capí- tulo 2. de esta pequen < obra, y hemos ponderado 4 mismo los males que sufrió la iglesia con la mudanza de la antigua disciplina, como los imperiosos motivos de interés evidente que asisten á la América para desear una renovación de los antiguos usos, que pusiese i pueblo y al Metropolitano, en el pleno goce de sus fun- ciones. Pero cuando hemos promovido estas verdades jamás nos hemos visto tocados de esa lepra, de que se siente el autor del proyecto, atribuyendo al poderla/; cal el de restablecer por sí mismo esas antiguas disciplt nas. Nosotros hemos reconocido siempre que siéndola ígf-sia una república cristiana, es ella sola á quien pfr- tenec*. darse leyes por medio de las autoridades que (1) Part. * tí: 8 (2i Cay. bañe. tít. de temporibus ordinat- 9 l'j I ou ¿•Mi C 309 ) la rigen,y que no viniéndola esta potestad de otro que del mismo Jesucristo, ella la ejerció aun antes se viese protejida de los príncipes. Al entrar estos en su seno, nada perdió de sus derechos. Oigamos sobre esto al sabio Fenelon. " Concillándose, dice, el mun- do con la iglesia, no adquirió el derecho de dominar- la. Hechos hijos de la iglesia los príncipes, no se hi- cieron 6us amos .... quedó ella tan libre bajo los em- peradores cristianos, como lo había sido en tiempo de ¡os emperadores idólatras, y paganos." Mas como Jesucristo tampoco vino á mudar nada en la constitu- ción de los imperios, dejó en ellos intacto el poder temporal para resistir las leyes de la iglesia, que es- tuviesen en oposición á sus fine». Este puede hacer uso de su autoridad para contradecir las instituciones - de obispos, y que deben venir de remotas distancias coi notable perjuicio de los pueblos; pero nunca pue- de por si mismo hacer revivir las antiguas leyes: "Una ley abrogada no es ley, dicen los sabios prelados dé la Francia que consultó Napoleón; (I) ni puede re- cobrar el carácter de tal, sino por la autoridad que la abrogó. No se gobernaría la iglesia ella misma; ni tendría derecho de hacer leyes y reglamentos para su régimen interior, si alguna autoridad pudiese forzarla á volver á tomar las que hubiese abolido. " En el supuesto de hallarse abrogada la anticua dis- ciplina sobro las instituciones de obispos por los me- tropolitanos (decimos lo mismo sobre las elecciones) y |dedesearse su renovación en América, preciso es que intervénga la autoridad eclesiástica, asi para que no carezca de sanción legal, como para que se retiren los [peligros de las turbulencias y ansiedades que puede causar entre los fieles una empresa mal meditada con- tra el poder de la iglesia. Esta intervención se láda- nos á un concilio nacional, quien tomando en consi- deración la materia, y ponderando las razones que he- laos indicado, decida loque debe hacerse. Enseguida á esto se levanta el autor del proyecto W Pregunta que hizo Na,>o. á Jas dos comisiones.( 310) contra el furro cleriral, y siempre con el odio de que se vé prevenido, solo atina á referir lo que puede ofen. der al estado eclesiástico, mas no lo que le honra, Convenimos con el autor en que Jesucristo no eceptuó al clero ni en sus personas, ni en sus bienes do la po. testad temporal. Fué siempre mirada como una doc. trina apostólica, y de la que el mismo Jesucristo dio el ejemplo pagando al César lo que era del César, que rio solamente los legos, sino también los clérigos se ha- llaban sujetos á las potestades sublimes, esto es, ñ los magistrados civiles. Nada mas en el orden de la jus- ticia, y la razón. El eclesiástico como ciudadano vi- ve bajo la protección de las leyes, y disfruta las venia- jas de la sociedad civil : la condición inviolable de es- ta*; funciones no puede ser otra que la de su someti- miento y subordinación. Nació de estos principios, que en los tres primeros siglos de la iglesia el clero, los obispos, los papas mismos eran los mas puntuales en prestar al César su obediencia. Tertuliano en su apologético (1) combate á los gentiles con este géne- ro de pruebas. Sin embargo, desde los tiempos apostólicos fué un vehemente anhelo de los varones mas eminentes en vir- tud y letras, retirar las causas del clero de los tribuna- les legos, y sujetarlas al conocimiento de sus prelados, no por el camino de una excepción derivada del dere- cho divino, sino por una elección voluntaria de los ac- tores, tomándolos por arbitros de sus litigios. Tanto mas debió parecerles justo este deseo, cuanto que, desde la mas remota antigüedad, los santos obispos habían ejercido su paternal solicitud en componer amigablemente aun las causas de los legos, llevando por su único y saludable objeto, establecer en los áni- mos la paz y la concordia. Así sus juicios no los re- guiaban por el rigor de las leyes sino por lo mas exac- to de la caridad : ex ecno et bono. Un tan caritativo ministerio que daba tan preciosos frutos, fué el que mo- vió á los Constantinos, Arcadios y Balentinianos para (2) Cap. 42. (311 ) prodigarles sus leyes á favor de tan edificante ejercí» ció. Nadie estrañará después de esto viendo tan dili- gente á la Iglesia aun para prohibir que el clero lle- vase sus causas á los tribunales legos. En efecto así lo hizo por medio de los concilios tercero y cuarto Cartagineses, y por el de Calcedonia. En esto á la verdad se manejaba la iglesia á manera de un diligen- te padre de familia, que prohibe á sus hijos litigar an- te los jueces con indecible detrimento de la paz inte- rior, y de los nudos fraternales. Habia ya llegado á tanto crédito la caritativa con- ducta de los prelados, terminando sin gastos ni odiosas agitaciones las diferencias que el emperador Justinia- no no dudó decretar, fuesen siempre llevadas sus cau- sas civiles á los obispos, siendo lego el actor para que las difiniese con suma brevedad, sin las ritualidades forenses, y solo por aquellos medios que les dictasen la honestidad y el espíritu sacerdotal. (1) Véase por estos antecedentes de un modo inequívoco, que la ex-r cepcion del fuero clerical es solo la obra de la volun- tad libre, y de la beneficencia de las potestades del si- glo; y solo en tanto, que de este modo se consultaba la tranquilidad del sacerdocio, y se recogían los bené- ficos frutos del ministerio. Mas, es preciso confesarlo, todo mudó de aspecto desde que la relajación de las costumbres fué general con la inundación de los bárbaros; desde que la igno- rancia vino en auxilio del engaño con las falsas decre- tales ; y en fin, desde que los juicios esclesiásticos tomaron la forma y la índole de los civiles, con el nue- vo derecho canónico. Entonces, prelados ambiciosos, que añadieron al poder de la fortuna el respecto de su cargo, avocaron á su tribunal las causas que eran de otro fuero; entonces hasta los papas mas virtuosos creyeron de su deber revestirse de un poder universal, y absoluto; entonces fué por último que los juicios ecleciásticos se convirtieron en unas contencionea- (1) Novelas 83. y 123. I(312) acaso mas amaras que las de los tribunales civiles. Preci-o era que por resultado de estos abusos reci. biese la jurisdicción eclesiástica mortales golpes, y que perdiese lo que se habia adquirido en la obscuridad de los siglos bárbaros. En efecto, mas de once siglos habia corrido en posesión de decidir las causas de los legos, á lo menos aquellas que estos llevaban á su tri- bunal, abandonando sus propios jueces. Pero cerca del siglo XIII empezó-ya á verse turbada esta posesión, hasta que por fin acabó del todo. Por el mismo órdeu progresivo fué también perdiendo terreno aun respecto de los eclesiásticos. Estos debieron ya en sus de- mandas seguir el fuero laical del reo; y pudieron ser sacados del suyo en las acciones reales, en las mismas personales mezcladas con las reales, en las causas testamentarías, en las de administracio ntemporal, en las reconvenciones, en las de tutela, en fin, en otras que omitimos. Eslos ejemplos nos ponen á la vista cuan diminuto se hallaba ya á principios del siglo el fuero clerical, y cuan poco tienen que perder los eclesiásticos siempre que las autoridades constitucionales se lo quiten. En sus facultades quedó retirar el privilegio cuando les agrade, porque su concesión no es una deuda sino una gracia. En las monarquías absolutas viene bien criar clases privilegiadas; en las repúblicas como las nues- tras, todo lo contrario; porque ellas destruyen la uni- dad y el interés común. Los eclesiásticos llamados al goce de los derechos cívicos ganan mas de lo que pierden con su fuero, porque es mas honroso y mas proficuo tener parte en las deliberaciones públicas, que gozar de un modo de existir estéril cuales el que les fuese quitado. Sin embargo, nosotros somos de opinión, que llegado el caso de perder loa eclesiásti- cos lo poco que Ies ha quedado de su fuero, siempre sería conveniente, siguiendo el espíritu del cristianis- mo, que sus causas Hs ter ninasen tomando por ar- bitros á sus p"elados; y aun que caminando estos sobre las huellas de los Ambrosios y Agustinos (313) (J) dedicasen una parte de su» cuidados en cortar el curso á los litigios, y poner paz entre las familias ulce- radas. Por el artículo 26, irremisiblemente se prohibe to- do recurso al Romano pontífice en materias de disci- plina : "jamás, dice esteartíeulo, 6e acudirá por asunto alguno eclesiástico de pura disciplina al sumo pontífice Romano, porque no es necesario para nada," Cuando domina el error, está impedida la razón. A pretesto de reformar abusos los siembra el autor á manos lle- nas; algunas veces, como al presente, olvidado de sí tnismo, y siempre con un designio premeditado de conmover el edificio de la iglesia hasta en sus mismos fundamentos. Si no hubiésemos tratado ya del prima- do, tendríamos grande satisfacción en demostrar el va- no empeño con que pretende acreditar el principio absurdo de que "con los sucesores de San Pedro, no se debe contar mas, que para vivir en unión de fé y caridad con su silla apostólica, como primera del orden episcopal, y centro de unidad dogmática y moral." El realiza en efecto los males que deben temerse de esta doctrina, y hace salir del propio error razones que nos tranquilizan. No tenemos que demorarnos mucho sobre el artículo 27 de la constitución del clero, ni sobre las glosas á que sugeta el discurso VI. Aquel habla del beneplácito de los gobiernos que deben obtener las bulas pontifi- cias para que corran libremente en los estados. Las principales de estas bulas son de dos clases, las unas que pertenecer) á la disciplina, y las otras al dogma. Las primeras nada deben contener que sea contrario á los derechos de las naciones, á los usos legítimamen- te establecidos, ni á los cánones de los concilios, que están en observancia. Deben á mas de esto convenir & los tiempos, á los lugares, y á lo que exige una co- nocida utilidad. Nadie puede publicarlas, sin que pri- mero sean registradas, porque en su ejecución están afectas al consentimiento de los gobiernos. Hasta aquí (l) Lib. de opere raonacorum cap. 19. y lib. 6. cooffe, 3.( 314 ) estamos conformes con los sentimientos del autor. So- bre la fuerza y naturaleza de las bulas, que pertene- cen al dogma, hemos hablado ya en nuestro prólogo. Por lo que respecta á la aceptación de los gobiernos, el autor se descarria, como lo tiene de costumbre. El pretende que a los supremos temporales es aquienes corresponde decidir sobre su intrínsico valor. «La obligación, dice, de obedecer al papa como gefede la iglesia católica, tiene los limites designados por la ra- zón natural, y por la práctica de los siglos primitivos, en que se sabia mejor que ahora la verdadera tradición por el menor número de personas que habian mediado desde los apostóles, " No pudo decir mas el heredar- ca mas aturdido. No nos admira que hollé el dogma de que la iglesia es el único juez competente de la doc- trina, sino que confesando ser el papa gefe de la iglesia de Jesucristo, caiga en el fatuo error de sugetar su jui- cio á solo el de las potestades del siglo. Las luces mis- mas de la razón natural debían dictarle, que si bien una bula dogmática no tiene su última fuerza sin la acepta- ción de los obispos, á lo menos ella funda á su favor un juicio presuntivo muy superior á lo que puede prome- terse de aquellos á quienes el mismo Jesucristo no con- fió el depósito de la fé, ni los llamó en especial para que estuviesen á la cabeza de su grey. La práctica sabia de los reinos católicos en cuanto á estas bulas es re- mitirlas el gobierno al juicios de los obispos del esta- do, y siempre que hayan adquirido su acceptacion, publicarlas, y llevarlas á ejecución como protectores que son de los sagrados cánones. Las glosas del Vi discurso se reducen á dar una ¡dea adulterada del primado de la Iglesia, y á estable- cer en el cuerpo moral de los fieles, en cuanto com- prendé á todos los ecleciásticos y á los legos, el poder legislativo de ella. Estos dos asuntos nos han ocupado altamente en los capítulos I, 2, 3, y 4, del li- bro Io. y á ellos remitimos á nuestros lectores. £' apologista en su adición á la respuesta de la censu- ra IX, toma á su cargo demostrar la falibilidad de lo> (315) napas en materias dogmáticas, y dando principio por San Pedro, nos presenta el catalogo de mas de veinte y dos que cayeron en errores palpables. Nosotros no reconocemos por la opinión mas fundada la que atri- buye al papa el privilegio de la infalibilidad; pero no podemos escusarnos de manifestar nuestra sorpresa, viendo un escritor, que á cambio de captarse concep- to entre los ignorantes, desfigura el estado de la cues- tión, traiciona la verdad histórica, y prostituye su glo- ria literaria al odio que profesa á los papas. El m \s adherido á la infalibilidad papal, jamás la ha extendido á sus dichos privados, ni tampoco a aquellos que salen del círculo de los puntos dogmáticos. Su aserción se limita á decir, que el papa es infalible cuando dirige á toda la iglesia su juicio público sobre materias de ié. Afectando ignorar el apologista estos principios tan triviales, arguye á los infalibistas con el falso testimo- nio de algunos papas proferido en circunstancias que do hablaban como cabeza universal de la iglesia; y con el de otros cuyo testimonio nada tenia menos que afinidad con la fé y la doctrina. Del primer género son la caid i enorme de San Pedro renegando de su divino Maestro en el curso de su pasión, y la del pa- pa Marcelino, que en la persecución de Dioclesiano asegura haber prestado adoración á los ídolos. Pero ¿quien es aquel tari inadvertido que deje de conocer que aquí estos papas no hacían otra personería que la que les daba su existencia individual? Por loque res- pecta á San Pedro, la amargura de su arrepentimiento y la constancia de su martirio repararon su caida. "Por este ejemplo* (dicen los padres de la iglesia,) Dios ha querido hacer ver, que los justos deben siem- pre temer sus propias debilidades, y que los pecado- res penitentes pueden todo esperarlo de la misericor- dia del Señor." Cuando hemos hablado de la caida del papa Mar- celino, solo ha sido para que viese el apologista, que Alindándole la ventaja de dar por cierto el hecho, na- da probaba á su favor. Por lo demás, es cosa vergon- 29(316) zosa que un literato haya dado crédito á vulgaridades que desmiente la crítica. El historiador Eusebio (!) refiere el pontificado de Marcelino, y nada dice de su turificacion : Teodoreto (2) no solo la calla, sino que hablando de este papa, se explica asi: Marcelino varan ennoblecido con mucha gloria en tiempo de la persecución. Mas que todos vale aun el testimonio de San Agustiii (3) quien rebatiendo á un Donatista, rechaza como improbable la calumnia. Una sínodo Sinuesana se de- cía que habia condenado á este papa como idólatra; pero, j porque el apologista disimula que el erudito Natal Alejandro (4) rechaza con trece robustos fun- damentos la ficción que dió existencia á esta sínodo. Pasemos al segundo género de errores, es decir á aquellos que no pertenecen al dogma, y de los que se vale el apologista para destruir la infalibilidad de los papas. El primero es el del papa Víctor, quien exco- mulgó á los obispos asiáticos que se negaban á seguir su opinión sobre el dia de la celebración de la pascua. Si el apologista califica de dogmática esta materia, cae en un error que no sería perdonable á un principiante de teología; pues nadie ignora que pertenece á la pu- ra y neta disciplina, bajo cuyo respecto S. Irinéo re- prendió su imprudencia. Si al contrario no la eleva al carácter de dogmática se hace irrisible en igual gra- do, combatiendo una pretendida infalibilidad que solo existe en su fantasía. Alega luego el ejemplo de Cle- mente XIV. quien extinguió el cuerpo Jesuítico, como inútil y aun nocivo, siendo así que Pió VII. lo volvió á restablecer. Será esta por cierto la primera vez que6e tenga por materia dogmática la utilidad, ó disconve- niencia de que permanezca, ó no en la iglesia un orden religioso. Al mas miserable político, no se le oculta la parte que en esto tiene el mero imperio de las circuns- tancias y de los tiempos ; y aun debió saber que oprimi- do Clemente XIV. con las instancias de los príncipes, (1) Lib. 7. cap. 32. (8) Lib. l.cap 3. (3) Lib. de único bapt- cap. 16. (4) Secuto 3, diserla. 20. (317) no fué congojo enjuto que aniquiló un orden que habia Jado ó la iglesia los mas sazonados y copiosos frutos. Por lo demás falta el autor torpemente á la verdad, ase- gurando, que este papa encontró algún vicio pertene- ciente al dogma ó á la moral en la substancia de su ins- tituto. Vengamos ahora á los errores en que hablando, dice, otros papas á la iglesia universal desde su solio pontificio, se apartaron de la verdadera doctrina de Jesucristo. El primero es el papa Liberio, y de este nos dice que aprobó y firmó la profesión de fé, dis- puesta por los Arríanos en su conciliábulo de Sirmio y Rimini, contra lasdeclaraciones dogmáticas del con- cilio Niceno. Cualquiera que observe la firmeza de mano con que asienta su dicho, no era fácil de que te- miera una engañosa ilusión. La buena fé exigía que cuando menos no les ocultase á sus lectores los célebres patronos que tiene á su favor la integridad de creencia católica en que siempre estuvo este papa. "^Pero no hay que esperar buena fé en un impostor de profesión. No negamos que Liberio se hizo memorable por la versatilidad de su conducta con los Arríanos, después de haber resistido su audacia con firmeza; pero es una verdad de que sale por garante la historia, que desterrado, lleno de malos tratamientos, y viendo que 8e colocaba un anti-papa en su silla, aunque se rindió afirmar la fórmula del concilio de Sirmio, en que no se hallaba la palabra con sustancial, no omitió decir ana- tema contra todo el que enseñase que el hijo no era semejante al padre en su substancia, y en todas las demás cosas. Pue- de verse su defensa en Natal, líergier, Goti, y otros muchos. No se escapó el papa S. León el grande del furor insano del apologista. Con una audacia y una falsedad &m ejemplo nos dice, que en el cuarto concilio de Cal- cedonia fueron elogiados y aprobados los libros de Ibas obispo de Edecea, y de Teodoro obispo de Mopsuestea, que después fueron condenados como heréticos en el quinto concilio de Constantinopla ; y(318) que habiendo confirmado S. León aquél concilio ¿j una consecuencia necesaria haber caido en error, 6 á lo menos haberle sucedido lo mismo al papa Vig¡|¡0 que confirmó la quinta sínodo. En el capítulo cuarto de esta pequeña obra hemos desarrollado complétamete este hecho histórico; y si no nos engañarnos, igualmente hemos demostrado hasta la evidencia la falsednd de que los escritos de Ibas y de Teodoro hubiesen sido aprobados por el cuarto con- cilio de Calcedonia: suda pues en vano el apologista por sacar cómplice á S. León de los errores, de los tres capítulos; y debia estar ya bien desengañado de que cuanto mas se esfuerza á desacreditar lo ma9 es- cogido y grande que tenemos, tanto mas brillante apa- rece al lado de sus sombras. Otro de los papas á quien tisna el apologista con la fea nota de he regía, es Honorio I. Es una de las re- glas mas sanas de la crítica, echar siempre á buena parte todo lo que es suceptiblede buen sentido. Ne- gar que Honorio fué fautor ó protector de los heregee JMonotelitas, que negaban en Jesucristo dos volunta- des divina y humaría, y por lo mismo justamente con- denado en la sexta sínodo, seria chocar con la ver- dad ; pero ser fautor de una heregía y ser herege no son términos sinónimos. \ ser capaz el apologista de un sentimiento piadoso para con los gefes de la iglesia católica, hubiese abrazado el partido de poner en cal- vo la fé de Honorio como lo hacen los mas clásicos escritores, mas esto era demasiado pedir de un ene- migó que no dá cuartel á ningún papa. Nosotros nos hubiésemos contentado con que no procurase sorpren- der á los incauto^, haciéndoles concebir con su silen- cio, que la causa de Honorio ni era defendible, ni te- nia protectores. Como no es conforme con nuestros sentimientos la opinión de los quedan al papa el privilegio déla infa- libilidad, no ha debidoser de nuestro empeño hacerla apología de lo=> demuá á quienes les forma su proceso; (319) con todo decimos que un exámen mas detenido hallara en esas causas no poca materia de una justa censura. Por lo demás los pocos ejemplares de qne hornos he- cho mérito, sobran para acreditar la mano infiel que ha hecho uso de ellos.( 320 ) CAPITULO IX. Prosigue la materia del discurso segundo, en cuanto á los ar- tículos 28, 29, 30, 31, y 32, y con relación al Dis- curso VIH. (I) Sobre límites de obispados, comunicación con Roma, y crea- ción de patriarcado. El empeño decidido del autor de los discursos por introducir en la iglesia una disciplina nueva, siempre con violación de los derechos del primado, y aumento del poder civil, lo hace dictar leyes en estos artículos sobre la erección de los obispados, sus límites territo- riales, y la comunicación de los prelados con la cabe- za de la iglesia. Después de haber indicado en el 28 la grande utilidad de que vayan conformes los distri- tos de las provincias civiles con los de los obispados, ordenó por el mismo, que se dividan las diócesis de manera que, en la ciudad capital y central de las pro- vincias, resida un arzobispo, y en las otras mas prin- cipales, un obispo. Previendo la casi imposibilidad de que en este trastorno universal vengan á coincidir los nuevos límites de las provincias civiles, con lasque tenian establecidos los obispados, y que de aquí resul- taría que algunos de estos, ó casi todos, deban ejercer potestad espiritual sobre personas que han perteneci- do á distinto prelado, ordena el 29, disponga el go- bierno civil nacional, que los obispos actuales autori- cen á sus colegas, consintiendo la mutación de dióce- sis de sus respectivos feligreses, ó bien reuniéndolos en concilio provincial ante su actual arzobispo, ó sin reunirlos, recibiendo de ellos por escrito el aseusft (1) Se advierte quo en la obra que impugnamos está errado el número, p debiendo decir séptimo, dice octavo. (321) El 30 preceptúa, que, hecha la ordenación del arzo- bispo, escriba este al sumo pontífice comunicándole su elección y ordenación, acompañándole su profesión de f¿, por la que debe constarle que él, los obispos y el clero de su provincia son católicos, apostólicos, roma- nos, unidos por la fé y la caridad con la silla de Roma, como centro de la iglesia universal, y que reconocen su primado, no solo de honor, sino también de jurisdic- ción. El 31 tiene por innecesario que los demás obis- pos escriban esta carta. El 32 previene, que, si el go- bierno civil hallase por conveniente reducir las comu- nicaciones de todos los asuntos eclesiásticos á un cen- tro de unidad nacional, acordará que el prelado de la corte ó ciudad capital del estado, se nombre primado (¡patriarca, en lugar de arzobispo, exigiendo para ello el consentimiento de los demás obispos, en cuyo caso el gobierno se entenderá con solo el patriarca, este con los arzobispos, y estos con los obispos. Bien penetrado el espíritu de los artículos 28 y 29, nadie podrá dudar que por ellos se reconoce autori- dad en el poder civil para dividir el territorio nacio- nal en arzobispados y obispados, y aun para extender jrestringir los límites de las potestades eclesiásticas ta establecidas. Como si el autor de los discursos aos produgese una prueba luminosa de este poder, nos instruye, "que cuando la Francia formó la constitu- :ion civil del clero galicano en el año'de 1791, acordó ^división territorial de obispados arreglado á laque lizo de su gobierno secular en departamentos." Ma verdad difícilmente se concibe como pretendo »te autor sacar partido con la prueba de una asam- blea, que solo con ser suya hace cuando menos vaci- arla opinión. Después de esta palpable inadverten- cia no extrañamos le cause novedad que el papa no lisíese aprobar esa división territorial de obispados, ateniendo pertenecerle. " Parece imposible, nos dice, ["e Roma se atreviese á defender en estos siglos de r'tica semejante paradoja, después que la Francia no !"ia estado de ceder ni de ignorar la razón que le( 322 ) asistía examinando la materia originalmente." Meno* ocupado de preocupaciones sabría, que cuanto tnag no-i acerquemos al origen del cristianismo, tanto mas nos ha de ser sensible la influencia del poder eclesias- tico en la erección, división y deslinde de los ob¡Hpa. dos; que en los tiempos de la mas sana crítica siempre s»* reconoció esta materia de su resorte; que á vir- tud de la moderna disciplina recayó en ios papas este derecho; que las funciones del poder laical ernpeza. ron á conocerse en la edad media; y que, considerado á mejores luces este punto de disciplina, su autoridad t»e afirmó de modo que su consentimiento vino á ser necesario para la efectiva ejecución de estos acto». Cuando Jesucristo dijo á sus apóstoles : andad á to- do d mundo, predicad el evangelio á iodos las gentes, bauti- zan olas en el nombre del Padre, del Hijo, y del Espíritu Santo, es cierto que no circunescribió su ministerio a ningunos límites territoriales: el mundo entero fué su diócesis, y los que lo habitaban sus diocesanos. Asi convenia al zelo rápido de que eran arrebatados, y ai v isto objeto de su misión. En efecto ellos acometie- ron la empresa de sujetar al imperio de la cruz las principales capitales del orbe, y cuando había un su- ficiente número de cristianos fundaban en ellas obis- pados, que venían á ser como otras tantas fortalezas de la fé, ordenaban obispos, y revistiéndolos de facul- tad para hacer lo mismo donde lo exijiese la necesi- dad, seguían el curso que les abría su destino. Pero no podía entrar en el plan de una policía bien combinada, que así como los apóstoles, y los obispos sus coetáneos ejercieron su poder, ó sin límites fijólo á ¡o menos muy vastos, se condugesen también sus sucesores. Aumentado el número de los fieles, de» bian aumentarse los obispados, viniendo á gubdividir- se en muchos los que antes comprendían una nación entera. En este estado de cosas, las mismas desmem- braciones, la calidad de los lugares, el número délas poblaciones, el carácter de los hombres, en fin su* i"' teicoes encontrados, todo reclamaba que sin límites ( 323 ) fijos de las nuevas sillas episcopales no podia gozarse de una perfecta tranquilidad. Los que ocuparon las sillas apostólicas se encontraron dotados de un poder pas extendido que los demás, y por lo mismo á estos era á quienes se recurría para la fundación de nuevos obispados. Lambistona presenta muchos ejemplares de obispados eregidos por los papas y los metropoli- tanos, así del oriente como del occidente. Los conci- lios ejercieron también su autoridad de un modo mas amplio, ya prohibiendo, como el Laudiseno y el Sardi- sensc, que se fundasen obispados en lugares pequeños, a fin de que no se envileciese la autoridad episcopal, (I) ya oyendo las quejas que nacían de este y otros capítulos, como lo hicieron el Calcedunense, Efesino» y el Cartaginense III. Pero el autor de los discursos nos dice, "que la de- signación de territorio diocesano se introdujo por el mismo estilo que la propiedad de las cosas, cuando dos obispos pretendieron mirar como diócesis respectiva- mente suya, un pueblo en que los dos ó sus predece- sores habían convertido parte de sus habitantes." Esta comparación parece ¡uexacta y cuando fuese jus- ta, probaria á favor de la designación de límites. De- cimos que parece inexacta, porque el derecho de propiedad no está subordinado á las leyes, sino cuan- do su uso es nocivo, ó al propietario, ó á la sociedad, debiendo ellas protegerlo en todo otro sentido; como lo está el que se adquiere un obispo sobre la diócesis que el ó sus antecesores habían convertido, pudieudo la potestad eclesiástica, no solo restringirlo, sino aun suprimirlo, si así lo reclama el bien de la iglesia- Na- da mas odioso en el derecho eclesiástico que atribuir a sus beneficios el carácter de patrimoniales. Deci- mos también que á ser justa, probaria á favor de la de- signación de límites. A juicio de los mas sabios, la misma razón natural dicta que el bien de la sociedad fstá interesada en el establecimiento de la propiedad. £■) efecto, siendo como es, el hombre naturalmente {') Por el canoa 57 del primero, y el 7 del según Jo. 30( 321 ) sociable, la naturaleza lo destinó para que viviese en compañía de otros; pero para que esta fuese honesta y tranquila después que los hombres se multiplicaron, Ja constitución misma de las cosas humanas exigió la propiedad de bienes, y los límites á que ella los subor- dina. Así también, destinados los fieles á vivir en una sociedad religiosa bajo la dirección de sus pastores, debia entrar en la constitución de la iglesia, que au- mentado considerablemente el rebaño, no pudiese esle gobernarse de un modo conveniente á su instituto de paz sin establecer límites territoriales, que no pudie- sen traspasar los mismos conductores de la grey. Véa- se pues aquí probado con el ejemplo de la propiedad, que así como la vida social de los hombres no podia existir sin ella; tampoco la religiosa de los fieles sin la circunscripción de diócesis, que es el punto en cuestión; y vea también el autor de los discursos que, examinada la materia originalmente es como menos puede sostener su causa. En efecto, lo que mas hay de singular en este asun- to, y lo que mas hace á nuestro propósito es, que en todo el largo periodo de cinco siglos no se encuentra un solo vestigio de que la autoridad civil hubiese me- tido la mano en él. No nos atreveriamos á asentar esta proposición si no la hallásemos garantida por el gran Tomasino (I) que por su profundo conocimiento de toda la antigüedad es, y será el orgullo de su siglo, Sigamos sus pisadas y pasando ahora á los siglos VI., VII., y VIII. de esta edad media aprovechémo- nos de sus luces. Si en ella hallásemos variada, en mucha parte la disciplina, nunca será de manera que el juicio de la iglesia no haya tenido el primer influjo decisivo en la erección y división de los obispados. La mano de los príncipes apareció sin duda en esta época con toda la respetabilidad que le era debida. Los ejemplos de Carlomagno en la protección que di» al obispo Bonifacio mandado por Gregorio H. á 'a Germania para que propagase entre los infieles la luz (I) De beneficios, par, 1. lib. 1. cap. 55. ( 325 ) del evangelio; la que los pueblos, y magnates de esta misma región dispensaron al mismo Bonifacio, hecho ya arzobispo por Gregorio III. y en virtud de la cual crió los obispados Herbipolense, Buraburgense,y Er- fesfurense; el del rey Bomba en España creando un obispado en un arrabal de Toledo, que después fué quitado por el concilio Toledano XII.; en fin, lo suce- dido en Francia entre el rey Childeberto y León ar- zobispo Senonense, quien se resistió á prestar ¡?u asen- so para la creación de un nuevo obispado en Mclodu- ni, sin que consintiese el rey Theodeverto en cuyo distrito estaba; lodos estos y otros muchos ejemplares que omitimos, al paso que manifiestan el poderqueya gozaban los príncipes en este punto de disciplina, no son menos concluyentes de que ellos miraban á la ig- lesia como la fuente de donde principalmente emana- ba la función de estas instituciones. Es memorable la solicitud de Lucio rey de la Gran Bretaña dirigida al papa Eieuterio para que tuviese á bien mandar quien le inbuyese en los rudimentos de la fé, y crease obispados, según Beda. (1) Lo es igualmente, y le servirá de una gloria inmortal á la si- lla de Roma, la solicitud de los papas de esta edad por crear sillas episcopales en todo el occidente, y aun fuera de él. Este era el medio de domar la fero- cidad de las naciones bárbaras en punto á su creencia y á su moral, como el de dar un estado mas feliz á aquellas que, recibida ya la religión, se mantenían sin progreso por negligencia de sus pastores. Los Bre- tones, los Germanos, los Gaulus vieron varones de una virtud eminente enviados por los papas, y prote- gidos de los príncipes, establecerse con un zelo por la religión mas emprendedor que los mas atrevidos conquistadores. Nos extenderíamos demasiado si quisiésemos referir el diluvio de crímenes que ellos agotaron en una edad donde la ignorancia y la corrupción hacian gemirá la verdad y á la decencia. De esto no se acuerdan los (1) Lib. XI. cap. 4.C 326 ) autores que impugnamos, ni sus secuaces. Los siglos que han corrido, una ignorancia afectada en algunos, verdadera en otros, y una filosofía pérfida, los han hecho ingratos é injustos. Fuese este laudable y eficaz zelo, fuese la negligen- cia de los obispos, fuese el honor de la primera silla, fuese la mayor confianza de los príncipes respecto de ella, fuese la costumbre, y fuese en fin la ignorancia y la ambición de algunos papas, que se aprovechaban de la situación de las cosas para extender su poder, lo cierto es que por el concurso de estas causas, ya desde el siglo XI. los romanos pontífices gozaban ex- clusivamente del derecho de crear nuevos obispados que antes fué propio de los metropolitanos, y aun de los obispos. Es preciso convenir que una de las mas notables variaciones que ha sufrido la disciplina, es la que se advierte en este punto. Aprovechándose Urbano II de la costumbre introducida en cuanto á pedir la confirmación de los obispos elegidos, puso la erección, la unión, y la división de los obispados en el número de las causas mayores reservadas á la silla apostólica: nos remitimos sobre esto á lo que hemos dicho en el capítulo V. del primer libro. Pero si los concilios provinciales y los metropolitanos quedaron sin esta prerogativa, el consentimiento de los príncipes se afirmó de un modo justo é invariable. Es demasiado grande la influencia de estas primeras dignidades aun en el orden civil, para que se halle fuera del conocimiento de los gobiernos el grado de urgencia y de utilidad que ellas demandan. San An- selmo primado de Inglaterra se opuso á la erección del obispado de Elí en 1708, basta que fuese autorizada por el papa, quien no dió su aprobación sino después de haber vislo el consentimiento del rey. Habiendo León X. según el abad Bertolio(l) desmembrado por una bula en 151 leí obispado de Bourgenbrasc, qi"1 pertenecía entonces al duque de Saboya, con un gran número de parroquias de la diócesis de León para (I) Diccionarioeacicloped. ver. obispa, jurisprud. ( 327 ) erigirlo en obispado, y procedido en esto sin el con- sentimiento del rey de Francia, fué obligado á revo- car esta erección por nueva bula de 1516. Es pues un principio incontestable que se tienen por abusivas las que carecen de este requisito. Para conocer las formalidades necesarias, dice el mismo autor que hemos citado, en estas especies de erecciones, se puede consultar la bula de Inocencio XII. dada con ocasión del obispado de Blois. Es pre- ciso primero, dice, que el rey consienta, y que su con- sentimiento sea expresado en la bula. Segundo, que el pueblo á quien seda un obispado, ó lo'pida ó reconoz- ca su necesidad. Tercero, que el obispo y el capítulo de la diócesis que se desmembra consienta. Cuarto que los patronos de la iglesia que se quiera desmem- brar, y del que se quiere erigir en catedral consien- tan igualmente .Quinto, que el lugar donde se colo- ca la nueva silla, sea bastante considerable para cor- responder por su importancia á la dignidad episcopal. Sexto, que todas las personas que puedan tener in- terés en la nueva erección, den su conocimiento, ó á lo menos sean debidamente citadas, Lo dicho hasta aquí es un resumen sucinto de lo que la historia y los cánones nos enseñan. " Las cir- cunstancias y los tiempos pueden alterarlos; pero sí esta alteración ha de ser justa, no debe^ser dirigida por otro espíritu que el que ha presidido siempre á la í»le- sia y á los estados. Jamás el poder civil fué árbitro para disponer de los límites de los obispados sin el concurso libre déla potestad eclesiástica, como quie- re el autor de los discursos. No le negamos la facul- tad de decretar nuevas erecciones y circunscribir sus límites, principalmente si goza sobre las iglesias los derechos de patronato; pero para que estos actos sean firmes deben ser ratificados por el sumo pontífice. Nos es muy grata esta ocasión que se nos viene á la pluma, para poder decir, que todos los estados nue- vamente creados en América desde su gloriosa eman-( 328 ) cipación gozan del patronato en toda la extensión y ejercicio que lo tuvieron los reyes de España. Esta es una de las cuestiones políticas, en que reu- nidos el senado y la cámara de representantes de Co- lombia se han desempeñado de un modo digno del puesto que ocupan. Estos cuerpos estuvieron de acuerdo para declarar por una ley : (1) que la república de.Colombia debía continuar en el ejercicio del patronato que en ella tuvieran los reyes de España, y disponer el modo en que debía ejercerlo su gobierno. Nada se ha omitido en esta ley sabia para dejar bien desliedadas las fun- ciones que en su virtud correspondían al congreso, al poder ejecutivo con el senado, al poder ejecutivo solo, á los intendentes, y á la alta corte de la República, con las demás corles superiores, en los asuntos con- tenciosos. No se nos oculta que la corte de Roma (caso de reco- nocer la independencia de la América) miraría como vacante esta plaza en todos los nuevos estados ameri- canos. Los sucesos del vicario Musi en el estado de Chile, nos han dejado bien radicado este concepto. La verdadera ciencia ha disipado ya en los gobiernos americanos las tinieblas de los siglos pasados. Ella les basta ahora para sostener con decoro sus derechos, y no permitir que un patronato, que nada tuvo de per- sonal á los reyes de España, sea una dádiva para los que los sucedieron en el mando. En los artículos 30, y 31 de la constitución del cle- ro manifiesta su autor el mismo empeño decidido que en toda su obra, de dejar reducido el primado de la iglesia á un título casi vano. El quiere, como hemos visto ya, que solo el arzobispo se comunique con el papa, después de su ordenación, y que esto sea para el desnudo hecho de avisarle, que él, los obispos,y el clero son católicos, apostólicos, romanos, como el que reconocen su primado de honor y jurisdicción. O el autor desconoce que, á este título tiene afecto el II (I) Gaceta de Colombia, No. 165. ( 329 ) pastor universal, ó cree que este pueda desempeñarse debidamente con tan limitados conocimientos. Lo primero es un error que toca en la fé; lo segundo en |a ciencia de los gobiernos. Lo que hay de cierto en buena teología es, que el papa es tan pastor y puede tanto en la iglesia universal, como el obispo lo es y puede en su diócesis. El debe extender su solicitud á todo, y dar decisiones sobre el dogma, sobre la mo- ral, sobre la disciplina. Para llenar este importante objeto, la razón dicta que haya una comunicación abierta entre el papa y todos los obispos de la cris- tianidad, no en tanto rigor como la que hny entre el obispo y sus párrocos, pero á lo menos en la propor- ción que están las cosas por su propia naturaleza. Sí, nuestros lectores conciudadanos, el papa es el centro de la unidad, pero no de una unidad puramen- te de fé, sino también de caridad y cooperación. Nació de aquí, sin duda, el ensanche que en lo su- cesivo se le dió al deber, en que retaban los obispos inmediatamente sujetos á Roma, de visitar los umbra- les de los santos apóstoles. Se hace mención de este derecho en la sínodo romana, celebrada bajo el papa Zacarías, año de 745, en el cánon 4. Los obispos in- mediatamente sugetos al papa se entendían ser sufra- gáneos, de quienes estos habían recibido su orden. Mas desde que fué trasladada á la sede apostólica la confirmación é institución de los arzobispos y obis- pos, todos se entendieron inmediatamente sugetos á su santidad, y en la obligación de hacer esta visita. Las dificultades que presentaban las distancias, hicie- ron que el papa Sixto V. diese reglas para la ejecu- ción, según que pueden verse en el pontifical. Él ob- jeto de estas visitas, que realmente venían á ser al mismo papa, era que los obispos le informasen sobre el estado material y formal de sus iglesias. Es preciso confesar que esta práctica no solo fué moderna en la iglesia, sin que haya vestigio de ella en la antigüedad, sino que en los últimos tiempos pade- ció muchos variaciones, y en algunos reinos, como Es-r. í,' ( 330 ) paña, quedó al fin sin uso. Cuando confesamos la ¡n. existencia de este deber, es sin perjuicio de afirmar, que sin tanta suspicacia de los reyes pudieron haber reducido esta práctica á ciertos límites, que dejando su ánimo tranquilo, ella solo produgese el saludable efecto de poner al pastor universal de los fieles en me. jor estado de llenar sus vastas y eminentes funciones. No es dudable que con estas relaciones de lo material y formal de las iglesias, en que los prelados concluían pidiendo el remedio á los males mas urgentes, habia mejorado la disciplina en esta parte formando en Ro- ma un depósito de conocimientos, de que útilmente podía servirse el padre común. Pero esto era en la realidad lo que ofendía á la política astuta de la con te de España, cuyo interés estaba en que se ignorasen las llagas de las iglesias de América. Ni se crea que por ser de la edad media el uso de estas visitas periódicas, se halló antes el primado en la incomunicación á que quiere reducirlo el autor que impugnamos. Desmiente este aislamiento toda la his- toria, pues que ella nos presenta á los papas mezcla- dos en todos los asuntos, no por otro motivo que por la naturaleza de su ministerio y por la frecuente co- municación y recurso de todas las iglesias á su silla, Cuando los protestantes reflexionan sobre esto mismo lo atribuyen á efectos de un ínteres momentáneo, por el arte que los papas habían encontrado para darse importancia. La falsedad de este principio la hemos probado ya en otra parte. Dado que fuese como ellos dicen, está á lo menos probado, que ha sido asidua la comunicación á la silla de Roma aun de los orientales, siempre zelosos de autoridad. No hay por que detenernos en el artículo 32. Nues- tro legislador constitucional autoriza en su virtud al poder civil para que acuerde, si le parece, que el pre- lado de la corte se nombre primado ó patriarca, exi- giendo para ello el consentimiento de los demás obis- pos. Aquí está visible la usurpación de poder á que lo excita. Jamás ha entrado cutre las facultades de la (331 ) potestad secular trastornar el orden de la gerarquía eclesiástica, creando nuevas plazas, ó suprimiendo al- guna de las que existían pero mucho menos estable- ciendo patriarcados. Esta es una dignidad de^muy alto carácter, y cuya jurisdicción ponía en otro tiem- po bajo de sí la ordenación de los metropolitanos, la convocación de Jos concilios nacionales, el juicio de las causas mayores, y la observancia de los caño- nes, . _ . Los tres mas antiguos patriarcados fueron el de Ro- ma, el de Alejandría, y el de Antioquia, todos fundados por el apóstol San Pedro según Tomasino (I ) quien creó la primera y la última de estas iglesias, y mandó erigir la segunda en su nombre por el ministerio de S. Marcos. Así estas tres sillas se regían con un vín- culo indisoluble, como si las tres compusiesen un solo patriarcado. Aquí hace su reparo el autor de la constitución di- ciendo "que no consistió la dignidad de estas iglesias en los respetos de S. Pedro, pues en tal caso la de Antioquia hubiese sido la primera en orden por haber- la fundado S. Pedro antes que la de Roma, y haber comenzado allí el nombre de iglesia cristiana ; por lo me- nos hubiese precedido á la de Alejandría fundada por San Marcos Evangelista." La observación es de ningún peso. Se cuenta á la iglesia de Roma por la primera, uo por que lo fuese en el orden de creación, sino en el de dignidad, respecto á que ella vino por fin á ser •I centro del cristianismo. La de Alejandría precede i la de Antioquia, porque amas de haberla fundado S. Marcos en nombre, y bajo los auspicios de S. Pedro, co- mo puede verse en el mismo Tomasino, toda la anti- güedad conspira á darle la preferencia sobre la de Antioquia. Trasladado al oriente la silla del imperio, tomó un vuelo muy alto la autoridad del obispo de Constantiuo- p'a. Llevados de su grande importancia los padres (1) Par. I. L. U cap. IX. 31( 332 ) del primer concilio constanstinopolitano, decretaron por el tercero de sus cañones, que el obispo de Con*. tan tinopia tuviese el primer grado de honra después del obh. po de Roma, en razón de ser esta capital otra nueva Romoi El último de los patriarcados antiguos que se eri. gió fué el Herosolimitano. No dejará de causar ad- miración, que siendo esta iglesia la madre del cristia» nismo viniese á ocupar el último lugar en el orden de estas dignidades. Fué el motive de esta postergación el estado de ruina en que quedó Jerusalem, después que la devastaron los Romanos; mas luego que el gran Constantino y su madre Elena consagraron ái Sr. un magnífico templo, se creyó en la estimación de los hombres que habia salido del sepulcro. Tan consi. derable mudanza hizo también que los padres del con* cilio calsedonense la elevasen al grado de patriar- cado. Sea que después las falsas decretales indujeron el ánimo de los papas, á creer que el derecho de esta- blecer estos patriarcados, correspondía á su soberanía, ó sea que ellas afianzaron con falsas é infieles pruebas la costumbre, lo cierto es, que este derecho quedó afecto á la silla de Roma, y que el cuarto concilio de Letrau bajo Inocencio III. rebajó los privilegios de esta dignidad obligando á los que la obtenían á re* cibir con el patío la plenitud del poder de mano de los papas, y á prestarles al mismo tiempo juramento de fidelidad. Al paso que por estos hechos históricos se vé, que la función de erigir estos primados, fué siempre pro- pia de la potestad eclesiática, aparece también, que, según el estado actual de la disciplina eclesiástica, ella está reservada á la Santa Sede Convenimos que esto merece una reforma ; y convenimos también qu« aumentados los metropolitanos, seria conveniente la creación de un patriarca; pero j deberá crearlo un go- bierno civil por sí solo, transgrediendo I09 cánones qut están en observancia, y arrancando el consentimieulo (333) de los demás obispos á fuerza de imperio? Véase aquí á lo que aspira el autor de la constitución, y lo que no se practican* s,n turbulencia y sin escándalo. ¿Que otra Significación tienen los términos de que se rale para explicar sus conceptos ?( 334 ) ■ - • • -•<•: •' lo 'Ormí» \> iqJ!•;> II CAPITULO X. Prosigue la materia del discurso ¡h co/i relación á los arti. culos desde el 33 ^as/a el 39, y o/ discurso V111. Sobre canónigos, colegiatas, beneficios simples, sus ren- tas, 8fa. y Los artículos expresados de esta constitución orde- nan que haya cabildos eselesiásticos, compuestos -<'i »n.j ... ... . , Fué sin duda, en los primeros tiempos,' propio del mismo obispo con su clero, dar toda su forma á este senado, como fué en la media edad una facultad pro- pia del prelado, dar toda su esencia á los capítulos, compuestos de aquellos mismos que habia elegido por concejeros para el régimen de su diócesis. Las vici- situdes de la disciplina hicieron por fin, que, apropia- dos los papas del derecho de fundar iglesias episcopa- les,^! tasen por uno de los suyos él de darles sus erec- ciones. La reforma que deseamos para lo uno desea- mos para lo otro; pero entre tanto no ños pongamos en una época, que aun ño ha llegado, ni memos demos i solo el imperio, lo que en primer lugar toca al sacer- docio. Por el derecho' común y últimamente porel Tridentinoj cada individuo de los que lo componen, tiene asignado su destino. Las erecciones y las reg-. las consuetas, obras todas del poder eclesiástico, son la norma de su régimen y su disciplina. Es muy justo: que-se supriman, por quien pueda ha- cerlo, las plazas de canónigosy beneficiados, que in- trodujo en las iglesias un Ipjo indiscreto. No pode- rnos dejar de conocer la prudencia eori que quiere el autpr, que no se haga por ahora novedad con ellos, si- no que conforme fuesen faltando las personas,' se omi- ta proveer el exceso. Merece copiarse el lugar en que esto lo funda : no se debe hacer todo á un tiem- po," dice; " porque los clérigos suelen llevar á mal (1) In cap. 3 Isais. i*) Ju» eclesias. par. I. lib. 8.( 336 ) tales providencias, y las interpretan como equivalen, tos á persecución de la iglesia de Jesucristo; lo per. suaden asi á las personas del estado secular con quie. nes tratan; conmueven los ánimos a sedición contra el gobierno; y ponen obstáculos insuperables para mu. chas providencias dirigidas al bien común. (1) La prudencia y las observaciones practicas de las per>u. ñas que tengan á su cargo dirigir las máximas políti- cas del gobierno, dictarán como y cuando puedai. ha. cerse novedades útiles sin peligro de conmociones po- putares; y de positivo no se debe jamás olvidar la regla de justicia de conservar á todo poseedor sus ti. tulos, honores bienes y rentas haciéndoles al mismo tiempo entender cuan conforme á la religión católica aea la providencia que se prepara." Nada, digamos de extinción de iglesias colegiatas, ues que en América no se conoce esta institución; pero sí, que en. materia de reformas es uno de los clamores mas bien fundados el que tiene por objeto la supresión de los beneficios simples. La antigüedad no conoció otra clase de beneficios, que los que se adquirían por el servicio, y este era el que daba de- recho á percibir los frutos: mas después se inventaron títulos á los que estubiese alecto ese derecho, de roa. ñera que dejando de ser personal, vino á preceder i los servicios, y adquirirse) el nombre de beneficio. Aunque esta mudanza preparó el camino á los bene* ¡ ficios simples no fué ella ¡a que lea dió su esencia. Se siguió á esto, que aquel que tenia obligación de decir algunas misas sin ninguna otra prestación de servicio eclesiástico, se creyó que podía encomendarlas á otro, por consiguiente sin estar obligado á residencia. Estos son los beneficios á los que de un modo mas propio viene ajustado el- nombre de simples, y los. que mere* cen mas que todos ser extinguidos. Ellos no conocen otro origen que una corruptela, que en contraste con (1) Es digna de aplauso la conducta de nuestro clero en esta parte De* | pojados algunos de ellos de sus plazas, no saber™ >' que hayan influido en cM' mociones populares. Su nmor al orden fué siempre su divisa. ( 337 ) los antiguos usos, abrió la puerta á la costumbre de alimentar ociosos. Penetrado de estas razones el rey Carlos VI. de Francia, entre los artículos de reformación que pro* puso á ios padres de Trento, fué el siguiente, según Van Espen;(l) " Siendo así que hay muchos benefi- cios en los que, contra la institución de todos, preva- leció la costumbre depravada de que los que los po» seen no estén obligados de ningún modo á predicar, administrar sacramentos, ó á otra carga eclesiástica; que el obispo, con el consejo de su capítulo, les im- ponga alguna curaduría espiritual, ó si pareciese mas útil, los una á las iglesias parroquiales mas vecinas; porque beneficio sin oficio ni puede ni debe ser." Condescendiendo el concilio con tan piadosa inten- ción, adoptó socorrer con esta unión ante todas cosas ¿las pobres iglesias parroquiales:(2) luego á los se- minarios ; y por fin á las tenues prebendas de las igle- sias catedrales y colegiatas.^) No encontramos de menor derecho para estas aplicaciones á los hospita- les, casas de expósitos, de misericordia, y de educa- ción pública. Con ocasión de lo expuesto y de otros principios es de sentir juiciosamente el canonista citado, que sí los legos hicieron algunas fundaciones de misas, aun con la carga de ejercer funciones gerárquicas, no ten- drán el carácter de beneficio, mientras que el obispo no las hayaeregido en título; perseveran por consiguien- te bajo la calidad de fundaciones laicales, conferibles » por tiempo, ó perpetuamente, según la intención de los fundadores. En el artículo 36 y los siguientes trata el autor de la constitución, de las rentas eclesiásticas. Con este mo- lido y el de verse el gobierno obligado á suprimir al- gunas, habla de los diezmos en el discurso octavo, y quiere que** este sea un asunto de los priucipales que I) Jai. eclesias. par 2. secc. 3. tit I. cap. 4. 5 Se*»- 14. cap. 13 derefor. et se»*. 23. cap. 16. 3J Sess. 24, cap. 15 de refur. í ( 338 ) ocúpenla atención del gobierno supremo." "Si hay medios prudentes y justos" añade, "de dotar al culto y sus ministros sin diezmos, será ciertamente un gran bien para fomentar la agricultura. " t . Estamos de acuerdo con el a*uto'rde la constitución, en que este precepto es puramente positivo, y que fué desconocido en los primeros siglos de la Iglesia. No se .puede llegar que el viejo testamento nos pre- senta textos bien expresivos de esta contribución de- cimal. Dejando otros muchos lugares, preferimos en su comprobación el capítulo 28 del Levítico, y el-18 de los Números. Por el primero se vé consagrado al Señor el diezmo de todos los frutos de la tierra. Por el segundo, se adjudican á Aron, y á los Levitas los diezmos, oblaciones y primicias por resarcimiento de la porción que perdían en la distribución de la tierra prometida. Mas el precepto de pagarlos, como judi- cial, caducó con la muerte de Cristo, así como cadu- có la ley mosaica en todo loque contenia de judicial y ceremoniálico. Esta cesación del precepto, no impedía que se re- novase en la ley nueva, y aun lo exigía así una razón de humanidad, para que los ministros del nuevo tes- tamento no fuesen de peor condición que los del vie- jo, y asegurasen su subsistencia. Por eso es que di- ce Santo Tomas(l) que el precepto de pagas los diez- mo auti en tiempo de la ley antigua, en parte tambiei era moral, inspirado por un sentimiento de la natura- leza. Pero ¿en que tiempo fué establecido este precep- to? Esta es una cuestión que ha ejercitado á los críticos, y que aun no está muy bien averiguada: lo que hay de cierto es que mientras duró por tres siglos la sevicia de los emperadores étnicos, no fué impuesto al pueblo cristiano. Aunque S. Pablo en sus epísto- las, y los actos de los apótoles, hablan del alimento del clero, nada dicen de diezmos; notándose este mismo silencio en los cánones de los apóstoles, y aun (i) 2 3. quea. 27. arti. i. ( 339 ) en S.Clemente, á pesar deque el 3 y 4 de dichos caño- nes exponen las oblaciones que debían ofrecer los fieles y que el alejandrino trató en especial de los réditos de Jas iglesias y de sus administradores. Es bien sabi- do por otra parte que hasta la dispersión de los após- toles, los fieles vivían en común, y que cuando les fal- tó este socorro se vieron auxiliados por la9 oblacio- ues voluntarias de los que profesaban la misma fé. La caridad es la virtud mas digna de un mortal, ella une á los hombres, interesa la sociedad,y es satisfacto- ria tanto al que Ja ejerce como al que logra el beneficio. Todo sobra donde ella reina. Pero desterradla de la so- ciedad, los nudos de este cuerpo se aflojan, el hombre ea un ser aislado, y las necesidades de un infeliz nada le mueven. Veánse aquí, los dos estados de la iglesia, aquel de su fervor, este de su tibieza. Por estos prin- cipios, tan extraño hubiese sido que se conociesen los diezmos en el primero, como que se dejasen de conocer en el segundo. La tibieza y el resfrio de los fieles fué progresivo, y progresiva fué también la introducción de los diezmos. Desde el siglo IV. y el siguiente empezaron á oirse las exortaciones de los mas graves, los mas sabios, y los mas elocuentes padres de la iglesia, é saber los Geró- nimos (I) los Crisóstomos, (2) Jos Augustinos (3; in- clinando á los fieles ala prestación de los diezmos. Verdad es que estas exortaciones no pasaban la línea de consejos, y que dejaban siempre el mérito de un ob- sequio voluntario; pero lo es también, que movidos no pocos de su eficacia se sometieron á la fuerza de sus razones, y que dando así principio la costumbre, vino á ser obligatoria después que se hizo general. Desde el siglo Vi. empezó á oirse en los concilios de un mo- do mas bien pronunciado esta obligación y aun el 2 de Macón lo supone anterior á su época. Oíros lo imita- ron en lo sucesivo, y mas que todos los papas, Los re- ves por fiu lo afirmaron con sus sanciones, y en la eubs- (1) Cap. 2. Malaquie. (2) llomil. 5 in epi. ad efecios. (3) la salín. l4ü. 32( 340 ) tancia nadie dejó ya de mirarlo como un precepto uni- versal de la iglesia, y un recurso necesario á la subáis- teucia del culto y sus ministros. Aun que por su naturaleza sea eclesiástico el de- recho de percibir los diezmos, no son los legos inca- paces de poseerlos. La historia nos presenta mil ejemplares de diezmos infeundados, y es sobre todo mas á nuestro propósito la concesión que de los diez- mos de América hizo á los reyes católicos y sus suce- sores el papa Alejandro VI. (1) No fué por cierto meramente gratuita esta coucesion. habiendo estado siempre afecta á la carga no leve de dotar de sus propios bienes (esto es los nacionales) las iglesias que se erigiesen. Asi fue como estos diezmos reci- bieron el carácter de laicales, y quedaron incorporados al patrimonio del estado. Pero redonados estos á las iglesias, como lo fueron, ¿ no volvieron á recuperar su antigua calidad ? No es agena de este lugar esta cuestión, pues qne ella dará por resultado saber si aquella potestad civil en quien, después de la revolución, recayó el derecho de los reyes de España, está ó no debidamente auto- rizada para abolidos, como que obra en propia ma- teria de su fuero. Nuestra opinión es que la reversión de los diezmos á las iglesias no los sacó del orden en que entraron después de su concesión. Para pensar así nos fun- damos en que los reyes redonantes conservaron ínte- gro su dominio directo sobre la cosa redonada, (2)y solo fue cedida á título de alimentos, como hubiera podido ser cualquiera otra porción del fondo público. Se pretirieron los diezmos romo parte mas noble, mas análoga á su destino, y mas propia para compra meter á los interesados en el cuidado de su adminis- tración. Se sigue de lo expuesto que la potestad civil con- servó toda su independencia para disponer de \o¡ (í) Por tu bula dada eu Roma año de 1501. (3j Código de ¡uteud. para el rirrei. de Buenos Aires. (341) diezmos, sin olvidar el santo fin con que le fueron concedidos, queremos decir, la competente dotación de las iglesias. Vivimos persuadidos que hacemos mucho honor á los partícipes de diezmos creyéndolos dispuestos á recibir con mas agrado del fondo público una renta fija y proporcionada á su decencia, que á gozar de la contingente y sin medida justa de los diezmos, siempre que la autoridad los aboliese. Los ^ efectos inseparables de esta reforma serian una tran- quilidad de ánimo que siempre huyó entre las combi- naciones de una administración, una independencia honrosa de las murmuraciones á que estaba espuesto un pago siempre odioso á los contribuyentes, en fin un sentimiento dulce y social viendo fomentados los profesores mas dignos de consideración, y mejorada la suerte del Estado, por los evidentes progresos de la cultura.(343) 3 I CAPITULO xir. Sobre el Celibato Clerical. Con estudio omitimos tratar de los artículos 13 y 1 1 del discurso II por los que el autor de la constitución establece, que los votos religiosos, solemnes, perpe- tuos, no serán tenidos legalmente como impedimentos dirimentes del matrimonio, á no ser que hayan sido prometidos con el consentimiento paterno (caso de vivir el padre ó la madre) y con autoridad del gobier- no ; y que el orden del subdiaconado, diaconado. pres- biterado y obispado, tampoco lo es del matrimonio posterior á dicho orden. La razón que tuvimos de esta omisión fué, por que no quisimos anticipar un asunto de que debiamos hablar contestando al discurso X que el mismo autor dedica contra el celibato cle- rical. Es llegado este caso. Con la diligencia rnas activa habíamos acopiado no pocos materiales sobre este arduo y delicado asun- to, en que los mejores genios han apurado por una 1 otra parte todo lo que la erudición, la crítica y el pa'íer tienen demás recomendable. Después de un serio examen convenimos que el medio mas seguro de desempeñarlo era traducirá nuestra lengua vulgar el articulo que sobre la palabra celibato escribió el sabio controversista Bergier, y que se halla en la parte teo- lógica del diccionario enciclopédico, reservándonos el cuidado de ilustrarlo con notas que pondremos al pie. Algunas de estas darán mas extensión á sus con- ceptos, otras presentarán lo que omitió, y algunas ha- brá en que no estemos conformes con su opinión. Resultará de todo completamente rebatido el discur- so X. del autor constitucional. ( 343 ) "Celibato, Continencia, estado de aquellos que han re- nunciado el matrimonio por motivos de religión. " La historia del Celibato, considerada en sí mis- ma, la idea que de él han tenido los pueblos antiguos, las leyes que han sido hechas para abolirlo, los in- convenientes que pueden resultar de él en las circuns- tancias en que nosotros nos hallamos, son especulacio- nes que no pertenecen á la teología. Nosotros debemos limitarnos á examinar, si la iglesia cristiana se ha fun- dado en buenas razones para mandarlo á sus minis- tros, y de autorizar su voto en el estado monástico, si las supuestas ventajas que resultan del matrimonio de los sacerdotes y de los religiosos son tan ciertas y sólidas como se pretende hoy dia que lo sean. Los cen- sores de esta disciplina de la iglesia convienenya que el celibato, considerado en sí mismo, no es ilegítimo, cuan- do es establecido por una autoridad divina, y que sin duda, Dios puede atestiguar que la práctica de la conti- nencia le es agradable; pues la estableció en efecto. " Después de haber dicho J. C. 'felices los corazo- nes castos, por que ellos verán á Dios' Mat. c. ñ. v. 8 anadeen otra parte; ' hay castrados que á sí mismos se castraron por amor del reino de los cielos, el que pueda ser capaz séalo... y cualquiera que dejare ca- sa, ó hermanos ó hermanas, ó padre,ó madre, ó mu- jer, ó hijos, ó tierras por mi nombre, recibirá ciento por uno, y poseerá la vida eterna.' Mat. c. 19. v. 12 ¡y 29 'si alguno viene á mí, y no aborrece á su padre y madre y muger é hijos y hermanos y hermanas y aun también su vida, no puede ser mi discípulo.' Luc. c. 14 v. 26, Tal es en electo el sacrificio que los apóstoles fueron obligados á ejecutar; ó ellos perseveraron en el : celibato, ó lo dejaron todo para entregarse á la predica- ción del evangelio y á los trabajos del apostolado. Con 'todo, ciertos críticos afirman con una entera confianza que Jesucristo á nadie ha impuesto obligación de la continencia, ni auná los apóstoles. Ba r be i rae, tratado 'de la moral de los padres. C. 8. p. Ai y siguientes. (I) 0) Que Jesucristo á nadie hubiese impuesto precepto de con. » ( 344 ) S. Pablo dice á los fieles : " mas esto os digo por indulgencia, no por mandato. Por que quiero que toi dos vosotros seáis tales, como yo mismo: mascada uno tiene de Dios 6U propio don : el uno de una ma- nera, y otro de otra. Digo también á las solteras y 4 las viudas que les es bueno si permanecen así, como tinencia, ni aun á los que se dedican al sagrado ministerio, es aserción que no solo Barbeyrac, sino también teólogos y escri- tores muy sabios han sostenido. Sobre la cuestión del celibato escribió una larga disertación el erudito historiador Natal Ale- jandro, cuya tercera proposición es la siguiente. Ley de perpe- tua continencia, ni Jesucristo ni los apóstoles impusieron á los sa- grados ministros. Diserta. 19, sigl. 4. Toma sus pruebas del can. 9 del concilio Ansirano por el que consta, que protestando los diáconos al tiempo de recibir su orden, era su ánimo ligarse con el vínculo del matrimonio, porque no podían observar con- tinencia, consintieron los padres que podían hacerlo; de S. Ba- silio en su segunda epístola canónica á Amphilochio, en que ase- gura que solamente los Monges hacían un voto tácito de ser céli- bes; D. S. Epifanio, lie re. 59. atestiguando que la iglesia en al- gunos lugares disimulaba que contra los cánones los presbíteros, y diáconos usasen del matrimonio antes contraído : de que con- cluye que jamás ella hubiese usado de esta economía, si por ins- titución divina ó por algún precepto apostólico hubiera sido im- puesta la continencia á los órdenes mayores. Produce otras pruebas mas, que pueden verse en lugar citado. Por lo que respecta á los lugares de la escritura que cita Ber- gier, no hay duda que el Sr. no halla digno de ser su discípulo, sino al que por seguirlo deja á sus amigos, y propincuos mas caros, y aun llega hasta el aborrecimiento ; pero este abandono de que habla por S. Mateo no debe entenderse en un sentido ab- soluto, sino en aquel que dice relación á lo que le sirve de impe- dimento. En este caso es que deben tenerse por enemigos los que sirven de tropiezo al llamamiento del Señor. No siempre lo es la muger propia, pudiendo antes bien ella misma por su mi- nisterio, y sus consuelos servir al mejor éxito de las funciones ar- duas del sacerdocio y la predicación. A mas de esto S. Pablo nos dejó escrito 1. cor. cap. 7 v. 3. y 4. " El marido pague i la muger lo que le debe, y de la misma manera la muger al ma- rido. La muger no tiene potestad sobre su propio cuerpo, sído el marido. Y así mismo el marido no tiene potestad sobre su pro- pio cuerpo, sino la muger. " ; Abolió Josucristo estas leyes cuan-, do la muger no se opone mas, á la vocación de aquel que escoge! para que le sirva ? ( 345 ) también yo. Mas si no tienen don, de continencia cá- sense. Porque mas vale casarse, que quemarse." I. cor. v. 6. y sig, "El babia comenzado asentando por máxima, que convenia al hombre no tocar á la muger. ibid. v. I. Para desviar el sentido de este pasage, Barbeyrac di- ce que S. Pablo hablaba así á causa de las persecucio- nes, y no con respecto á todos los tiempos; pero el texto mismo refuta esta explicación. La razón que dá S. Pablo es, que el marido está ocupado en las co- sas de este mundo y del cuidado de agradar á su esposa, en lugar que aquel que vive en el celibato no tiene otros cuidados que el de servir á Dios y agradarle, ibid. v. 23, Esta razón cuadra ciertamen- te á todos los tiempos. El exhorta á Timotéo, á que se conserve casto, i. Tirn. c. 5, v. 22, entre las calida- des de un obispo exige que él no tenga sino una mu- ger, y que sea continente, i. Tim. c. I, v. ti. Por con- tinencia jamás San Pablo ha entendido el uno mode- rado del matrimonio, (I) sino la abstinencia absoluta; esto es claro por el primer pasage que acabamos de citar. Mosheim conviene que desde el origen del cristia- nismo, las palabras de Jesu Cristo y las de San Pablo, han sido tomadas á la letra, y que esto fué lo que ins- piró á los primeros cristianos tanta estimación del celibato; él lo prueba con pasages de Athenagoras y de Tertuliano Hist. Christ. Según. 2. §. 35. not. 1. w S. Juan representa ante el trono de Dios una multitud de bienaventurados mas elevados en gloria que los otros : " Ved aqui, dice, aquellos que no se (1) No nos dá una prueba Bcrgicr de que sea cierta esta úl- tima proposición. Exponiendo Calinet la epístola 1 á los Corin- tios, nos dice; "algunos reciben de Dios el don de una absolu- ta castidad, otros de una viudedad casta, otros en tin de un ma- trimonio púdico y honesto : acaso este último don. en nada es inferior á la absoluta continencia. Vide Teodo. hic. Por lo tanto, ninguno se prefiera á otro, pues que lo que cada uno tiene, de Dios lo ha recibido.1' Siendo esto asi.no será eslraho que San Pablo haya entendido por contiueuciu el uso moderado dei matrimonio.( 346 ) han contaminado con las mugercs, porque son vírgenes, ellas siguen el cordero por donde quiera que vá ; es- tos fueron rescatados de entre los hombres por primi- cias para Dios, y para el cordero." Apoca, c. 14. v. 4, Y aun se atreve a decir que la escritura no adhiere ninguna idea de santidad ó de perfección á la continen cía. Barbeyrac. vid. Vanamente algunos incrédulos han concluido de aquí, que el cristianismo envilece al matrimonio, y se- para de él á los hombres; al contrario, J. C. es el que le ha restituido su santidad y su dignidad primiti- va ; los apóstoles condenaron á los hereges que lo mi» raban como un estado impuro; pero ellos nos repre- sentan la continencia como un estado mas perfecto, por consiguiente como mas propio para los ministros del santuario. Un estado menos perfecto que otro no es por esto criminal ó impuro. Los mismos críticos confiesan, en segundo lugar, One todos los pueblos antiguos han adherido una idea de perfección al estado de continencia, y han juzgado que este estado convenia sobre todo á los hombres consagrados al culto de la divinidad. Judíos, Egipcios, Persas, Indianos, Griegos, Tracios, Romanos, Gados, Peruvianos, Filósofos discípulos de Pitágoras, y de Phiton, Cicerón, y Sócrates todos están de acuerdo sobre este punto. Se sabe el exceso de las preroga- ti vas que loa Humanos habian concedido á las vesta- les. No es p'ues de extrañar que los fundadores del 1 cristianismo hayan rectificado y consagrado esta mis- ma ¡dea. Apesar de la alta sabiduría de que se jac- tan los políticos modernos, presumimos que la opinión de loo antiguos puede ser mas bien fundada que la suya. (1) (I) Sin apnitarnos una linea de lo que dice el autor, nos pa- rece conveniente dar a una razón de lo que pensaron los an- tiguos sobre el niatrimo.iio. Nosotros la tomaremos del artículí celibato que se encuentra en el diccionario de jurisprudencia de la misma enciclopedia metódica á donde nos remite Bergie'-, no copiáudolo á la letra, sino sacando su espíritu. Los editora ( 347 ) « En tercer lugar ellos convienen que el espíritu y voto de la iglesia han sido siempre que sus principa- les ministros viviesen en la continencia, y que ella ha trabajado siempre por establecer esta ley. En efec- nos advierten que este artículo es de Diderot, y que por confe- sión del mismo debe esta erudición á una memoria crítica de ¡VI. Morin. También nos dicen que suplirán lo que de él omiten por el espíritu de las leyes y por los autores de la enciclopedia de Iverdun, señalando estos lugares con esta cifra (...) En una ojeada que el autor echa sobre las edades anteriores al diluvio, observa, después de este grande acontecimieuto, un vas- to mundo inculto, y vacío de habitantes, la generación se hizo necesaria, y verse un padre rodeado de hijos á su mesa fué el mayor de los honores. Se creía que Dios habia echado sobre él su bendición. Moisés, dice, no deja á los hombres la libertad de casarse, ó no. (...) ¿ Como podian creer que eran llamados al celibato, cuando en las primeras líneas del génesis se dice Dios á sí mis- mo, no es bueno que el hombre esté solo, y cría una muger para que sea su compañera fiel ? Tan respetable es en la nación judía el matrimonio, como despreciable el celibato. Los mas grandes y santos personages fueron cacados, sin que nadie sea aplaudido por haber vivido en el celibato. La hija de Jephté se lamenta de ser condenada á morir virgen. El gran sacerdote solo podía separarse de su muger por pocos dias, y estos eran en los que debia celebrar las grandes funciones. La razón de esto solo era por el temor de las manchas legales que pedia contraer. Los doctores judíos no solo representan el matrimonio como preferible en todo respecto al celibato, sino también como una obligación de todo hombre capaz de él; y si no imponen la misma obligación á las mugeres, es porque las con- sideran mas dispuestas á contraerlo. En los últimos tiempos de la república de Israel apareció una secta que abrazó el celibato, á fin de substraerse de la persecu- ción de Antioco Epiphano, refugiándose á los desiertos, y abra- zando la vida contemplativa ; estos fueron los Terapeutas. No porque creyesen lo que dice Philon, que el celibato era preferi- ble al matrimonio, sino por privarse de todo placer. En Lacedcmonia el celibato era una infamia. Los celibata- rios, todos desnudos, eran llevados en procesión á la plaza públi- ca : azotándolos los lictores, cantaban canciones insultantes com- puestas contra ellos. Empleos, lugar en los asambleas, asisten- cia en las fiestas, respecto de los jóvenes, todo les era negado. Los Lacedemonios iodo lo precavieron por sus reglamentos. 33 £1 «-MI (348) proscripto. La Italia, á pesar del número de los ecleciásticos y de los frailes, está mas poblada que lo estaba bajo el gobierno de los romanos; se puede probar esto, no solamente por un pasage de S. Arabro- cio, que lo asegura de su tiempo, sirio por Plinio el naturalista, quien confiesa, que sin la especie de pri- sión, que encerraba á los esclavos, una parte de la Italia hubiese sido desierta. Si hay pues hoy dia par- tes despobladas, lo son por la tiranía de los gobiernos feudales, y no por la influencia del celibato religioso. Cuando la Suecia era católica estaba mas poblada que lo está después que se hizo protestante. Los cantones católicos de Alemania tienen tantos habitan- tes, en proporción, que los paises protestantes. Lo ( 353 ) mismo sucede en los cantones de la Suisa, y de la Irlanda en comparación de la Inglaterra. Se pre- tende que la Francia era mas poblada ahora dos siglos, que lo es en el dia ; nada de esto creemos : con todo había entonces un mayor número de eclesiásticos y de religiosos que en nuestro tiempo. (1) 2 " Es absurdo atribuir el mal á una causa inocen- te, cuando hay otras que son odiosas y sobre las cua- les es preciso inculcar. En las grandes ciudades se cuentan mas celibatarios voluptuosos y libertinos, que sacerdotes y religiosos, y el número de los prostitui- dos excede en mucho al de estos. ¿Es preciso economi- zar el vicio para desterrar la virtud ? En las campa- ñas el efecto de subsistencia, aleja del matrimonio á los dos sexos, esto no debe atribuirse al celibato de los sacerdotes. " El luja, que arruina los matrimonios, la corrup- ción de las costumbres que lleva alli la amargura y la ignominia, el fausto y la ociosidad, las pretenciones de las mugeres, la preocupación del nacimiento que obliga a evitar las alianzas desiguales, la multitud de domésticos y de artesanos, cuya subsistencia es incier- ta, el libertinage de los hijos que hace temer la pa- ternidad, la irreligión y el egoísmo que reusan todo yugo &c. Ved aquí los desórdenes, que en todos tiem- pos han despoblado al Universo, contra los cuales es preciso armarse antes de tocar aquello que la religión ha establecido sabiamente. (I) Lo que copiamos aqui sobre este punto político, trae el artfeulo celibato en la parte de la jurisprudencia que ya hemos citado : dice así: *' cien mil sacerdotes casados, formarían cien mil familias, las que darían diez mil habitantes por año. Cuan- do no se contasen mas que 5000, este cálculo produciría un millón de franceses en docientos años: de que se sigue, que sin el celibato de los sacerdotes habría hoy dia cuatro mi- llones de católicos mas, á contar solamente desde Francisco 1. : lo que formaría una suma considerable de dinero, si es verdad, como un ingles lo ha calculado, que uu hombre vale al estado mas de 9 libras esterlinas. Ved las obras postumas de M< el Abad de San Pedro, tom. II, pág. 1 46, m( w) 3 «' Los políticos que se han levantado contra el matrimonio de los soldados, han dicho que el estado se encontraría sobrecargados de viudas ó de hijos que ellos dejarían en la miseria; esto mas sucedería también por las viudas y los hijos de los eclesiásticos. Lia mayor parte de las parroquias de la campaña, tie- nen mucho trabajo para mantener un solo cura, y se quiere cargarlas con la subsistencia de una familia entera ; los padres que tienen un número de hijos, con- vienen que sin el recurso del estado eclesiástico y re- ligioso, ellos no sabrían como colocar sus hijos, y se quiere quitárselos. " Otras muchas observaciones habría que hacer so- bre las disertaciones políticas de los detractores del celibato; pero nosotros responderemos á todo poco después." ( 355 ) CAPITULO XIII. Prosigue el mismo asunta. « Un teólogo Ingles, llamado Wharton, que ha trata- do esta cuestión, quiere probar, 1. que el celibato del clero no ha sido instituido por Jesucristo, ni por los Apóstoles. 2. Que nada tiene de excelente en sí mis- mo, y ninguna ventaja procura á la Iglesia, ni á la re- ligión cristiana. 3. Que la ley que le impone al clero, es injusta y contraria á la ley de Dios. 4. Que jamas ba sido establecida ni practicado umversalmente ea Ja antigua Iglesia. Véanse aquí grandes pretensio- nes; j las ha fundado bien el autor? " Sobre el primer punto nosotros habernos citado Jas palabras de Jesucristo, y las de los apóstoles, que prueban la estimación que ellos han hecho de la con- tinencia, la preferencia, que le han dado sobre el matrimonio, la disposición en la cual debe hallarse un ministro del evangelio para renunciarlo todo á fin de entregarse puramente á sus funciones. No prescri- bieron el celibato por una ley espresa, y formal, por que por entonces no hubiese sido practicada, Para el ejercicio de las funciones apostólicas era preciso hombres de una edad madura; y habia muy pocos que no fuesen casados. Pero ellos atestiguaron sufi- cientemente, que en igualdad de casos los celibatarios serian preferibles. Mas fácil es renunciar el matri- monio, que dejar una esposa, y una familia, como Jesucristo lo exige. La iglesia lo comprendió asi, y se conformó á la intención de su divino Maestro, des- de que pudo hacerlo.(l) (1) Nosotros nos'confirmamos en lo que dijimos en la prime- jf» de estas notas, esto es que Jesucristo ni los apóstoles, no es- tablecieron la ley del celibato : que la virginidad sea preferible 34 ■ \\ f( 356 ) "Wharton dice que el celibato del clero trae su orí- gen de un zelo inmoderado por la virginidad, que re¡. naba en la antigua iglesia, que esta estimación ni era razonable, ni univesal, ni justa, ni sensata. Con todo ella estaba fundada sobre las lecciones de Jesucristo y de los apóstoles; la prevención de los protestantes contra la virginidad y el celibato es la que no es ni razonable ni sensata : ella viene de un fondo de cor- rnpcion y de epicurismo, que es el contrario del cris- tianismo. " Emprende probar este autor, por S. Clemente de Alejandría, que muchos apóstoles fueron casados. Es- te padre, disputando contra los hereges, que conde- naban el matrimonio, dice : " ¡i condenarán ellos á los apóstoles? Pedro y Felipe tuvieron hijos, y este úl- timo casó sus hijos. Pablo en una de sus epístolas, no pone dificultad en hablar de su esposa; él ñola llevaba consigo, porque no tenia necesidad de mu- cho servicio; dice en estacarla: ¿ JVo podemos /levar con nosotros una mnger nuestra hermana, como hacen los otros Apóstoles?.... Pero como ellos daban toda su aten- ción á la predicación, ministerio que no admite desvío, ellos llevaban esas mujeres, no como sus esposas, sino como sus hermanas, á fin de que ellos pudiesen entrar sin reprocho y sin sospecha en las habitaciones de la¿ mugeres, y llevar aili la doctrina del Señor; Strom, I. 3. c. 6. p. 535. edit. de Potter. Wharton ha supri- mido estas últimas palabras, y ha truncado la mitad pasage " Nosotros hemos probado por el mismo S. Pablo que no fué casado. El Felipe que tenia dos hijos, era uno de los siete diáconos, y no el Apóstol S. Felipe. Estas dos inadvertencias de S. Clemente de Alejan- dría han sido notadas por los antiguos y por lo» modernos. Ved las notas de los críticos sobre este lugar de los estromalos, y sobre Eusebio. his. ecle. li. 3. c 30 y 31. Resulta del mismo pasage de S. Clemente de a! matrimonio, es una verdad evangélica. Esto es lo único prueban ios pasages de la escritura, que cita Bergier. ( 357 ) Alejandría, que los Apsótoles no vivían conyugal- jnente con sus pretendidas esposas. S. Pedro es pues el único, cuyo matrimonio es incontestable; pe- ro él lo había contraído antes de su vocación al apos- tolado, y él minino le dice á Jesu Cristo : nosotros todo ¡o habernos dejado por seguirle. Maíh. c. 19 v. 27. " En el 3. siglo, estaban todos tan persuadidos que los Apóstoles no habían sido casados, que la secta de los Apostólicos renunciaba el matrimonio, á fin de imi- tar á los Apóstoles. " Sobre el segundo capítulo, no es bastante probar, como lo hace Wharton, que el uso cristiano del ma- trimonio nada tiene en sí mismo de impuro, ni de inde- cente : esta es la doctrina formal de San Pablo; es preciso á mas de esto demostrar contra el evangelio y contra S. Pablo mismo, que la continencia no es un estado mas perfecto y mas agradable á Dios, cuando se conserva en él, á fin de servir mejor á Dios. Ella en- cierra en sí el mérito de domar una pasión muy impe- riosa : y si el nombre de virtud sinónimo al de fuerza, significa alguna cosa, la continencia es ciertamente una virtud. " El libro del Exodo,c. 19 v. 15, y San Pablo, I. cor. c. 7, v. 5. afectan una ¡dea de santidad y de mérito á la continencia pasagera ; como aquella que dura siempre puede sérmenos laudable ? " El celibato de los eclesiásticos procura á la igle- sia y á la religión cristiana una ventaja muy real, que consiste en tener ministros únicamente entre- gados á las funciones santas de su estado y á las obligaciones de caridad: ministros tan libres como los apóstoles, siempre prontos á llevar como ellos la luz del evangelio á las extremidades de la tierra. Los hombres empeñados en el estado del matrimonio no se consagran al servicio de los enfermos, á socorrer los pobres, á educar é instruir los niños, &c. Hay tam- bién mugeres que hacen lo mismo. Esta gloria está reservada á los celibalarios de la iglesia romana. No es mucho que los protestantes, después de haber qui- i (358) tado el santo sacrificio, cinco de los sacramentos, el oficio divino de lodos los dias, hayan encontrado que era bueno admitir ministros casados; se sabe lo que han adelantado en orden á formar de ellos misioneros y santos. "Sobre el tercer punto, ó capítulo». Wharfon no ha probado como prometió, que la ley del celibato ¡m- puesta a los clérigos es injusta y contraria á la ley de Dios. Ella podría parecer injusta si la iglesia obliga, se á alguno, como lo hizo en otro tiempo, á entrar en el clero, y a cargarse del santo ministerio. Cuando un hombre casado tenia por otra parte todas las luces, los talentos, y las virtudes necesarias de un excelente pastor, haciéndole la iglesia una especie de violencia a fin de ganárselo, no creia llevar su rigor hasta sepa- rarlo de su esposa ; esta muger hubiese entonces te- nido derecho de alegar la sentencia de Jesucristo: que el hombre no separe lo que Dios ha juntado. Mat. c. 19. v. 6. •* Durante las persecuciones de los tres primeros siglos, los sacerdotes eran los principales objetos del odio de los paganos; ellos se veian obligados á tomar precauciones para no ser conocidos, viviendo en el exterior como los legos : no hubiese pues entonces si« do prudente imponerles la ley del celibato, ú obligar- los á abandonar sus mugeres. " Pero no se puede citar un solo ejemplo de obis- Eos ni de presbíteros que, después de su ordenación ayan continuado viviendo conyugalmente con su» esposas, y teniendo hijos en ellas. Vanamente los protestantes han ojeado todos los monumentos de la antigüedad á fin de encontrar alguno: el de Synecio, con que triunfan, prueba contra ellos mismos. Para evitar el obispado este santo personage protestaba, que él no quería dejar ni su esposa ni sus opiniones filosóficas ; con todo se le ordenó. *' Yo no quiero, decia él, ni separarme cíe mi esposa, ni tr- ia á ver en secreto, y deshonrar un amor legítimo por mane- jos que solo convienen á los adulterios. Este mismo h ( 359 ) prueba que los obispos no vivían ya eonyugalmenté con sus esposas después de su ordenación. Evagr. histo. ecle. líb. 1. c. 15. Beausobre, que conoció es- ta consecuencia, dice,que esta era una disciplina par- ticular á la diócesis de Alejandría. ¿ Pero cual es la prueba ? "En cuanto al cuarto punto alegado por Wbarton, de nada importa citar un gran número de obispos ca- sados, y que tuvieron hijos, á menos que se haga ver que los tuvieron después de ser obispos, y no antes* Véase aquí de lo que los enemigos del celibato ecle-: siástico no subministran ninguna prueba. Ellos citan el ejemplo del padre de S. Gregorio Nacianseno; no- sotros ilustraremos este hecho en el artículo de este S. Doctor. « Sócrates libro I. c. II y Sosómenos, lib. I, c. 24. re- fieren que en el concilio general de Niséa, los obispos, eran de parecer de prohibir, por una ley expresa, á los obispos, presbíteros y diáconos, que se habían ca- sado antes de su orden, cohabitar conyugalmente con; sus esposas; que el obispo Paphnucio, aunque celiba- tano, y de una castidad reconocida, se opuso á ella? que él insistió sobre la santidad del matrimonio, so- bre el rigor de la ley propuesta, y sobre los inconve- nientes que acarriaria; que por estas representaciones los Padres del concilio juzgaron que era necesario sostener la antigua tradición de la iglesia, por la cual estaba prohibido á los obispos, á los presbíte- ros, y á los diáconos casarse desde que fueron orde- nados. " Para comprender la sabiduría de las reflexiones de Paphnucio, y de la conducta del concilio de Niséa, es preciso saber, que durante los tres primeros siglos • de la Iglesia, hubo muchas sectas de hereges, que con- denaban el matrimonio y la procreación de los hijos coh too un crimen. Amas de los de que habla S. Pablo, Tino. * 4 v. 3, los Dosetes, los Marcionistas, los Eucratistae,' ta Man-icheos eran de este ndmero. Bajo el imperio de Galiano, muerto el año de 268, muchos obispos fue-( 360 ) roncondenados á muerte como Manicheos, por que se supuso que guardaban el celibato por el mismo princi- pio que estos hereges. Renaudot, histo. patriar. Ale- jan, p. 47. Si la ley propuesta al concilio de Niséa hu- biese tenido lugar, ella hubiera parecido favorecerá estos sectarios, y ellos no dejarian de prevalerse de este documento. Paphnucio tenia pues razón de in- sistir, sobre la santidad del matrimonio, y sobre la ino- sencia del comercio conyugal, (1) y los obispos tuvie- ron razón de condescender sobre esto en estas cir- cunstancias; por esto es, que el cánon 43 de los após- toles condena á los eclesiásticos que se abstienen del matrimonio en odio de la creación. " Apesar de estos hechos Beausobres afirma que los padres de la iglesia habian tomado su estimación al celibato de los errores de los Doseles, Encratistas, Mareionistas, y Manicheos ; mas por una contradic- ción grosera, él confiesa que muchos cristianos dieron en este fanatismo desde el principio, por consiguiente antes el nacimiento de las heregías de que acabamos de hablar. Hist. del Maniche. I. 2. c. 6. § 2, y 7; prueba cierta que ellos^ habian sacado este pretendi- do fanatismo de las lecciones de Jesucristo y de los apóstoles. En efecto, Beausobres confiesa aun por otra parte, que él venia de una falra idea de bien y mejor, (1) No estamos de acuerdo con Bergier sobre el espíritu que en este lugaV atribuye á Paphnucio, y al concilio de Niséa. Los hereges nunca pudieron aprovecharse de la ley que querian en- tablar-Ios padres, porque estos no traban de impuro al matrimo- nio con respecto á todos los hombres, como lo hacian los here- ges, sino con respecto al alto ministerio del obispado y sacerdo- cio. De lo primero nunca se trató en el concilio, y á ser así Paphnucio no se hubiera opuesto. Amas de esto Paphnucio no solo insistía sobre la santidad del matrimonio ; y sobre la inocen- cia del comercio conyugal, sino también sobre la dureza de la ley, privando de este comercio á los ministros casados antes de su orden. Si esto era duro, y de funestas consecuencias, quiso entonces que las cosas siguiesen como estaban ; no porque de la ley pudiesen aprovecharse los hereges, sino porque era inhuma- (361 ) de que ha hablado S. Pablo, 1. Cor. c. 7. ibid, lib. 7. c. 4. § 12. Mosheim mas juicioso hace la misma con- fesión, Hist. Christi. sec. 2. §35 nota; él pruébala realidad del hecho por testimonios de Atenagoras y de Tertuliano ; él no se ha atrevido á reprender esta estimación al celibato, tan antigua como el cristianis- mo. "Estos mismos hechos prueban que los PP. de Niséa consideraban una idea de perfección y de santidad en el celibato eclesiástico y religioso, que ellos lo mira- ban como el estado mas conveniente á los Ministros de los altares, y que hubiesen deseado desde entonces poder sugetar al clero á su observancia. En efecto, los inconvenientes que se seguían del matrimonio de los eclesiásticos, hicieron conocer bien presto la ne- cesidad de llegará este punto, ó de tomar Monges, obligados por votos á la continencia, para elevarlos al obispado, y al sacerdocio; y si esta ley no existia ya después de 500 años, bien presto se htíbiesen vis- to obligados á establecerla. Sin esto se verían rena- cer los mismos desórdenes que acontecieron en el siglo nueve y en los siguientes, cuando los grandes se ampararon de los obispados, de las abadías, y de los curatos, hicieron de ellos el patrimonio de sus hijos, deshonraron la iglesia por su interés sórdido, y aniqui- laron por fin el clero secular por sus rapiñas. " Si fuese verdad, como lo pretenden nuestros con- trarios, que la ley del celibato es injusta en sí misma, y contraria á la ley de Dios, no sería menos injusto es- torbar á los clérigos casarse después de recibir su or- den, que antes de haberla recibido. Con todo, noso- tros vemos por todos los monumentos eclesiásticos, que ni en el Oriente, ni en el Occidente jamas se les ha dejado esta libertad. ¿Que ventaja pueden en- tonces sacar estos censores imprudentes de la antigua disciplina, y de la prudencia con que se condugeron los padres de Niséa ? Eusebio, que asistió a este con- cilio, dice que los sacerdotes de la antigua ley vivian en el estado del matrimonio, y deseaban tener hijos,( 362 ) en lugar que los sacerdotes de la ley nueva se abstie- nen de ellos, porque están enteramente ocupados en el servicio de Dios, y en educar una familia espiritual. Demost. evang. i. 1, c. 9. " Asi la ley del celibato para los obispos, los pres. bíteros, y los diáconos después de su orden, ha conti- nuado observándose por los Jacobinos y los Nestoria- nos después de su sisma. Ella fue interrumpida en- tre estos últimos el año 485, y en 496, pero restable- cida por uno de sus patriarcas el año 544. Assemani, bibliot. orien. lom. 4, c. 4. y c. 14, p. 857. " En 1549, el Parlamento de Inglaterra fué mas ra- zonable que los escritores modernos de esta nación; en la ley misma que él establece permitiendo el ma- trimonio á los ccleciásticos, dice así: "que es mas conveniente á los sacerdotes y á los ministros de la Iglesia vivir castos y sin matrimonio, y que era de de- Bear que ellos quisiesen por sí mismos abstenerse de este empeño." D. Hume, histo. de la casa de Tudor, tom. 3. p. 204. Un nuevo disertador viene aun á renovar esta cues- tión en una brochura intitulada, los inconvenientes del ce* libatode los sacerdotes, impresa en Génova en 1781. El ha juntado todos los sofismas, los reproches, las im- posturas de los protestantes sobre esta materia; por su parte nada ha añadido sino algunos pasages, que ha falsificado, otros que ha forjado citando autores desconocidos, y algunas frases impúdicas copiadas de nuestros filósofos epicuríanos ; nosotros no tachare- mos de esta obra sino los lugares mas absurdos. " El autor, (prim. par. c. 2.) pretende que el celiba- to puede dañar á la salud y abreviar la vida; él exa- gena la extrema dificultad de guardar continencia. Si esta virtud es tan trabajosa y matadora, toca á la humanidad de nuestros censores permitir el adulterio á las personas casadas, que por mucho tiempo se en- cuentran separadas, 6 de las cuales la una ha caido en un estado de enfermedad que le hace imposible la vida conyugal. Seria también necesario permitir la ( 363 ) fornicación á los particulares de los dos sexos que no pueden encontrar medio alguno de casarse á pesar de su deseo. ¿ Hay menos ancianos entre los celiba- tarios eclesiásticos ó religiosos, que entre los casados ? ** Según él, el celibato es un signo cierto de la de- cadencia y la corrupción de las costumbres. Si habla del celibato voluptuoso y libertino de los legos, noso- tros sotnos de su opinión; pero ; se halla él en estado de probar, que las costumbres son mas puras en los lugares donde el clero no guarda el celibato ? Cuando él ha dicho: multiplicad los matrimonios, y las costumbres serán mejores, debió cambiar la frase, y decir : purificad las costumbres y los matrimonios se multiplicarán, sin que 8Pa necesario mudar el estado de los eclesiásticos ni de los religiosos, c. 3 y 4. » A ejemplo de los protestantes sostiene cap. 8. que las palabras de Dios dirigidas á nuestros primeros pa- dres: creced, multiplicad y poblad la tierra, contienen una lí-y. Con todo, el texto manifiesta que es una bendi- ción, y no una ley. Cuando esta lo fuese con respec- to a los primeros hombres, ella tto tiene lugar después que e| mundo está poblado. ^Se sostendrá, que todo hombre que no se casa peca contra la ley de Dios? Se dice,que si el celibato fuese general, el género hu- m i'io perecería. Nosotros respondemos que, si el ma- trimonio fuese general, la tierra no podría alimentar á los habitantes; la población no consiste solamente en echar hombres al mundo, sino en hacer que ellos subsistan. " En la segunda parte, cap. 2 nuestro gran crítico pretende, que el celibato, lejos de ser alabado ó reco- mendado en el evangelio, es formalmente condenado por estas palabras; que el hombre no separe lo que Dios ha unido: San Clemente de Alejandría, dice él, lo ha entendido así. Stromat. 1. 3, p. 534. Esta es una ri- ta falsa ; San Clemente prueba únicamente por estas palabras, que el matrimonio no es un estado criminal, como decían ciertos hereges. Pero una cosa es que rer separar lo que Dios ha unido por el matrimonio, 35< 364 ) f otra dar por bueno que los que no están casadoe continúe en vivir así, cuar.do esto puede ser útil para ellos y para otros; el mismo San Pablo ha hecho esta distinción. " Después de haber censurado á todos los comen- tadores del evangelio, este mismo escritor se erige en intérprete de las palabras del Salvador, Mate. c. 19. v. 12. * Hay eunucos,que se castraron á sí mismos por amor del reino de los cielos. Aquel que pueda con». prenderlo que ponga atención? Si estas palabras, dice él, significan que esta sentencia es obscura, ella nada prueba; si esto quiere decir, que es necesaria una gracia particular para practicar esta máxima, esto no puede formar una ley; el sentido mas natural de este pasage, es que aquellos que se encuentran separados por un divorcio, harán muy bien de obste- nerse de un segundo matrimonio. H No es feliz este descubrimiento. Una prueba de que la máxima del Salvador no es obscura, es que todo el mundo la entiende muy bien, á exepcioo de los an- ti-celibatarios que cierran los oídos. Jesucristo hace entender que es necesaria una gracia y una vocación particular para entender bien lo que dice ; por consi- guiente esta no es una ley para todos, sino para aque- llos á quienes Dios dá esa gracia y esa vocación. Pe- ro después que el Salvador ha declarado formalmente que los que se vuelven á casar después de un divor- ció, cometen un adulterio, es absurdo hacerle decir simplemente, que los que se han di vorciado harán muy bien de no volver á contraer otro matrimonio. Por otra parte es evidente que los que habían renunciado el matrimonio por el reyno de los Cielos, fueron San Juan Bautista y los Apóstoles, pues que ellos decían á su maestro: Señor, todo lo hemos dejado por seguirte. " El pasage de San Pablo, I. cori. c. 7 es clarores bueno que el hombre, dice, no toque una muger..« Yo deseo que todos seáis como yo; pero cada cual ha recibido de Dios un don particular, el uno de un modo, y el otro de otro. .Pero yo digo á lodos los que ( 365 ) están en eY ceKbato, ó en la viudedad', que les es con» veniente perseverar en ese estado como yo. Que sí no son continentes, que se casen; mejor es casarse, que quemarse ero un fuego impuro. " Nuestro censor* fiel escotero de los protestantes, diee c. 3 que Sau Pa- blo habla así á causa de las persecuciones; falso co- mentario; el Apóstol abade, que él dá este consejo, porque aquellos que no están casados, se ocupan en el servicio de Dios y de los medios de agradarle, en lugar que aquellos que lo son se ocupan en los nego- cios de este mundo-, v. 32. Después nuestro crítico pretende que San Pablo habla solamente de los viur dos, y los exorta á no pasar á segundas nupcias; nue- va falsificación : el Apóstol se expresa claramente: Yo hablo á los viudos, y a aquellos que no están casados: itfteo autemnon nuptis et vt'dnis, v. 8. Habla también de las vírgenes v. 25, dice que aquel que casa á su hi- ja hace bien, y que aquel que no la casa obra mejor, v. 38. Si hay Una obligación y una ley de casarse, como lo sostienen nuestros contrarios, ¿conque frente San Pablo hubiese podido quebran- tar un mandamiendo tan formal ? Pero nosotros hacemos frente á disputadores férti- les en recursos: San Pablo, dicen ellos,era casado,óá lo menos lo había sido; esta es la opinión de San Ig- nacio en su epístola á los de Philadelphia; de S. Cle- mente de Alejandría, Stromat. lib. 3. cap. 6. p. 533.; de Orígenes, epís. á los Roma. I. J.n. 1.; de San Basilio de aódic, «erm.; de Eusebio, híst. Ecls, I. 3. c. 30. y de muchos otros padres. El mismo San Pablo lo atestigua bastante en su carta á los Philipenses, c.4 3: luego solamente, quiso separar á los fieles de las segundas nupcias, y aun este consejo, es contrario al que dá á las jóvenes viudas. 1 Timo. c. 5, yo quiero di- ce él, que ellas se casen. M Si nuestros Censores fuesen menos ciegos, hubie- sen visto que S. Pablo, que según ellos era viudo, cuando escribió á los Corintios, no ha podido hablar He su esposa como existente, en la carta á los Phili-( 366 ) penses, la cual no fue escrita sino cinco ó seis años después : pero la prevención les ha echado un velo -o- bre su juicio. La mayor parte de las citas que nos ha- cen son infieles: no se ha hablado del pretendido tnatri- tnonio deS. Pablo sino en la carta interpolada ó falsifi. cada de S. Ignacio á los Philadelpbianos, y no en el tex- to griego auténtico. No es verdad que Orígenes sea de este sentir; solo dice que según la opinión de va- rios autores, S, Pablo era casado cuando fué llamado al apostolado, pero que según otros no lo era. Nada hornos encontrado en S. Basilio de lo que se le atri- buyo. S. Clemente de Alejandría es el único de los Padres que haya creído el matrimonio de S. Pablo. Ensebio á la verdad, cita lo que ha dicho S. Clemente, pero no dá ninguna señal de aprobación; y esta opi- nión solo está fundada sobre un pasage de S. Pablo mal entendido. •< Asi Tertuliano, I. 1. ad uxo. c. 3. I. de monagam, c. 3 y 8., S. Hilar, in Ps. 127; S. Epipha. her. 58; S. Ambro. in exor. ad virgi.; S- Gerónimo contra Jovin. y espís. 22. ad ttustochium ; S. Agustín li. de gati. et li- be, arbi. c. 4; lib. de bono conjug. c. 10. 1. de adul. conjug. c. 4. I. de opere mona. c. 4. afirman unánime- mente que S. Pablo jamas fué casado. La opinión particular de S. Clemente de Alejandría no puede prevalecer contra esta opinión constante, 44 No hay ninguna oposición entre los diversos con- sejos que dá San Pablo; él quiere que las jóvenes viudas se vuelvan á casar, porque lo desean, guia. .. nubere volunt, y porque muchas habían quebrantado la fé que juraron. 1 Tim. c. 3, v. 11 y 12. Sin duda mas les convenia volverse á casar que quemarse en un fue- go impuro. 1 Cor. c. 7. v. 9. " En cuanto al pasage de S. Pablo, sacado de la mis- ma carta á los Corintios, c. 9, v. 5, que engañó á S. Cle- mente, y sobre la cual insisten nuestros adversarios, no presenta ninguna dificultad. '¿No tenemos,' dice el apóstol. * la facultad de traer con nosotros una muger, como nuestra hermana, como los otros apóstoles y los / (367 ) hermanos del Señor y Cephas ?' San Clemente, dicen estos críticos, bajo el nombre de muger, ha entendido una esposa; esta traducción es falsa. Pero nuestros censores, siempre heridos de hu vértigo, quieren que S. Pablo, después de haber hablado como viudo en el cap. 7. haya hecho mención de eu esposa en el capí- tulo 9. " Según su costumbre ordinaria, cuando un Padre de la iglesia ha dicho alguna cosa que les es favora- ble, hacen de él un elogio pomposo; pero por lo res- pectivo á todo aquel que no es de su opinión, lo de- primen y hablan de él con desprecio. "A fuerza de especulaciones ellos han descubierto el origen de la estimación que desde los primeros siglos se ha hecho de la virginidad y del celibato; ella ha venido, dicen, de la creencia en que estaban los pri- meros cristianos que el mundo acabaría luego, de la melancolía que inspira el clima del Egipto y de las Indias, de las ideas quiméricas de perfección sacadas de la filosofía de Pitagorasy.de Platón, y esta supers- tición se esparció por todas partes. *» Véasenos aquí pues reducidos á creer, que Jesu- cristo y sus discípulos, S. Pablo y los otros apóstoles, que han hecho aprecio de la virginidad y del celibato, eran de la opinión de la próxima ruina del mundo; que ellos eran atacados de la melancolía de los egipcios, y de los indios ; en fin que se hallaban preve- nidos con las ¡deas de Pitagoras y de Platón. En el artículo JUtndo haremos ver que no es verdad que ellos hubiesen profetizado su fin próximo. "¿Quien no admirará el capricho de nuestros ad- versarios ? Ellos dicen, que la estimación a la virgi- nidad y al celibato es absurda, injuriosa á la natura- leza, contraria á los designios del criador, á los intere- ses de la humanidad, á las mas puras luces del buen sentido; y por un contagio deplorable esta supersti- ción se ha esparcido por todas partes; ella ha pasado del Egipto á la India y a la China, y ha infestado á los ignorantes y á los filósofos. Con el cristianismo( 368 ) ■ ella penetró la Italia y las Gaulas, la Inglaterra, y los cli- mas glaciales del Norte; arribó también al Peni para establecer las vírgenes del sol. Con todo se trsoogeari de curar, en fin, por la superioridad de sus luces, esta enfermedad, y de restituirlo al juicio, que ellos solos creen poseer exclusivamente. Dicen qué e ta estimación ciega de la virginidad, ha sido lleva- da hasta el exceso por los padres de la iglesia, y se estuerzan á probar que los padres jamas han pen- sado imponer sobre esto una ley al clero. Aseguran que tos padres han hecho el mismo desprecio del roa* tritnonio, que los Dosetes, los Maniqueos, y los Mara- cionistas; y apenas aparecieron estos hereges cuan- do fueron refutados y condenados por ellos. M Pero aquí se presenta un hecho cuya discusión es importante. Nuestro nuevo disertador, instruido pro- bablemente por Beausobres, sostiene que estos anti- guos hereges, destractores del matrimonio, no fo con- denaban como absolutamente malo y criminal, que b miraban como un estado menos perfecto que el celiba- to ; doctrina que al presente es la de la iglesia Ro- mana, pero que fué condenada por los padres. * Felizmente el maestro y el discípulo se contradi- cen, y refutan cada cual por su parte. El primero, des- pués de haber hecho todos sus esfuerzos para probar que los Maniqueos no pensaban, tocante al matrimo- nio, en otro sentido que los padres, está obligado á convenir que estos hereges no podían, según sus prin- cipios, ni aprobar el matrimonio, ni mirarlo como ana institución santa, pues que ellos enseñaban, que era el demonio, ó el mal principio el que costruyó el cuer- po humano, y que se propuso perpetuar, cuanto fuese posible, por la propagación, el Cautiverio de las al- mas ; este era el error de muchas sectas de los Gnós- ticos, hist. del maniqueismo, lib. 7. cap. 5. §. 9. El segundo no ha podido escusarse de confesar, que los Encratistasy los Apostólicos rechazaban el matrimonio como absolutamente malo, que Rústate de Sebasteeri Armenia fué condenado en el concilio de Ganares hacia < 369 ) el ano de 241 porque prohibía la cohabitación de los casados. Inconve. del celiba. segunda parte, c. 9. 10, y 13. Véase aquí lo que ni los padres ni la iglesia Roma- na han ensenado jamas, sino lo que ellos siempre han proscrito y censurado. " Nosotros no seguiremos á este autor en sus decla- maciones contra los votos, contra el estado monástico, contra los conventos de religiosos, contra las supers- ticiones llevadas al Norte por los Misioneros en el si- glo 9. y los siguientes; estas invectivas copiadas de los autores protestantes, y reedificadas por los incré- dulos, serán refutadas cada una en su lugar. En cuan- to á las costumbres del clero en los siglos bajos, y á los escándalos que han afligido á la iglesia, estos des- órdenes no aparecieron sino después de la caída de la pasa de Carlomagno, y después de la revolución que trastornó los gobiernos en nuestros lugares; los seño- res siempre armados se ampararon de los beneficios, hicieron de ellos su patrimonio, colocaron en ellos a sus hijos, y á sus protegidos; estos intrusos no podían dejar de tener todos los vicios de sus patronos, la »i- monia y el concubinato caminaron siempre unidos; Mosheim y otros protestantes lo observaron también como nosotros. En general ¿ cuales son los prelados que deshonraron mas á la iglesia? Los que habian tenido hijos legítimos antes de su orden, ó los que tu- vieron hijos naturales. ¿ Es preciso renovar hoy dia los desórdenes que causaron ? Es falso que el ma- trimonio permitido á los ministros de la religión en los países del Norte, haya formado las costumbres mas puras; Baile ha probado todo lo contrario. Dictio. crit. ermite. rem. 1. §. 3.( 370 ) CAPITULO XIV. Prosigue y acaba el mismo asunto. " A fin de no dejar nada que desear sobre esfa cues- tión tan controvertida, no» resta examinar si las mu- danzas de disciplina en este punto produciría elec- tos tan ventajosos como se pretende. "En los anales políticos de 1782, núm. 21 hay una carta donde el autor se propone demostrar por el cál- culo que la supresión del celibato eclesiástico y reli- Sioso sería una falsa política, una puerilidad indigna é las atenciones de un gran legislador, y una innova- ción infructuosa para la población. El odio, dice, el celo, la credulidad, el entusiasmo r 'formador, la rivalidad de los filósofos con el clero, h ni exagerado hasta de ridículo el número de los eclesiástico» y de los religiosos; pero véase aquí el resultado de los censos mas exáctos. Sobre mas de diez millones de habitantes la Es- paña cuenta ciento sesenta mil celibatarios religiosos, d'* los que un tercio forma el clero secular; esto viene a ser un uno y medio por ciento de la generación completa. En Italia, hay catorce millones y medio de individuos, y docientos ochenta mil eclesiástico»; esto corresponde á dos hombres por ciento sobre la totalidad de los habitantes, pero mas de la mitad de ellos se encuentra en el reino de Ñapóles, y en lo! estados del Papa; el resto de la Italia no supone sino un setenta y cinco, ó cerca, de personas sacrificadas á la religión. " Es preciso observar que la Italia tiene pocas gran- des ciud des que nbsorven su población ; ella no man- tiene ejércitos ni marina militar. Un clima dulce, un (371 ) suelo fértil, disminuyendo las necesidades, aumentan las subsistencias. " Los últimos cálculos hechos bajo la administración de M. Necker han llevado la población de la Fran- cia á veinte y tres millones quinientos mil habitantes contando en ella docientos mil celibatarios religiosos, como lo han hecho los mayores exageradores; esto quiere decir menos de la sentéeima parte de la nación. " Hay mas, sobre el total de seis millones, y mas de docientas mil mugeres capaces del matrimonio, hay un millón y cuarenta mil que no son casadas, y no se pueden contar sino setenta mil religiosas; esta es la dé- cima quinta parte de las mugeres celibatarias. Sobre la totalidad de los hombres se debe contar á lo menos un millón que podrían ser casados, y no lo son; sobre este millón no hay mas que cerca de ciento treinta mrl eclesiásticos, ó religiosos; esto hace el décimo. " Dad al mundo, continúa el autor, todos los hom» bres encerrados en los conventos, esto vendrá á ser sesenta mil celibatarios menos sobre un millón, Pero todos no tendrán las facultades, la inclinación, la for- tuna, la vocación necesaria al vínculo conyugal. Los tyjos segundos de las familias, los viejos, los enfermos, los que prefieren la libertad y la independencia del celibato al yugo del matrimonio, &q. deben separarse, y estos hacen, á lo menos, una mitad. Vos ganareis pues sobre un millón de habitantes, cerca de treinta mil personas, sobre las cuales la muerte, la pobreza, la abstinencia forzada tomarán sus tributos. Ved aquíá lo que se reducen las romancescas visiones de los declamadores. "Solo la capital encierra mas domésticos que reli- giosos hay en todo el reyno. El número de estos es- clavos del lujo en toda la extensión de la Francia, compone una docena parte de la población. A los sir- vientes les está entre dicho el matrimonio como per- judicial al interés de los amos: en las mugeres se to- lera el libertinaje, y no la fecundidad legítima- El celibato forzado de los domésticos es un foco de desór- 3G( 372) tienes; el de los eclesiásticos está ceñido á sus inclina- ciones por la santidad de su instituto, por el temor de la vergüenza, por el honor del cuerpo; un religioso tiene antes sus ojos diez ejemplos de virtud por uno de depravación. " " Docientos cincuenta mil soldados ó marineros son sacados de la población, y se escogen los individuos mas capaces de los servicios civiles. La relajación, las enfermedades vergonzosas emponzoñan los ejérci- tos, mientras que la deserción los disminuye. "Contad los mendigos, los empleados en los arrien- dos, los renteros, los jornaleros, la nube de gentes de letras, pero sobre todo los filósofos: el espíritu filosó- fico, que no es otra cosa que el espíritu de egoísmo, fué siempre antipático del matrimonio. Ved nuestras costumbres, nuestras capitales, nuestros omenages. Observad el lujo en sus gigantescos progresos, el con- cubinato imposible de reprimir, el poder marital y pa- ternal de día en dia mas relajado, y mas insoportable, el tono y la conducta de las mugeres, lisongeaos vos, después que la propagación de ía especie vá á cubrir la tierra, cuando cincuenta mil religiosos habrán re- nunciado el voto de castidad. " Existen en el reyno dos tantos mas de prostituidas que de religiosas. ¿Cuales son mas funestas á la po- blación? Desde 1766. el numero de loa hijos expósi- tos se aumentó un tercio en Paris. " La nobleza de las ciudades produce pocos matrimo- nios, y aun menos hijos ; nuestras leyes y nuestros usos linn condenado á la indigencia, y al celibato á los se- gundones : los monasterios ó las órdenes son pues un recurso para la nobleza de los dos sexos; ellos reco- gen los celibatarios producidos por el desorden de la sociedad, pero no los engendran. "Valdría mas reducir nuestro estado militar, enviar la mitad de las gentes de librea á las campañas, tener dos tercios menos de abogados, de procuradores, de oficia- las de rentas, de porteros, de autores, &c. &c. y con- servar los frailes. ( 373 ) *« Esto es sin duda impracticable ; y esta es la pala- bra de los bellos planes de reforma, que se nos mani- fiestan en los libros, y que se propone en las noticias públicas. Nosotros acariciamos nuestros vicios, é in- dicamos los remedios. Se declama contra el lujo, cuan- do ya el lujo no puede ser reprimido; se diserta so- bre la educación cuando, el abuso de la sociedad bor- ra mas y mas los caracteres; Re pueblan los estados de folletos, sin observar la acción irresistible de las costumbres y de los usos sobre las verdaderas fuentes de la población. " El autor de las investigaciones filosóficas sobre elceliba to, grita : * ved los estados protestantes, ellos hormi- guéan de brazos, y la catolicidad de desiertos.'' Otros veinte mas han hecho esta observación." " Pero en Suiza, el mas poblado de los cantones es el de Soleura, y él es católico ; él tiene eclesiásticos irreli- giosos, si la Sicilia está llena de ruinas, es por efecto del gobierno feudal, el mas atroz, y el mas destructor que haya inventado la usurpación. Los países bajos ca- tólicos, las ricas repúblicas de Italia j estaban desier- tas en los siglos quince, y diez y seis r Eran menos prósperas que la Holanda? ¿ La Prusia es mas fe- cunda en habitantes que el Palatinado, y la Suecia que la Lombardia ? La fertilidad del suelo, la posición topográfica, y los gobiernos tienen otra fuerza que los conventos." •" Reformar y no destruir, tal debe ser la máxima de dodo hombre que especula en política. Mudad los «silos tii tú ti les en hospicios de la pobreza, de la edad, del dolor, del arrepentimiento y de la abnegación ; la sociedad podrá ganar en esto, pero no su población. ¡El amor de la paradoja no inspira esta opinión ; cuan- do se defiende con el cálculo, ninguno es sospechoso de impostura. " JNos parece que este autor no puede temer ser re- futado; si él se engaña, será bien mostrarle sus er- rores. " El autor del artículo celibato, en el diccionario de( 374 ) jurisprudencia, ha copiado las diatrivas del Abad de* Saint-Pierre, colocadas en la antigua enciclopedia, y ha añadido lo que los protestantes han dicho en la de Iverdun. Nosotros no podemos dispensarnos.de notar algunas de las contradicciones de este artículo. (1) "Después de haber sostenido que el celibato era pros- cripto entre los judíos, en virtud de la pretendida ley, creced y multiplicaos, se nos asegura que Elias, Elíseo, Da- niel y sus tres compañeros vivieron en la continencia. Véanse aquí profetas, y amigos de Dios, que violaron públicamente la ley que él puso en la creación. Se nos alaban las leyes que los Griegos y los Romanos forma- ron contra el celibato, la especie de infamia con que lo habían notado, y los privilegios que concedieron á los casados ; con todo se nos hace observar, que todos los pueblos han adherido una idea de santidad y de per- fección á la continencia observada por motivos de re- ligión : no es pues verdad que toda especie de celiba- to haya sido notado de infamia. Por una parte se di- ce que no hay hombre á quien el celibato no sea difí- cil de observar, que los celibatarios deben ser tristes y melancólicos; por otra se cita una arenga de Mete- lus Numidius dirigida al pueblo romano, en la cual confiesa que es un infortunio no poderse pasar sin las mugeres; que la naturaleza ha establecido que de ningún modo pueda vivirse felizmente con ellas. Pa- ra ser feliz sería pues necesario no ser ni casado ni celibato. Uno de estos oráculos dice que, en el cristia- nismo la ley dH celibato páralos eclesiásticos, es tan antigua como la iglesia, que Dios la juzgó necesaria pa- ra acercarse mas dignamente á sus altares: otro preten- de que el celibato solo era un consejo, y que apesar de lo que ha pensado el concilio de T rento, la cuestión1 que nosotros examinamos es puramente política. En la misma página se lée, que en occidente el celibato era mandado á los clérigos, y que era libre en la igle- (1) Para comprenderlo mejor vuélvase á leer la nota del cap» XII, que empieza : Sin apartamos. ( 3*5) sia latina: preciso es que esta no sea la misma que la iglesia de occidente. " Lo que dice el abad de Saint Pierre, que los mi nistros protestantes son tan respetados del pueblo co- mo los sacerdotes católicos, es absolutamente falso. Es cierto, por cien ejemplos, que los protestantes sen- satos, aun los soberanos, han atestiguado siempre mas respeto á los* sacerdotes católicos, cuyas costumbres conocían, que á sus propios ministros : se sabe por otra parte que en Inglaterra el bajo clero es muy des- preciado. Londres tom. 2. p. 241.(1) " Nosotros no cuidamos de vituperar lo que se dice en este artículo contra el celibato voluntario de los seculares; pero los medios que se proponen para re- mediar los abusos, son poco mas ó menos impractica- bles, y los que el abad de Saint Pierre habia insinua- do para prevenir los inconvenientes del matrimonio de los sacerdotes son absurdos. Los enemigos del celibato eclesiástico y religioso, (1) Tratando esta materia el abad de Saint-Pierre se pro- puso varias objeciones, y procuró disolverlas. Es curioso sa- berlas. Nosotros las copiamos del diccionario enciclopédico en la parte jurídica, y no dudamos que se conozca sus debilidades y sus absurdos : es como sigue. . " Primera objeción. Los obispos de Italia podrían pues ser casados como S. Ambrosio, y los cardenales y los papas como S. Pedro» "Respuesta. Seguramente el abad de Saint Pierre no vé nin- gún mal en estos ejemplos, ni inconveniente en que el papa y los cardenales tengan mugeres honestas, hijos virtuosos y una fa- milia bien reglada. " Segunda objeción. £1 pueblo tiene una veneración habitual a aquello» que guardan el celibato, y es á propósito que ellos lo conserven. "Respuesta. Aquellos de entre los pastores ingleses y holan- deses que son virtuosos, no son menos respetados del pueblo por ser casados. Tercera objeción. Los sacerdotes celibatarios tienen mas tiempo para ejercer las funciones de su estado, que el que ten- drían siendo casados. ' Respuesta. Los ministros protestantes encuentran muy bien el tiempo de tener hijos, de educarlos, de gobernar su Ai-(3?6) no han perdonado para atacar ni las contradicciones ni las imposturas. Ved aquí un ejemplo reciente: " En el diario enciclopédico de 15 de Marzo de 1786, p. 309, se colocó una carta de Eneas Sylvius, que vino á ser Papa, bajo el nombre de Pío II, el ano de 1458, en la cual Be pretende, que justificó el liber- tinaje de su juventud, y en la que se levanta contra el celibato de los sacerdotes; esta es la 15 de la colección de estas cartas. Pero en el año literario de este mismo año. No. 15, un sábio ha probado, 1.° que el diario tradujo infielmente la carta de Eneas Sylvio, y que puso de su caudal las dos frases mas fuertes contra el celibato de los sacerdotes. 2.° que esta carta 15 fue escrita en la juventud del autor, mu- cho tiempo antes que hubiese recibido sus órdenes mi lia, y de velar sobre sus parroquia*. Seria ofender á nues- tros eclesiásticos no presumir otro tanto de ellos. " Cuarta objeción. Los curas jóvenes de treinta aflos tendrían cinco ó seis hijos, algunas veces poco descuento con respecto á su estado, poca fortuna, y por consiguiente muchos embarazos, " Respuesta. El que se presenta á las órdenes es reconocido por un hombre hábil y sabio; él debe tener un patrimonio; tendrá su beneficio, y la dote de su muger puede ser honesta. Consta por experiencia que aquellos curas que mantienen á sus padres pobres, no por eso.sirven de mas cerca á la iglesia óá la parroquia. Por otra parte ¿ que necesidad hay que una parte de los ecle- siásticos vivan en la opulencia, mientras que la otra desfallece en la miseria ? ¿ N» seria posible imaginar una mejor distribu- ción de las rentas eclesiásticas ? " Quinta objeción. El concilio de Trento mira el celibato como un estado mas puro que el matrimonio. " Respuesta. Hay equivocaciones que deben evitarse en las palabras estado, perfecto, obligación : ¿ por que querer que un sacerdote sea mas perfecto que S. Pedro ? La objeción pro- baría demasiado, y por consiguiente nada. La tésis, dice el abad de S. Fierre es puramente política, y consiste en tres pro- posiciones. I. El celibato es de pura disciplina eclesiástica, que la iglesia puede mudar. 2. Seria ventajoso á los estados católicos romanos que esta disciplina se mudase. 3. Esperando un concilio nacional ó general, es conveniente que la corte de Roma reciba por la dispensa del celibato una suma señalada, pa- gable por aquellos que la pidiesen." ! ( 377 ) sagradas. 3.* que durante su pontificado, desaprobó y retractó lo que habia escrito en otro tiempo en la efervescencia de las pasiones. En su carta 395, diri- gida á Carlos Cipriano, dice : * Despreciad ó recha- zad, oh mortales, lo que habernos escrito en nuestra juventud en orden al amor profano; seguid lo que os decimos al presente. Creed en esto á un viejo mas bien que á un joven ; á un pontífice mejor á un hombre particular; a Pió II, mas que á Eneas Sylvio.' 4.° que Flacus Iliricus, sobre la fé de Platina y Sabelicus, atribuye mal apropósito á este papa la máxima si- guiente, que el matrimonio fue entredicho á los sacerdotes por buenas razones^ pero que hay mejores para concedérselo. Está demostrado al contrario, que no hay ninguna para mudar la antigua disciplina, y que toda suerte de ra- zones empeñan á conservarla." Hemos concluido el largo artículo de Bergier, y ba- jo la garantía de siw pruebas, estamos autorizados pa- ra esperar, que nadie podrá mirar el Discurso X, del autor constitucional, sino como una producción apro- pósito para alucinar á los incautos. Chocan á prime- ra vista las absolutas que vierte, dando por indubita- bles los hechos mas opuestos á la historia, y la facili- dad con que adultera, así el sentido de las escrituras, como el de los cánones, y de los padres. A dar fé ú lo que dice, la decretal del papa Sil icio sobre el celi- bato del clero, no tuvo mas apoyo que una moda espiri- tual que habia comenzado á prevalecer por imitación de los Monjes JÍnacoretas. Aquí comete el autor un grande error, trayendo a tiempos poxteriores una costumbre, que venia encanecida desde los tiempos apostólicos. Eusebio Sesariense, (1) muy anterior al papa Siricio. la atestigua del modo mas positivo y elocuente. ¿ Pe- ro,que prueba mas clásica de su engaño que el canon 33. del concilio Ileberitano ? Todo un siglo antes de Siricio ya habia establecido este concilio la ley de una perpetua continencia, aun para los subdiaconos. Pero «o es menor el error asegurándonos que la decretal de (1) Lib. I. déme», evang-. cap. 1.( 378 ) Siricio fué mirada solo como un consejo. La prueba en que se apoya es que, á pesar de ella casi todos los diáconos, muchos presbíteros, y algunos obispos se casaron. Sea así, pero ¿de cuando acá las transgresiones son pruebas de consejo ? El cánon 33. que hemos cita» do no dejó de mirarse como ley, por que también hu- biese sido transgredido. Las novedades de la disciplina en los primeros tiempos siempre fueron obra del resfrio progresivo; con todo el autor nos introduce una moda de perfección espiritual, que desconoce en los mas puros, así es que finge clérigos imitando en las ciudades la continencia de los Monjes en lo mas lóbrego de los desiertos, y los haya capaces de hacer universal el uso. Verdad es que para esto hace que tomen parte la vanidad, el or- gullo, y el interés. Estas son las fuentes de donde de- riva los votos claustrales de tantas ilustres victimas, que venciendo los afectos mas naturales, se consagra- ron al señor, y merecieron que S. Cipriano las iguala- se con los mártires. El autor debe estar persuadido que las invectivas no son pruebas, y que una máquina mal manejada, hiere la misma mano que la mueve. Entra después el autor á las costumbres del cleru en materia de continencia, y deja que la exageración tome un vuelo hasta que toque en lo mas inverosímil ' La castidad secreta, dice, no se observa sino por po- quísimos clérigos de complexión débil, enfermiza, de almas tímidas, cobardes, y por lo común incapaces de ciencia.' Quieren decir estas clausulas absurdas j mentirosas, que la castidad por su naturaleza solo esta afecta á los diversos caracteres que aquí retrata; por que si así no fuese ¿en qué imaginación cabe no po- derse encontrar por muchos siglos sino en pocos débi- les, enfermos, tímidos, é ignorantes ? Si esto es. así véase aquí borrada del catálogo de las virtudes esa virginidad, que los Justinos, los Atenagoras, los Her- mas reconocieron como propia del cristianismo, m primero de los dos apologistas dice, un gran número dt personas de los dos sexos.... instruidos por la doctrino A ( 379 ) Jesucristo, perseveraron en la castidad. (1) No son pues los débiles, los enfermos y los ingnorautes los únicos capaces de este don. Por lo demás confesamos de buena fé, que en los si- glos* de la edad media, pagó el clero todo el tributo de la debilidad. El autor del discurso, no encuentra otra causa de los desórdenes que la imposibilidad de con- ciliar el celibato con los estímulos de la carne; pero ge olvida de unos tiempos en que, invadidos por los no- bles los beneficios eclesiásticos, las prelaturas, el Pon- tificado mismo, los llenaron de intrusos tan viciosos co- mo ellos. Se olvida que esa irrupción de los bárba- ros, en que se vieron arrastrados así legos como ecle- siásticos, llenó al mundo de ignorancia, de confusión, y de desórdenes. A mas de esto exagera el mal co- mo hemos apuntado, mas de lo justo, y el dicho de unos pocos lo hace común á todos. El mundo nunca estará libre de escándalos, Jesucristo así lo predijo, y su palabra no puede fallar; los que causó el clero en los siglos de tinieblas fueron grandes, pero mucho ma- yores en la boca de los Wiclefistas, de los Hussitasy de otros fanáticos á quienes sigue el constitucional. El gran número de concilios empeñados en atajar el mal, los toma por prueba de una corrupción ilimitada, pe- ro nunca por señal de un zelo activo, y de una Vlgi* lancia consumada. Con esa licencia desenfrenada, que siempre 6e to- ma nuestro autor, difama á los Romanos pontífices, llevando á un término su codicia, que solo legitimaban los hijos espurios de los clérigos para enriquecerse con el fruto de sus dispensas. Aunque no negaremos que lo6 curiales de Roma se formaron un capital de las dis- pensas, siempre estamos autorizados para calificar de una torpe calumnia, la proposición del autor. Nada hay mas bien averiguado como el diligente cuidado de la iglesia para no permitir que estos hijos sacrilegos sucediesen á sus padres en los beneficios, y se hicie- sen herederos del santuario. Muchos papas antes del (1) Apolo. I. n. 15. 37( 380 ) 'i ridentrno, pero especialmente Clemente VII. (1) ha- bía excluido á estos espurios aun de los beneficios sim- ples, que obtuvieron sus padres. El Tridentino re- novó todas, sus decisiones, y amplió las restriccioneb * de algunas, dejando obstruidas todas las sendas de que pudiera valerse el interés mas ingenioso y activo. El au- tor de la constitución nos lia dicho, que los papas fueron el alma de este concilio,pero si su intención fué siempre enriquecerse con el fruto de sus dispensas ¿ como es que los que lo presidieron se inhabilitan, ellos mismos para ejer- cerlas, y ciegan esta mina tan lucrativa? Hablando en general de las dispensas para los hijos ilegítimos que aspiran ¿ las órdenes, el autor halla por imponible que los papas quieran cerrar esta puerta por donde les entran grandes cantidades de dinero. En prueba de I esto nos recuerda la historia de Eneas Silvio Picólo- mini, que siendo secretario del concilio de Basileai escribió á favor del matrimonio clerical, y hechs después pontífice con el nombre de Pió II mudó de sistema 5 fin de que no se le escapasen las entradas de las dispensas. Felizmente concluimos el artículo de Bergier haciendo memoria de este suce- so. El está allí tratado de manera, que á no querersej alimentar de patrañas, es preciso detestar los discur- sos del constitucional. (1) Oonsti. 30, Bula roma, [i] Sefeú 26. cap. 15 de rcfor. ( ) CAPITULO Vf. Sobre los Religiosos Mendicantes y las Monja*. , En el capítulo onceno y último de su constitución trata el autor de esta misma materia, como un apén- dice de lo que habia dejndo asentíalo en órden á que U» gobierno civil no*debía conocer como impedimento del matrimonio, los votos perpetuos inclusos en la pro- fesión religiosa. En todo este discurso las mismas pasiones, el mismo empeño de atacar á la iglesia en su disciplina, el mismo espíritu de debilitar sus recursos para promover la piedatl. Empieza presentando un proyecto, que tiene la va- nidad de llamar grande, á pesar de sus nulidades, (me- jor diriamos la humildad de llamarlo suyo) para des- truir en lo sucesivo toda religión mendicante, aun aquellas que fueron exactas en la observancia de su regla. Los elementos de este proyecto se reducen, 1.° A que el gobierno declare por edicto, que no mirará co- mo crimen de apostacía la deserción que haga un reli- gioso de su convento, siempre que se presente al magis- trado y haga una formal declaración de que no quiere ser religioso. Con una sola pincelada comete aquí el autor tres escandalosos atentados. Unce que el go- bierno meta su hoz en mies agena, que introduzca la confusión en las comunidades, y que viole la santidad de los votos religiosos. Expliquémonos. Que un gobierno mire como atribulo de su poder, el conocimiento de si la existencia de un órden reli- gioso, es ó no útil y favorable al bien de su astado, es un deber en que obra con lo que le «licta su propio destino; pero que se avance á justificar el abandono Que un rel¡£¡OM hace de su comunidad sin licencia «le *u propio prelado, es un exceso que solo podía inspi-( 382 ) rárselo un escritor, que poniendo siempre la autoridad de los soberanos sobre I09 de la iglesia, viene á colo- carla sobre la del mismo Jesucristo. No hay un hom- bre tan ignorante en materia canónicas, cuya falta de luces le esconda, que por los sagrados cánones, es reo de apostacía el religioso en el caso de que hablamos. Una séria meditación, acompañada del conocimiento de la historia, le hubiese descubierto al constitucio- nal, que desde los tiempos mas remotos siempre se mi- ró como un crimen, el que saliese un religioso de su convento por su propio arbitrio y voluntad. El retiro y el amor de la soledad, se creía necesario á la profe- sión de la vida monástica; por eso es que decia Gra- ciano, atribuyéndolo al Papa Eugenio (I ) conténtese el monje con su claustro; porgue, como muere el pez fuera del agua, asi el monjefuera del monasterio. Penetrado de es- te espíritu el Tndentino (2) no dudó expresarse en es- tos términos "No sea lícito á los regulares separarse de sus conventos, aun bajo el pretexto de recurrir á sus superiores, á no ser que sean mandados ó llamados por ellos. El que sin dicho mandato, dado por escrito, fue- re encontrado, sea castigado por los ordinarios de los lugares como desertor de su instituto." Harta obsti- nación seria negar, á vista de estos documentos, que ese abandono del convento es un crimen, y crimen eclesiástico. ¿ De donde le viene pues al gobierno dar honestidad á un hecho que la iglesia reprueba? Tan incompetente es en este caso para declarar por no apostata al religioso de que hablamos, como lo sería la iglesia para dar por no desertor al soldado que sin licencia desús gefes abandonase sus banderas. No solamente el gobierno meterla su hoz en mies ngena, sino también introduciría la confusión en los conventos. La subordinación, la paz y la tranquili- dad, son las compañeras inseparables del buen orden. Es preciso convenir, que todo desaparecería de un convento donde, sin solicitación desús religiosos, ee (I) 16. 9. I. can. 8. (•2) Scsíi. 25. cap. 4. de Regul ( 383 ) viesen así los mas inobservantes invitados á dejarlo. Un tal edicto esparciría mil chispas del incendio que iba á consumir un gran edificio. Los delitos serian impunidos por la facilidad que se le daba al reo de eludir el castigo ; la disciplina monástica mal obser- vada por el espíritu del siglo que empezaba á respirar- se en los claustros; la tranquilidad alterada por la continua discordia entre los que salen y Tos que se quedan. Mas vengamos al último extremo, y aparecerá el edicto en toda su diíoimidaiJ. Desde el dia en que el religioso se presenta al magistrado de su pueblo, y pide se le destine al objeto en que mas útil pueda ser al bien común, " ningún fraile de su comunidad, di- ce el autor, debe reputar al interesado por individuo de su orden, ni perseguirle por apostata, bajo las pe- nas mas severas," &a. Cualquiera que oiga este Ienguage, ó creerá que oye á un protestante relajado enemigo de todo voto, (1) ó á un deísta, en cuya opinión se atenta contra los derechos de Dios, privándonos con estos votos de la libertad natural que él nos ha dado, y se comete una temeridad imponiéndonos obligaciones, sin saber si tendremos fuerzas para cumplirlas. Lo cierto es que el autor no podía ignorar, que estos religiosos de quie- nes se habla, emitieron tres votos solemnes en el acto de su profesión; y no es menos cierto, que no hablan- do una sola palabra de su relajación, ó los tuvo por nulos, ó los creyó abolidos por el poder laical. No es una imputación arbitraria la que le hacemos. Ten- gamos muy presente, que á mas de este su silencio, obra contra él su adhesión al sistema luterano, la ex- clusión que siempre ha hecho de toda práctica que sale de K>s dos primeros siglos, y el saber que sus pa- (1) Aunque muchos protestantes han declamado contra los votos, los comentadores ingleses de la biblia de Chois, dice Ber- gier en sus notas sobre el Levítico, y los Números han explicado bien la materia del voto, y han reconocido su santidad, y la obli- gación de cumplirlo.( 384 ) tronos miran por desconocidos estos votos hasta S, Bu* silio, que floreció en el cuarto. Séanos lícito desengañarlo de sus errores y hacerle ver que los votos vierten de un origen mas alto, sin salir de la era cristiana. Hablando S. Pablo (1) do las jó- venes viudas que querían casarse, dice, que ellas viola- ron su primer empeño. Los intérpretes católicos y los protestantes jnas sensatos, dice el docto Bergier, que nos guia, han entendido este lugar de aquellas viuda» que se hallaban ligadas con una promesa solemne de vivir en la continencia. En el 3.° siglo Tertuliano (2) hace expresa mención de voto de continencia de Ías> vírgenes. S. Cipriano (3) hablando de las vírgenes, di- ce "si por un empeño de fidelidad ellas se consagra- ron á Jesucristo, que perseveren viviendo en pureza y castidad." El concilio de Ancira celebrado en 315, antes del obispado de S. Basilio decide en el canon lí», que los que hubiesen violado su perfección de virgini- dad serán sometidos, como los bigamos, á uno ó dos años de excomunión. Mas amante de su decoro el autor á quien impug- namos, si quiera por decencia, debió haber respetado los votos solemnes de los religiosos. Todos saben el alto concepto que de ellos hace la iglesia católica, y que por la actual disciplina la facultad de relajarlos es- tá reservada á la silla apostólica. Será quiza su vuel- va á los ordinarios eclesiásticos uno de los puntos en que ella se reforme : esto es lo único que al autor le era lícito promover. El 2.° elemento del proyecto se reduce á prohibir que las comunidades regulares reciban novicios bajo graves penas, y entre ellas la de nulidad de votos y procesión religiosa. Dos partes abraza este artículo, la prohibición y la pena. Nada tendríamos que decir en orden á la prime- ra, si como esa prohibición, según la mente del autor, (1) I Timo. c. 5, v. 11 y tt. (2} De Vírjf. Velandis. c. 1 1 (íl) Epis. 6'?. ad Poní DO D. ( 385 ) es comprensiva de todo instituto futuro de regulares, observantes ó no observantes de su regla, solo se hu- biese limitado á los últimos. El autor cree desde lue- go, que no hay observancia de regla tan edificativa y tan estrecha que deje un título á la institución para per- petuarse en el Estado. Aunque es de opinión, que un gobierno nuevo, naciente de las ruinas de otro, no debe extin- guir por de pronto las comunidades de frailes 6 de monjas, ya habia dejado dicho en el artículo 13 del discurso 2, que ha de ser máxima constante de la nación no permitir en sus dominios corporación alguna regular con votos perpetuos, sea del instituto que se fuere. Esta proposición en su ge- neralidad nos parece opuesta al bien de la iglesia, y aun á la prosperidad del estado. Muy en breve entrá- remos en este asunto; por ahora bástenos decir, que uo sabemos como el autor deja intactos dos derechos quejamas debió perder de vista : 1. el que se adquirió para ser sostenida una comunidad religiosa, que cum- ple los empeños de su fundación : 2. el que tiene cada ciudadano para elegir el género de vida que mas se conforma á la tranquilidad de su conciencia, y á los principios de su bien estar. En cuanto á lo primero, no desconocemos en la so- beranía de un estado el derecho que le asiste para alejar de su seno todo lo que le ofende; y confesamos también, que después que una piedad indiscreta per- mitió en tanto número esta clase de instituciones, ha- brá algunas (y sean muchas) las que dejaron de ser útiles. Por exacta que sea la observancia de su regla no deben perpetuarse; porque el derecho que adqui- rieron en su fundación estuvo siempre subordinado al que tiene el estado para excluirlas cuando la mudanza de los tiempos ha distraído el objeto que dió mérito á su admisión. No es de estas instituciones pues de las que hablamos, sino de aquellas que por sus servicios y por la regularidad de su conducta se adquieren un título cierto al reconocimiento del público. El autor del proyecto dirá que jamas hubo alguna, y aun exten- derá el fallo hasta la misma posibilidad. Pero j es( 386 ) digno de que le déftios fé. ? La razón lo condena, y la historia lo desmiente, corno veremos luego. Pase- mos al segundo derecho. El que en las repúblicas libres tiene cada ciudada- no para disponer de su persona como mas convenga á sus intereses sin daño de otro es el mas santo y mas solemnemente reconocido en sus constituciones. En- tre estos intereses ninguno mas esencial que el que asegura su dicha en una mejor vida que la presente, j Quien puede dudar que el retiro de un claustro 6erá para muchas personas el único puerto en que se creen al abrigo de perderla. ? Pero no miremos mas que el ínteres transcitorio que actualmente nos ocupa. Hay personas en este inundo mal tratadas de la fortuna, pa- ra quienes la imagen del disgusto siempre vá delan- te de sus pasos. Sepultarse en un retiro, donde en- cuentren la tranquilidad de su espíritu, y vean pa9ar sin inquietud las agitaciones tumultuarias de la vida, es el único recurso que les queda para templar las in- gratitudes de la suerte. Es necesario desnudarse de todo sentimiento de humanidad para no ver que es una injusticia dejar á otros la libertad de tomar la profe- sión que mas lea agrade, y privar á estos miserables la de tomar de las útiles esta que se halla mas en con- sonancia de sus deseos. Pero no está en esto solo la injusticia : si el manda- to es ilegal, no lo es menos la pena. La de nulidad de votos, y profesión religiosa es la que expresamente se establece. Nosotros caminamos en el concepto de que esos votos se hiciesen en alguna de esas institu- ciones útiles, que no pueden dejar de ser posibles. El mismo autor en el artículo citado halla exequible, que un soberano permita la existencia de asociaciones 6 comu- nidades de ambos sexos destinadas á la educación y enseñan- za ; y aun en el discurso undécimo, que impugnamos, confiesa esa utilidad, respeto de algunos conventos de religiosas, en consideración de que, muchas muge- res llegan á la edad de cuarenta años sin casarse, y seria tal vez asilo de su decoro retirarse, á vivir en alguna comunidad ( 387 ) Esto supuesto, aquí parece con doble fuerza el car- go de querer., violar ese derecho incontrovertible de cada ciudadano, para juzgar sin apelación, lo quema» le conviene hacer de su persona, y de sus facultades, así interiores como externas. El mismo autor del pro- yecto reconoce, que la doctrina que dá derecho al superior para anular los votos de sus súbditos, solo tiene lugar cuando están en oposición del bien públi- co; pero esto nada tiene que ver con aquellos de que se trata; por el contrario, siendo estas comunidades benéficas á la sociedad, los votos que les son relativos lo favorecen : sigúese pues, que el superior que los anula, atenta contra el derecho sagrado del ciudadano, destruye uno de los principios de la virtud, y ataca de frente el bien que debe promover. Menos preo- cupado el autor veria que á beneficio de esos votos se conseguían dos bienes, á saher, la perpetuidad del establecimiento, y el socorro caritativo de unos seres que emplearon la mayor parte de sus dias en beneficio de la humanidad. ¿Que cosa mas cruel que dejarlos sin recursos en lo mas avanzado de su edad ? Esto es á lo que quedarían expuestos sin los votos de que ha- blamos, porque no siempre ván juntos los derechos y el cumplimiento de los deberes. El tercer elemento del proyecto quiere, que se dejen intactos los bienes, y rentas de tos conventos después de la dis- minución de /railes. La razón política de esta medi- da es, suponer así contenta á la comunidad, y conse- guir en pocos aflos su destrucción, sin los peligros de turbulencias, que causaría su disgusto. O el autor hace demasiado estúpido5? y codiciosos á los religiosos, ó debe confesar la debilidad de su arbitrio. Toda esa estupidez es necesario atribuirles, para que dejasen de advertir que seles sevaba, como al marrano, por po- co tiempo á fin de degollarlos con quietud. Pero á es- ta suposición nadie dejara de calificarla por necia y antojadiza. Entonces el electo ó será el mismo, ó de peores resultados- Decimos de peores, porque un ía- "alismo rico siempre sería mas do temer, qué uno mi- sa( 388 ) serable; y por consiguiente, si despojados los religio- sos de parte de sus bienes serían enemigos formidables del gobierno . . . . y hartan al estado incalculables daños ¿ de que no serían capares con ellos? Entremos ahora mas al fondo del discurso once, y examinemos los pensamientos, y el espíritu de que es- tá nutrido. La base frágil que le abre está en pro- porción de su falsedad. Esta no es otra que la de mi- rar como fruto de una imaginación acnlorada el pen- samiento de que, diciendo Jesucristo: ( I ) si quieres ser perfecto, vé, vende cuanto tienes, y dalo á los pobres, y ten- drás un tesoro en el cielo: y ven sigúeme, amonestó á que se fundasen comunidades. Los verdaderos intérpre- tes de este texto no lo miran como una amonestación del Salvador; pero sí, como un consejo digno de se- guirse, ó bien en común, ó bien en particular. Lo que hay de singular es la serenidad con que nos dice el au- tor, que nadie lo entendió así, porque nadie pensó entonces aplicarlo á la práctica. Por su desgracia tiene contra sí el testimonio de testigos intachables en su opinión. En efecto, Moshein (2) y Bingharn (3) do9 célebres escri- tores protestantes nos aseguran, que desde el origen del cristianismo hubo Aséticos, es decir cristianos de uno y otro sexo, que en medio de la sociedad llevaban poco mas ó menos, la misma vida que los Monjes. Si lo contemplásemos mas dispuesto á prestarse con docili- dad á las verdades que enseña la escritura, le haría- mos también presente que Jesucristo alabó la vida so- litaria deS. Juan Bautista. (4) ¿siguiendo el autor la historia, y siempre prevenido para alejar de los dos primeros siglos de la iglesia to- do lo que no está al unísono de su sistema, hace que ella 6e preste á sus caprichos. La persecución de Decio en el tercer siglo, quiere que sea el origen de los Anacoretas y solit-ríos. Es constante que por (1) Mat. c. 19 v 21 (2) His. Cris. 15. 2. C, 35. n. 1. (3; Orig. eclesias. t. 3. Jib. 7. c. 1. (4) Mat. c 11. v, 7. ( 389 ) substraerse muchas de las investigaciones y tormen- tos de este tirano, huyeron á los lugares mas inaccesi- bles ; pero no siendo menos cierto que desde la cuna del cristianismo se buscaban los cristianos para ofre- cerlos en sacrificio ante las aras de los dioses falsos, no hay razón para creer que solo estuviese reservado á la persecución de Decio su fuga á los desiertos. No- sotros convenimos desde luego, que estos solitarios vi- vían en sus celdas separadas, y que en el cuarto siglo los reunió en comunidad S. Pacomio, prescribiéndoles una regla común. Pero, si su primer destino fué con- forme á los consejos del evangelio, no alcanzamos la razón por que no pueda serlo el seguido. Viviendo los monges en comunidad, se visitaban, se edificaban por el ejemplo, y se ayudaban mutuamente con el tra- bajo de sus manos. El crédito de estas instituciones creció en breve, y las propagó por todo el oriente. Aunque ajuicio del autor del discurso, ellas no mostraban objeto visible á fa- vor de la sociedad, es bien averiguado que su dicho no está de acuerdo con los hechos. El sabio Assemani, citado por Bergier, nos asegura, que los primeros mon- gos, establecidos en la Mesopotania y en la Persia, fueron otros tantos apóstoles ó misioneros, y que la mayor parte de ellos llegaron á ser obispos.(l) Con- vendremos, sin embargo, que por querellas de religión, no pocos se hicieron vagamundos, turbando la paz déla iglesia y del imperio. Esto dió lugar á que el emperador Valens ordenase por una ley en 376, que ellos serian destinados al servicio de los ejércitos. Con una rapidez singular de pluma, pasa el autor al siglo Vil, donde encuentra que cargados de houoresy riquezas, estos monges se corrompieron y llevaron el desorden hasta un grado, que en los siglos VIII, IX, y X, la iglesia parecía distinta de la que fundó Jesucristo. Con mas acuerdo é imparcialidad recorramos noso- tros estas épocas, dejando de antemano asentado (por no perder el hilo de la historia) que en el siglo IV, (1) Bibliotc. Orient. t. 4. o. 2- i. 4.( 390 ) fueron recibidas estas fundaciones en la Italia 7 en las Gaulas; que en el V, el mas brillante de la iglesia oc- cidental, era tan grande su reputación, que los padres ponían en ellas á sus bijos desde la edad mas baja, pa- ra que recibiesen una educación de piedad, y que en el VI, los vio la Inglaterra con respeto, pues que de ellos salieron los principales apóstoles de los pueblos del Norte. Llegó por fin el VII, y aquí es donde asegura el au- tor, que los honores y las riquezas hicieron que viola- sen todas las reglas de la decencia. Mas fiel á la ver- dad histórica debió decirnos, que en este siglo tene- broso y el siguiente, si hubo algunos que la conserva- sen de algún modo, fueron los monges. En efecto, la inundación de los bárbaros, que habia comenzado en el quinto, no parecia sino que hubiese sufocado para siempre los sentimientos honestos en todas las clase3 de la sociedad. El clero secular, que debia vivicar- los sintió, el mismo contagio, perdiendo á un tiemp© toda idea de virtud, de honor, zelo y probidad. Pi- lladas las iglesias, se vieron obligados á retirarse á los desiertos, como lo habian hecho los cristianos de los primeros siglos. Es preciso confesarlo, en este estado de relajación y abandono *olo en los monges encon- traron los cristianos, servidores desinteresados y fie- les, todo lo que podia permitir una depravación uni- versal. ¿Cual es aquel historiador, aun de los mas enemigos de estas instituciones, que 110 confiese, que ellos fueron los que salvaron del naufragio los destro- zos de las letras, y que sus monasterios fueron el de- pósito de lodos los monumentos de la fe pública, y las escuelas de la educación ? La adquisición de las riquezas les era consiguiente. Pero, sj las riquezas son por lo común el instrumento universal de llenar los deseos de las otras pasiones reunidas, de reempla- zar el mérito y suplir la gloria de los talentos, ¿ era muy de extrañar que los hubiese corrompido? Su* enemigo» no se detienen en asegurar, que ellos no su- frían ninguna regla, y que vivían entregados á la ocio- ( 391 ) sidad, ala crápula, á los placeres. No negaremos que hubo muchos monasterios sin orden ni concierto; pero si consultamos los anales benedictinos del célebre Mabillan, se verá que no fué tanto el desarreglo, ni tan universal. A mas de esto Bergier nos hace ob- servar, que la mayor parte de los escritos de este si- glo, que han llegado á nuestros dias, son abades ó monges. El siglo IX se hizo tan memorable por el espíritu de anarquía, por la incursión de los Normandos, co- mo lo habian sido los precedentes por la de los otros bárbaros. El clero y los monges se agitaron contra los señores que los despojaban de sus bienes, de tal modo expuestos al pillage, que aun las mugeres mun- danas poseían las abadías. La agitación no era me- nor contra los Normandos, cuyos pasos siempre iban señalados por la carnicería, el robo y el incendio. En esta deplorable situación, en que el gobierno no sa- bía tomar ninguna precaución, reducidos los abades á defenderse por la fuerza, tomaron las insignias milita- res, armaron gente y se hicieron formidables. ¿A quien podrá causar sorpresa* que abandonados así los mo- nasterios á gentes ignorantes, padeciese notables quie- bros su diciplina? A pesar de esto, cuando los mo- mentos fueron favorables, ellos se aprovecharon para restablecer el orden de estas casas, y no fué una vez sola en que se vieron á los señores, y soberanos re- nunciar su fortuna y confinarse en los claustros, prue- ba nada equívoca de que en ellos era menoría depra- vación de las costumbres. Hagamos de paso la observación de que nada de todos estos males se sentían en el Oriente, porque no se vió en los suplicios que atormentaban á la Europa, y pasemos á los siglos X, IX, y XII. Del mismo seno de los males, cuando crecen demasiado, suele salir á veces el remedio. Los que habian afligido á los mo- nasterios, suscitaron en estos siglos un nuevo espíritu, San Odón, San Rumualdo, San Juan Gualberlo, el Abad Guillermo, ya reformando, ya criando, hicieron( 392 ) revivir la regla de San Benito; y mientras haiga ver- daderos apreciadores del mérito, no les faltarán aplau- sos por 6U zelo. por su virtud y por su ciencia á las dos lumbreras del siglo doce, San Bernardo y el Abad Suger. Nada aventuramos en decir, que con la série de es- tos hechos, hemos dejado en descubierto la impostura del autor cuando nos dijo, que la depravación de los mon- ges había desfigurado la Iglesia, hasta parecer otra déla que fundó Jesu Cristo. A principios del siglo Xííf, tuvieron su nacimiento las órdenes mendicantes de los Dominicos y Francis- canos. Cuando habla de estas fundaciones, el autor del discurso pasa en silencio el motivo que las ocasio- nó; pero después de haber censurado el aumento de institutos hasta lo sumo, tiene por ridicula lamaniado hacer creer, que fueron inspirados por el Espíritu San- to. Nosotros nada decimos sobre esa inspiración; pero no desconocemos, como lo hace él, la necesidad que hubo de algunas, según el estado de la iglesia, y la utilidad que produgeron, mientras se sostuvo su pri- mitivo fervor. Era de desear que el autor fuese ei> este punto del mismo sentimiento que Mosheim: él confiesa el cuidado que tuvieron los Dominicanos de España en instruirse en el árabe para ponerse en es- tado de eonrertir Judíos, Sarasenos y Moros; como también que de estas órdenes salieron hombres emi- nentes en sabiduría. Pero otra razón mas nos da el sabio Bergier: " Los hereges, dice, divididos en mu- chas sectas, se reunían para sosteiver, que los minis- tros de la iglesia debían parecerse á los apóstoles, y practicar la pobreza voluntaria ; los doctores de estas secta* hacían profesión de ella, y no cesaban de de- clamar contra la<¡ riquezas ylns costumbres relajadas del clero y de los mongas, dejándose seducir los pue- blos con sus invectivas. A la pobreza fastuosa é i«* solente de estos sectarios, fué preciso oponer el ejem- plo de una pobreza humilde y modesta, unida á una vi- da austera y mortificada. Esto fué lo que hizo propa- ( 393 ) gar en poco tiempo las órdenes de los Dominicanos y Franciscanos, Carmelitas y Augustinos." Vea pues aquí el autor del discurso, que no ha tenido razón pa- ra que, tomando un tono de burla, diga que, dado que el Espíritu Santo fuese inspirador de institutos y reglas, pa- rece haber sido aficionado á seguir las modas del siglo. Para confusión suya, y de todos los que sin traer á la memoria, lo que el mundo debe á estas institucio- nes, solo se acuerdan de ellas para censurarlas, copia- remos aquí lo que nos dejó escrito el mas célebre de los filósofos incrédulos: « fué por largo tiempo, nos di- ce, un gran consuelo del género humano que hubiese allí asilos abiertos, para todos aquellos que quisiesen huir las opresiones del gobierno Vándalo y Godo. Ca- si todos aquellos que no eran señores de castillos eran esclavos : se escapaba de la tiranía de la guerra en la dulzura de los claustros .... Los pocos conocimien- tos que restaban entre los barbaros fueron preserva- dos en ellos. Los benedictinos trascribieron algunos libros; poco á poco salieron de estos monasterios in- venciones útiles ; por otra parte estos religiosos culti- vaban la tierra, cantaban las alabanzas del Señor vivian sobriamente, eran hospitalarios, y sus ejemplos podían servir para mitigar la ferocidad de estos tiempos bár- baros; se lamentaba de que las riquezas hubiesen cor- rompido bien presto lo que habia instituido la virtud. No se puede negar que hubo en los claustros grandes virtudes. No hay aun ningún monasterio que no en- cierre almas admirables, que hacen honor á la natu- raleza humana. Muchos escritores se han complaci- do en buscar los desórdenes, y los vicios con que se mancharon algunas veces estos asilos de la piedad. Es cierto que la vida secular ha sido siempre mas vi- ciosa, y que los grandes crímenes no han sido cometi- dos en los monasterios, pero han sido los suyos mas re- marcables por el contraste con la regla; ningún esta- do ha sido siempre puro : es preciso no mirar aquí si- no el bien general de la sociedüd ; el pequeño número de claustros hizo de pronto mucho bien, el demasiado( 394 ) grande puede envilecerlos. El dice que los Cartujos, á pesar de sus riquezas, se hallan consagrados sin re- lajamiento al ayuno, al silencio, á la oración, a la sole- dad. Tranquilos sobre la tierra en medio de tantas agitaciones, cuyo ruido a penas llega & ellos, y no co- nociendo á los soberanos sino por las oraciones en que sus nombres están insertos, viven en la mas dulce paz. "Era preciso confesar, añade, que los Benedictinos han publicado muchas buenas obras; que los Jesuítas han hecho grandes servicios á las bellas letras ; era así mismo preciso bendecir á los hermanos de la cari- dad, y á los de la redención de cautivos. La prime- ra obligación es la de ser justo .... Es preciso conve- nir, á pesar de todo lo que se ha dicho contra sus abu- sos, que siempre ha habido entre ellos hombres emi- nentes en ciencia y virtud ; que si ellos han hecho grandes males, han hecho también grandes servicios; y que en general se debe mas bien lamentarse de ellos, que condenarlos. " Las instituciones consagradas al alivio de los po- bres, y al servicio de los enfermos, han sido las menos brillantes, y no son las menos respetables. Acaso na- da hay mas grande que el sacrificio que hace el sexo delicado, de la belleza, de la juventud, muchas veces del alto nacimiento, para aliviar en los hospitales esc montón de todas las miserias humanas, cuya vista es tan humillante para el orgullo, y tan irritante para nuestra delicadeza. Los pueblos separados déla co- municación romana no han imitado sino imperfecta- mente una caridad tan generosa . . . Hay otra congre- gación mas heroica. Conviene este nombre á los Tri- nitarios y I03 redentores de cautivos; cinco siglos ha- cen que estos religiosos se consagran á romper las cadenas entre los Moros. Ellos emplean sus rentas y las limosnas que recogen, y ellos mismos llevan á la Africa el rescate de los esclavos. No hay como que- jarse de tales instituciones. "(1) (1) Ensayo sobre la hist. gen. t. 4, c. 135, cuest. sobre la enciclopedia, apócalypse, bienes de la iglesia. ( 395 ) Omitiendo otros frios sarcasmos, que ha producido el autor del discurso contra estas instituciones, y lo que dice de las monjas, pasemos á otro pinito muy esen- cial. ¿ Merecen conservarse estas casas de piedad t Con su decidida antipatía el autor se explica así: "si examinamos politicamente la controversia de utilidad de monges, frailes, y clérigos regulares, yo no encuen- tro razones bastantes para defender su existencia. " Reducida la cuestión á averiguar, si todas J as insti- tuciones de esta clase, que hasta aquí han estado en uso en la iglesia, ó á lo menos aquellas, que por su ins- tituto fueron en sus principios de una utilidad cono- cida, deban hoy ser admitidas en los estados asi como se hallan, no trepidaríamos en rehusarles nuestra opinión. La misma iglesia se vió obligada á confesar que era ya oneroso á los pueblos, tan crecido numero de instituciones, y nadie hay que ignore, que hubiese sido un prodigio desconocido en la historia del hom- bre, si en medio de tantas revoluciones sobrevenidas en el mundo, hubiesen podido conservarse sin notables alteraciones. No es pues en este sentido que nosotros las concebimos ; suponiendo que no todas deben ser admitidas, ni tampoco las que se hallen en un estado de corrupción, ¿ preguntamos si algunas merecen esta adopción, y bajo que calidades y condiciones.? Con la misma buena fe que hemos resistido nuestro asenso indistintamente á todas, se lo prestamos á aquellas pocas que tienen un inmediato contacto con la prosperidad de las repúblicas. Negar, como lo hace el autor del discurso, que haya alguna que lo tenga, de un modo que su necesidad la ponga cil la obligación de darle una preferencia señalada sobre otros medios de que puedan valerse, es negar una ver- dad garantida por la razón y por la experiencia. La educación de la juventud, el socorro de las personas miserables, la asistencia á los enfermos y las misiones, son necesidades de un género, que la sociedad civil imperiosamente las reclama; y estas, son para las que 39( 396 ) les niega £i las comunidades una mayor aptitud exclu- siva. Para poner á la vista la impostura de q»e los reli- giosos de las órdenes, ha bian desfigurado la iglesia de Jesucristo, les producimos la autoridad de un gran filó- sofo incrédulo: hagámosle ver ahora con la de un pro- testante mas juicioso que los cen-iores de estas órdenes, que su mayor capacidad para esas empresas útiles, tiene á su favor títulos muy recomendables. No pon- dremos el texto todo entero, consultando la breve- dad ; pero, silo principal; dice así: " Los trabajos quo piden tiempo y paciencia son siempre mas bien ejecu- tados por hombres, que obran eti común, que por lo? que trabajan separadamente. Hay en ellos un inten- to mas serio, mas constancia para seguir un mismo plan, mas fuerza para vencer los obstáculos, y mas economía.....La experiencia acredita, que las so- ciedades puramente civiles se descuidan, los descui- dos producen inquietudes, agitaciones, y perpetuas mudanzas del plan.....Pero hay otra especie de so- ciedades, donde todo está reducido á un interés co- mún, y donde las reglas son mas bien observadas; es- tas son las sociedades religiosas." Después de haber declamado fuertemente contra los que procuran impe- dir, que los religiosos disfruten los bienes que son el producto de su trabajo, y hecho presente que ellos son hombres, y que á este título debe desearse que sean felices en su estado, como lo son todos los de- más, añade : "La regla se extiende sobre todos para proveerlo todo.previene los descarríos y los desórdenes. . . , . La autoridad de los gefes mantiene allí li regla, y era de desear por dicha de los hombres, que en to- das partes sucediese lo mismo..... "Sin la atadura saludable de la religión, vanamente se tentaría formar semejantes sociedades; las que fue- sen formadas por puras convenciones durarían po- co. El hotnbre es demasiado inconstante para afir- marse en una regla. Solo Id religión, sea por su fuer- ( .197 ) za natural, sea por el peso de la opinión pública, pue- de producir este íéliz efecto. El que en los claustros puede violar la regla, es contenido por la sociedad entera, la cual tiene necesidad de consideración pú- blica, para dar importancia á la mediocridad de su estado. Yo estoy encantado de que los protestantes hayan conservado los conventos en Alemania, y qui- siera verlos establec idos en todas partes. (1)" Recórranse todos los demás géneros de trabajo, y será igualmente sensible esta verdad. La utilidad civil y política, no es menos asequible en las comunidades, que la moral Aunque el evangelio y la ley son las re- glas de nuestra conducta, las que se entablan en cada comunidad, se acercan mas á cada individuo, y lo lle- van como de la mano por el camino estrecho de la salvación. Desde el restablecimiento de las letras se abrió á la indagación un campo inmenso de literatura. Ge- nios emprendedores se propusieron por objeto descu- brir las huellas de la ilustración, que habían segado los siglos bárbaros de la edad media. Un trabajo tan árido, en que era preciso atravezar por entre la no- che de los tiempos, sin mas guia que una razón acos- tumbrada á \erá obscuras, no podía ser bien ejecuta- do sin grandes bibliotecas, y sin el concurso de ibu- chos cooperadores. Aquí fué donde los célebres Bene- dictinos, acreditaron su sagacidad, su talento, su erudición y su paciencia dando colecciones de an- tiguos monumentos, bellas edicciones de los padres y grandes cuerpos de historia. No será fácil que nin- guno conciba, que esto pudo ejecutarse, sino por hom- bres tranquilos sobre su existencia, libres de todas las distracciones del siglo, y sostenidos con un interés de religión que hiciese soportable las tareas. Otros dustres cuerpos han desempeñado también con gloria otras empresas literarias, tal como la colección de las (I) Cartas robre lá historia de la tierra v 3 Viller - Ídem. (401) dad del instituto. Fué á prevención de este, que con- templando la debilidad del hombre, dijimos, que con- venie limitar el voto á cierto tiempo. La segunda calidad debería ser que los votos no fuesen solemnes, sino simples, quedatido así habilita- dos los superiores para absolverlos y dimitir á los que lo« hacen, por causas justas. Es fácil percibirse la utilidad de esta medida, si se reflexiona lo que ella puede contener á los religiosos en sus justos deberes. Es una observación constante que la vida monástica se conserva tanto mas pura, cuanto son menos multi- plicadas las trabas de expeler á quien la deshonra.— Una expulsión de esta clase trae una nota de infa- mia, la que para evitirla, es preciso ser cauto, cuando no virtuoso. La sabia regla de los Jesuítas no omi- tió eáta prudente precaución, y fué ella, la que impi- dió una frecuente infracción de sus preceptos. La tercera calidad convendría que fuese no permi- tir la profesión religiosa hasta una edad en que la ma- durez del juicio le haya puesto en sus manos una ba- lanza fiel, en que pueda graduar con imparcialidad la fuerza de su virtud, y la de las pasiones que tiene que vencer. No ha sido en esta parte uniforme la disci- plina de la iglesia; pero es cierto que nunca se pasó de los diez y ocho años para exijirse mas edad, sin la que dejase de ser válida la profesión religiosa. El cardenal Palabisino (1) nos asegura, que estando pre- parado el cánon por el que los padres del concilio de Trento, iban á decretar no fuese permitido recibirla antes de los diez y ocho años, los retrajo de este con- sejo el arzobispo de Praga I). Bartolomé de los Már- tires, quedando reducida á la de diez y seis. La ra- zón en que se apoyó este célebre varón fué, que seria menor el fruto que recogiesen los conventos, sino fue- sen repoblados de jóvenes, que aun no manchados con los vicios, tuviesen mas libertad para entregarse á la observancia de la regla. Sea enhorabuena cier- ta esa mejor disposición para admitir el yugo, pero (1) Lib. 24, c. 6.( 402 ) nunca dejará de ser mas cierto, que no la habrá para soportarlo constantemente, admitido en una edad des- prevenida de todo lo que pensara mas adelante, cuan- do el mundo le muestre mas á lo vivo la perspectiva de sus encantos, cuando lo hay a rendido la importunidad de las pasiones, y cuando halle entre sus hermanos ejemplos contagiosos que imitar. Esto es á lo que está expuesta la tierna edad de los diez y seis años. Cuarta calidad y condición: Que el tiempo de la prueba, ó el noviciado, no pueda ser menos que el de dos allos. y que estos se practiquen sin la menor alte- ración del trage. Dejar á los novicios íntegro su de- recho para que con la mas entera libertad puedan volver al siglo, si el instituto religioso no les agrada, debe ser una de las mas grandes atenciones de la re- gla. No hay cosa que pueda reparar el mal que se comete en una profesión donde interviene el mas re- moto asomo de engaño ó de violencia. El pesar y la asedia del corazón suceden luego que desaparece la ilusión, para ser los compañeros individuales del que fué presa de sus lazo-:. Dilicil cosa seria que es- to no sucediese sin los dos años de prueba, y la per- manencia del mismo trage. Tampoco fué uniforme la disciplina de la iglesia so- bre lo primero. La antigua regla de los monges es- tablecidos en el Egipto, lo dilataba por tres años, y á ella se conformó el emperador J ustiniano en una de sus novelas. La célebre regla do S. Benito lo restringió después á solo un año; pero como se vivia en el con- cepto, que no pertenecía á la substancia de la profe- sión, fué fácil dar lugar á la corruptela aun de quitarlo. En efecto, ó vencidos los prelados con importunos rue- gos, ó impelidos de algún respecto humano, asi lo hi- cieron, llenando los conventos de gentes mal probadas. Al remedio de estos males acudieron algunos papas, y principalmente el Tridentino (1) mandando que na- die fuese admitido á la profesión en adelante antes de cumplido el año de prueba. Toda la consideración (1) Session 25. cap. 15. de regula. ( ) que nos merece tan respetable acuerdo, no nos induce á creer, que aun deje de ser insuficiente un solo año para asegurarse del acierto en asunto de tanta grave- dad. Todo es dudoso en la materia : para el supe- rior el verdadero llamamiento del novicio; para este su disposición al nuevo destino: aquel tiene que des- cubrir el carácter moral de un pretendiente, que de mil modos puede romper toda comunicación entre él, y la verdad que se busca. Este tiene que recoger en el corto tiempo de un año todas las experiencias de una vida larga. Y cuando esto no les hiciese descon- fiar de sus juicios ¿dejarian de hacerlo tantas lamen- tables historias consignadas en los archivos de la or- den ? Estas les dicen, que en la temprana edad de diez y seis años no puedeu asegurarse ni por las ex- periencias, ni por las pruebas de uno solo, pues que la inteligencia no tiene mas que una forma, y las conbi- naciones de las circunstancias varía;.» hasta el infinito. Influye mas de lo que se piensa en la libertad del novicio que siga su noviciado en el mismo traje que antes vestía. Esta fué la práctica constante de los doce primeros siglos de la iglesia ; pero como desde los siglos doce ó trece se despreciase el año de novicado, dice el erudito Vanespen, (1) se introdujo la costumbre de empezarse á ves- tir el hábito desde la recepción : costumbre que dura has- ta nuestros dias, después que los concilios insistieron en que, de ningún modo, se omitiese el año de novicia- do. Pero sea de esto lo que fuere, lo que no se pue- de dudar es, que la antigua disciplina tenia por obje- to consultar la mayor libertad de los novicios, Por- que ¿quien puede dudar, que conservando estos su trage laical todos los años de la prueba, se encuen- tran mas desembarazados para volver al mundo sin nota alguna que los degrade ? No carece de proba- bilidad que muchos habrán recibido la profesión so- lo por huir la censura de inconstantes, viéndolos de seculares después que por solo el hábito que lle- vaban los reputaban por religiosos. (1) Jus eolesias. par* 1. til. 25. c. 3. 40( 404 ) Hemos concluido el trabajo que nos impusimos. Creemos que no nos engañamos cuando afirmamos que hemos demostrado loa errores que contiene la constitución religiosa, que se pretende sea parte de la civil. Las verdades que promovemos por lo tocan- te al dogma, son las que confiesa, y cree la santa igle- sia católica, apostólica, romana. Si apesar de nues- tros deseos no se presentan con.toda la fuerza de que son susceptibles, á lo menos ellas excitarán el deseo de estudiarlas en sus mismas fuentes. Estamos bien asegurados que allí aparecerán luminosas, y probadas por todo-lo que puede mover un corazón sincero que ama la verdad. Por lo respectivo á los puntos de disciplina, la historia les mostrará el espíritu de la iglesia siempre el mismo en medio de todas las revo- luciones que ha debido engendrar una larga serie de siglos. Así concluirá de todo qSe ella se ha visto en ra necesidad de combatir la presunción, que jamas du- da, el orgullo, que soporta impacientemente el menor fr^no, y la efervescencia de libertad, que nunca es m is activa corno cuando las pasiones logran verse en su época. PAGINA. LINEA. DICE. LEASE. *B ( Sospechosas............sospechólas,. ptotestanismo..........protestantismo- San Irineo..............S. Ir éneo leerse en las demás páginas donde se cita este Si eonnuelo.............. .consuelo. d* tal idea.............de dar tal idea. Widef-----.............Wiclef. pnutos.................putUus- bu.....................un. reasem.»..............véasenos. diocesanas..............diocesanos. escencia...............esencia. patronoto..................patronato. uerizaa................erizan. enseno.................efesino. jd........^..............id. imupgnando............impugnando. M opsueta............___Mopsuesta. Iconoclabtaríos..........Iconoclastar. Erano.................Era no Canterbery.............Cantorbery. an....................sean. se no huya..............te huya. pre ..ade................persuade. protestantes............protestantes. se enseñaron...........enstharon. Digamos .........Díganos. primir................ .primer. rechazan........'......rechazar. jndica............'.... .judaica. Alexendro.............Alejandro. explicion..............explicación. volverá a recibir........volverá á recibirme, 249 21 concirniente............concerniente 2>0 15 osadia.................osada '9 Constatino.............Constantino Id. 28 fereoroso........ ......fervorosos 2.ry¿ 38 incomeniventes.........inconvenientes 248 1 4 compruebah............comprueban Id. 18 mifim.................mismo Id. 37 semplicidad............simplicidad 260 19 cristiano...............cristianismo ü63 30 nuestros fuerzas........nuestras fuerzas 273 3 cantar................causas io7 36 comprando............comparando 8 V 30 2 24 Lio mismo deb 1 V 17 14 13 10 Id 22 21 25 25 33 27 6 Id 19 23 2 37 1 47 2 Id 11 50 12 Id 31 64 38 53 22 65 33 77 29 82 23 89 9 103 17 104 29 106 20 1 14 24 117 24 118 24 235 25 241 3 Id 31 ( 406 ) PAGINA. LINEA. DICE. LEASE. 290 37 el ventano.............Iliberitano 291 30 anamatizados...........anatematizados 293 8 de de l ,eon............de Lian Id. 17 Cardinales............Cardenales 298 13 alejara................alejalia Id. I 5 endnltarse.............endulzarse 302 8 del Ji.stiniano..........de el Justiniano 307 19 solo a fin..............es solo á Jin 325 5 Bomba................Samba 3'¿6 3 2 1708..................1091 327 21 conocimiento...........consentimiento 328 11 desliedadas,............deslindada» 331 27 trasladado.............trasladada 340 7 infenndados...........infeudndos 353 17 El luja................El lujo 360 28 la mitad pasage.........la mitad delpasage 362 32 exagena...............exagera 364 2 continfíe..............continúen. Id. 16 obstenerse. ...,........abstenerse. 370 3 produciría.........producirían. 377 8 mejor a un hambre......mejor que á un hombre* 391 4 Mabillan.............Mavillon. 400 4 usteridada.............austeridad. 4'11 14 evit>rla................evitarla. Id 31 Praga................Braga. ERRATAS EN LAS NOTAS. FOLIO LÍNEA DICE LEASE. 61 4 tan qunm..................tamquam 61 5 dispoitione.................disposilione 61 1' Hiinc....................Hinc 62 1 juilicairi..................Judicari 6-¿ 12 torre constitütum...........térra; consliluunl. 62 13 hujus ............ .........cujus ' non este sinc capite, quia 1 non est sinc capite, quia 62 16 } non este sine chisto, quia e«- > non cst sine C'hristo qu to caput ejus ) est caput ejus. 62 19 ~ sient jns----..............sicutjus 62 24 Ecclesia dificere...........Ecclesia dejicere 348 40 Teodioano.................Teodosiano 349 37 Nisiseno..................JVíseno 350 7 Belarimino................Belarmino 350 23 viudas....................viudos ;j7.s 4 que se conozca.............que se conozcan